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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Llamada para el muerto (10 page)

BOOK: Llamada para el muerto
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Esto explicaría el asesinato de Fennan y el ataque contra Smiley. Tenía sentido, pero no mucho. Había construido un castillo de naipes hasta donde llegase, y todavía tenía cartas en la mano. ¿Y Elsa, sus mentiras, su complicidad, su miedo? ¿Y el coche y la llamada de las ocho y media? ¿Y la carta anónima? Si el asesino estaba asustado de que hubiera contactos entre Smiley y Fennan, difícilmente llamaría la atención hacia Fennan denunciándolo. ¿Entonces, quién? ¿Quién?

Se recostó y cerró los ojos. Otra vez sentía dolorosos latidos en la cabeza. Quizá Peter Guillam podría ayudarle. Era la única esperanza. Le daba vueltas la cabeza. Le dolía terriblemente.

IX. Puesta en limpio

Mendel, con una amplia sonrisa, hizo entrar a Peter Guillam en el cuarto.

–Le pesqué -dijo.

La conversación fue difícil: tensa, al menos, por parte de Guillam, debido al recuerdo de la repentina dimisión de Smiley y la incongruencia de encontrarle en la habitación de un hospital. Smiley vestía una chaqueta de pijama azul; su pelo, híspido y desordenado, se salía por encima de las vendas, y todavía en la sien izquierda tenía huellas de una fuerte contusión.

Después de una pausa muy embarazosa, Smiley dijo:

–Mira, Peter, Mendel te habrá dicho lo que me ha pasado. Tú eres el experto; ¿qué se sabe de la Misión Siderúrgica de la Alemania oriental?

–Limpia como el agua cristalina, muchacho, salvo su marcha repentina. Sólo había tres hombres y un perro en el asunto. Se habían metido en Hampstead, no sé dónde… Cuando llegaron, nadie sabía por qué estaban aquí, pero en estos cuatro años han hecho un trabajo decente.

–¿Cuáles fueron sus actividades?

–Dios lo sabrá. Creo que al llegar creyeron que iban a persuadir al Ministerio de Comercio para que levantara los embargos de acero enviado a Europa, pero les recibieron con frialdad. Luego se dedicaron a materiales consulares, sobre todo, máquinas-herramienta, productos manufacturados, intercambio de información industrial y técnica, y esas cosas. Nada que ver con lo que vinieron a hacer, pero bastante más aceptable, según tengo entendido.

–¿Quiénes eran?

–Bueno, un par de técnicos…
Professor Doktor
no sé cuántos, y
Doktor
no sé qué…, un par de chicas y un empleado para todo.

–¿Quién era ese empleado?

–No sé. Algún joven diplomático, para limar asperezas. Los tenemos fichados en el Departamento. Supongo que puedo enviarte los detalles.

–Si no te importa.

–No, claro que no.

Hubo otra pausa difícil. Smiley dijo:

–Me vendría muy bien hacerme con unas fotografías, Peter. ¿Podrías arreglar eso?

–Sí, sí, claro. -Guillam apartó la vista de Smiley, un poco turbado-. En realidad no sabemos mucho de los alemanes orientales, ya sabes. Obtenemos cabos sueltos acá y allá, pero en conjunto son una especie de misterio. Si actúan, no lo hacen bajo la cobertura comercial o diplomática: por eso, si no te equivocas sobre lo de ese tipo, es muy raro que proceda de la Misión Siderúrgica.

–¡Ah! -dijo Smiley, abrumado.

–¿Cómo actúan? -preguntó Mendel.

–Es difícil generalizar a partir de los poquísimos casos aislados que conocemos. Mi impresión es que manejan a sus agentes directamente desde Alemania, sin contacto entre el controlador y el agente de la zona de operaciones.

–Pero eso debe limitarles terriblemente -exclamó Smiley-. A lo mejor tendrán que esperar meses hasta que el agente pueda viajar a un lugar de encuentro fuera del país. Quizá no tenga la cobertura necesaria para hacer ni siquiera el viaje.

–Bueno, evidentemente eso le limita, pero sus objetivos parecen ser insignificantes. Prefieren manejar gente de otras nacionalidades, suecos, polacos, exilados, o lo que sea, en misiones a corto plazo, en las que no importan las limitaciones de su técnica. En casos excepcionales, cuando tienen un agente residente en el país fijado, actúan con un sistema de «correo», que corresponde al patrón soviético.

Smiley escuchaba atentamente.

–En realidad -siguió Guillam-, los americanos interceptaron hace poco un «correo», gracias al cual hemos aprendido lo poco que sabemos sobre la técnica de la República Democrática Alemana.

–¿Por ejemplo?

–Bueno, nunca esperan en una cita, nunca se reúnen en la hora indicada, sino veinte minutos antes; señales de reconocimiento: todos esos acostumbrados trucos de conjurador que dan lustre a la información de poca monta. También enredan con los nombres. Un «correo» a lo mejor tiene que entrar en contacto con tres o cuatro agentes: mientras que con controlador puede manejar hasta quince. Nunca se inventan ellos mismos nombres de cobertura.

–¿Qué quieres decir? Seguro que tienen que hacerlo.

–Hacen que el agente se los invente. El agente elige un nombre, cualquier nombre que le parezca bien, y el controlador lo adopta. Un truco realmente…

Y se interrumpió, mirando sorprendido a Mendel. Este se había puesto en pie de un salto.

Guillam se arrellanó en su asiento y se preguntó si estaría permitido fumar. De mala gana, decidió que no lo estaría. Le habría venido bien un cigarrillo.

–¿Bueno? -dijo Smiley.

Mendel había contado a Guillam su entrevista con el señor Scarr.

–Encaja -dijo Guillam-. Evidentemente, en caja con lo que sabemos. Pero, por otra parte, no sabemos mucho de todo eso. Si
Rubiales
era un «correo», es excepcional (al menos según mi experiencia) que usara una delegación comercial como puesto de mando.

–Dijo usted que la misión llevaba aquí cuatro años -intervino Mendel-.
Rubiales
se entrevistó con Scarr por primera vez hace cuatro años.

Nadie habló durante un momento. Luego, dijo Smiley gravemente:

–Peter, es posible, ¿no? Quiero decir que, en ciertas condiciones de actuación, podrían necesitar tener aquí una estación además de «correos».

–Bueno, desde luego; si se proponían algo realmente grande, podría ser.

–¿Quieres decir, que si tenían en juego un agente residente en un puesto elevado?

–Sí, más o menos.

–Y suponiendo que tuvieran un agente así, un Mac Lean o un Fuch, ¿es posible que establecieran aquí una estación bajo cobertura comercial sin más función que echarle una mano al agente?

–Sí, es posible. Pero es una jugada de peso, George. Lo que sugieres es que el agente está manejado desde el exterior, asistido por un «correo», y el «correo» asistido por la misión, que también es el ángel de la guarda personal del agente. Tendría que ser un buen agente.

–No, no sugiero eso precisamente…, sino algo parecido. Y acepto lo de que el sistema requiere un agente de alto nivel. No olvides que sólo tenemos la palabra de
Rubiales
en cuanto a que viniera del extranjero.

Mendel intervino:

–Ese agente ¿estaría directamente en contacto con la misión?

–No por Dios -dijo Guillam-. Probablemente tenía un método de emergencia para entrar en contacto con ellos: una señal telefónica o algo parecido.

–¿Cómo funciona eso? -preguntó Mendel.

–Depende. Podría ser por el sistema del número equivocado. Uno llama al número en cuestión desde una cabina y pregunta por George Brown. Le dicen que George Brown no vive allí, de modo que uno pide perdón y cuelga. La hora y el lugar de la cita están convenidos previamente; el nombre por el que uno pregunta indica que el asunto es urgente. Alguien acudirá a la cita.

–¿Qué más podría hacer la misión? -preguntó Smiley.

–Es difícil decirlo. Pagarle, probablemente. Establecer un lugar para recoger los informes. El controlador efectuaría todos esos arreglos para el agente, desde luego, y a través del «correo» le diría cuál es su parte. Trabajan mucho con el sistema soviético, como te dije. Hasta los detalles más insignificantes están dispuestos por el controlador. A la gente en acción le dejan muy poca independencia.

Hubo otro silencio. Smiley miró a Guillam y luego a Mendel, después parpadeó y dijo:


Rubiales
no iba a ver a Scarr en enero y febrero, ¿no?

–Eso es -dijo Mendel-, éste ha sido el primer año.

–Fennan iba siempre a esquiar en enero y febrero. En cuatro años, ésta ha sido la primera vez que se lo perdió.

–No sé -dijo Smiley- si debería ir, a ver otra vez a Maston.

Guillam se desperezó voluptuosamente y sonrió:

Siempre puedes probar. Le emocionará saber que te han partido la cabeza. Tengo la íntima convicción de que creerá que eso de Battersea está junto al mar, pero no te preocupes. Dile que fuiste atacado mientras andabas por el terreno particular de alguien… Comprenderá. Háblale también de tu atacante, George. No le has visto nunca, acuérdate, y no sabes cómo se llama, pero es un «correo» del Servicio de Espionaje de Alemania Oriental. Maston te respaldará. Siempre lo hace. Sobre todo, cuando tiene que informar al ministro.

Smiley miró a Guillam y no dijo nada.

–Después de tu golpe en la cabeza -añadió Guillam-, comprenderá.

–Pero, Peter…

–Ya lo sé, George, ya lo sé.

–Bueno, déjame decirte otra cosa.
Rubiales
iba a buscar su coche el primer martes de cada mes.

–Y ¿qué?

–Ésas eran las noches en que Elsa Fennan iba al teatro Weybridge. Dijo que Fennan trabajaba hasta muy tarde los martes.

Guillam se puso de pie.

–Déjame hurgar por ahí, George. Adiós, Mendel. Probablemente esta noche te llamaré por teléfono. De todos modos, no veo qué podemos hacer ahora, pero sería estupendo saber algo, ¿no? -Llegó a la puerta-. A propósito, ¿dónde están las pertenencias de Fennan? ¿La cartera, la agenda y todo eso? ¿Las cosas que encontraron en el cadáver?

–Probablemente están todavía en la Comisaría -dijo Mendel-. Estarán allí hasta que termine la investigación.

Guillam se quedó mirando un momento a Smiley, sin saber qué decir.

–¿Quieres algo, George?

–No, gracias… Bueno, sí, hay una cosa.

–¿Qué?

–¿Podrías quitarme de encima a la Criminal? Me han visitado ya tres veces, y, desde luego, no han llegado a ninguna parte. ¿Podrías hacer que, por ahora, esto quedara como asunto del Intelligence Service? ¿Podrías ser misterioso y persuasivo?

–Sí, creo que sí.

–Sé que es difícil, Peter, porque no soy…

–¡Ah, otra cosa! Sólo para animarte. Mandé hacer esa comparación entre la carta de suicidio de Fennan y la carta anónima. Las hicieron diferentes personas en la misma máquina. Diferentes presiones y espaciados, pero el mismo tipo. Hasta la vista, muchacho. Ataca las uvas.

Guillam cerró la puerta al salir. Oyeron sus pasos resonando por el desierto pasillo.

Mendel lió un cigarrillo.

–¡Dios mío! -dijo Smiley, ¿no le tiene miedo a nada? ¿No ha visto a la enfermera que hay aquí?

–No se puede morir más que una vez -dijo, metiendo el cigarrillo entre sus delgados labios.

Smiley le miró mientras lo encendía. Sacó el encendedor, le quitó la tapa e hizo dar vueltas a la rueda con su sucio pulgar, protegió rápidamente la llama con la mano y la acercó cuidadosamente al cigarrillo. Igual podría haber estado soplando un huracán.

–Bueno, usted es el experto en crímenes -dijo Smiley-. ¿Cómo nos las arreglamos?

–Confuso -dijo Mendel-. Sucio.

–¿Por qué?

–Hay cabos sueltos por todas partes. No es trabajo de policía. No se ha comprobado nada. Es como el álgebra.

–¿Qué tiene que ver el álgebra con eso?

–Primero hay que demostrar lo que se puede demostrar. Encontrar las constantes. ¿Fue ella realmente al teatro? ¿Estaba sola? ¿La oyeron volver los vecinos? Si es así, ¿a qué hora? ¿De veras Fennan volvía tarde los martes? ¿Su mujer iba siempre al teatro cada quincena, como dijo?

–Y a la llamada de las ocho y media, ¿puede encontrarle una explicación?

–Tiene esa llamada metida en la cabeza, ¿verdad?

–Sí. De todos los cabos sueltos, ése es el más suelto. Por más que le doy vueltas, ya ve, no le encuentro explicación. He repasado su horario de trenes. Era hombre puntual: muchas veces llegaba al Foreign Office antes que nadie, y abría su propio armario. Tenía que tomar el de las ocho cincuenta y cuatro, el de las nueve y ocho minutos, o, todo lo más, el de las nueve catorce. El de las ocho y cincuenta y cuatro llegaba a las nueve y treinta y ocho. Le gustaba estar en su despacho a las diez menos cuarto. No es posible que quisiera que le despertaran a las ocho y media.

–Quizá le gustara oír el timbre del teléfono dijo Mendel, levantándose.

–Y las cartas -continuó Smiley-. Diferentes mecanógrafos, pero la misma máquina. Aparte del asesino, sólo dos personas tenían acceso a esa máquina: Fennan y su mujer. Si aceptamos que Fennan escribió la carta de suicidio (y ciertamente la firmó) hemos de aceptar que fue Elsa quien escribió la denuncia. ¿Por qué lo hizo?

Smiley estaba agotado: le alivió que se marchara Mendel.

–Me largo. Intentaré encontrar las constantes.

–Necesitará dinero -dijo Smiley, y le ofreció dinero de su cartera, que estaba junto a la cama.

Mendel lo cogió sin ceremonias y se marchó.

Smiley se recostó. La cabeza le latía locamente, abrasadora. Pensó en llamar a la enfermera, y la cobardía se lo impidió. Poco a poco, cesaron los latidos. Oyó la campanilla de una ambulancia que doblaba desde Prince of Walles Drive para entrar en el hospital.

–Quizá le gustara oír el timbre -murmuró, y se quedó dormido.

Le despertó el ruido de una discusión en el pasillo. Oyó que la enfermera levantaba la voz protestando; oyó pasos, y la voz de Mendel, llevándole la contraria con apremio. Se abrió la puerta de repente, y alguien encendió la luz. Él parpadeó y se incorporó, mirando el reloj. Eran las seis menos cuarto. Mendel le hablaba casi a gritos. ¿Qué trataba de decir? Algo sobre el puente de Battersea…, la policía del río…, ausente desde ayer…

Se despertó del todo. Adam Scarr había muerto.

X. El relato de la doncella

Mendel conducía muy bien, con una especie de pedantería de maestra de escuela que a Smiley le habría parecido cómica. La carretera de Weybridge, como de costumbre, estaba atestada de tráfico. Dadle a un hombre un coche, y se dejará la humildad y el sentido común en el garaje. No importaba quién fuera: él había visto obispos revestidos de púrpura lanzados a setenta millas por hora en una zona edificada, enloqueciendo del susto a los peatones. Le gustaba el coche de Smiley. Le gustaba el modo cuidadoso con que había sido conservado, los accesorios sensatos, los espejos en el guardabarros y la luz para la marcha atrás. Era un cochecito muy decente.

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