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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Llamada para el muerto (2 page)

BOOK: Llamada para el muerto
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Smiley pidió tiempo para pensarlo. Le dieron una semana. Nadie se refirió al dinero.

Aquella noche se alojó en Londres en algún sitio bastante bueno y se permitió ir al teatro. Sentía su cabeza extrañamente ligera, y eso le preocupaba. Sabía muy bien que iba a aceptar, y que podía haberlo dicho en la entrevista. Se lo impidió sólo una precaución instintiva, y quizá un excusable deseo de coquetería ante Fielding.

Tras su respuesta afirmativa, vino la instrucción: casas de campo anónimas, instructores anónimos, bastantes viajes, y, agigantándose cada vez más, la perspectiva fantástica de actuar completamente solo.

Su primer puesto de actividad fue relativamente agradable: dos años como
englischer Dozent
en una Universidad provinciana en Alemania: conferencias sobre Keats y vacaciones en refugios bávaros de caza con grupos de estudiantes alemanes, serios y solemnemente entremezclados. Hacia el final de las dos vacaciones de verano, se llevó consigo algunos de ellos a Inglaterra, habiendo señalado ya cuáles podrían servir y enviando sus recomendaciones, por medios clandestinos, a una dirección en Bonn. Durante aquellos dos años no tuvo idea de si sus recomendaciones habían sido tenidas en cuenta o no. Carecía de medios para saber siquiera si se habían puesto en relación con sus candidatos. En realidad, ignoraba si sus mensajes habían llegado a su destino, y mientras permaneció en Inglaterra no tuvo ningún contacto con el Departamento.

Sus emociones, al realizar su trabajo, eran variadas e inconciliables. Le intrigaba valorar desde una posición aparte lo que le habían enseñado a describir como «el agente potencial» que podía haber en un ser humano, y organizar minúsculos exámenes de carácter y conducta que pudieran informarle sobre las cualidades de un candidato. Sobre este particular se mostraba de una inhumanidad absoluta: en ese papel, Smiley era el mercenario internacional de su profesión, amoral y sin ningún estímulo ajeno a su satisfacción personal.

Sin embargo, le entristecía comprobar en sí mismo la paulatina muerte de los placeres naturales. Siempre apartado, encontrábase ahora eludiendo las tentaciones de la amistad y la lealtad humanas, y defendiéndose hurañamente de las reacciones espontáneas. Gracias a la energía de su inteligencia, se obligaba a observar a la humanidad con objetividad clínica; pero, ya que no era ni inmortal ni infalible, detestaba y temía la falsedad de su vida.

Con todo, Smiley era un hombre sentimental y el prolongado exilio fortaleció su profundo amor a Inglaterra. Se nutría ávidamente de recuerdos de Oxford, de su belleza, de su sosiego razonable y de la madura lentitud de, sus juicios. Soñaba con vacaciones otoñales en Hartland Quay, barrido por el viento y con largas caminatas fatigosas por las escolleras de Cornualles, el rostro tenso y acalorado frente al viento marino. Esa era su otra vida secreta, y comenzó a odiar la indecente intrusión de la nueva Alemania, los desfiles ruidosos de los estudiantes uniformados, sus caras con cicatrices, sus gestos arrogantes y sus respuestas de chulo vulgar. También le dolía el modo como la Facultad había alterado su asignatura: su querida literatura alemana. Y hubo una noche, una terrible noche del invierno de 1937, en que Smiley, tras la ventana, observó una gran hoguera en el patio de la Universidad. En torno a ella había centenares de estudiantes, cuyas caras, a la luz oscilante, resplandecían de entusiasmo. Y a esa pira pagana arrojaron centenares de libros. Él sabía de quiénes eran esos libros: de Thomas Mann, de Heine, de Lessing, y muchos otros más. Y Smiley, protegiendo con su húmeda mano el extremo del cigarrillo, observaba lleno de odio, pero sintiéndose triunfante porque, al menos, sabía quién era su enemigo.

En 1939 estaba en Suecia, acreditado como agente de un conocido fabricante sueco de armas cortas, y cuyo contrato con la empresa llevaba fecha atrasada. Oportunamente, su aspecto había cambiado algo, pues Smiley llegó a descubrir que poseía, para tal papel, un talento que iba más lejos del rudimentario cambio de pelo y del añadido de un bigotito. Durante cuatro años representó ese papel, viajando, ida y vuelta, entre Suiza, Alemania y Suecia. Nunca se había imaginado que fuera posible tener miedo durante tanto tiempo. Empezó a experimentar una irritación nerviosa en el ojo izquierdo, que le duró quince años más; y la tensión grababa líneas en sus carnosas mejillas y en su frente. Aprendió lo que era no dormir nunca, no reposar jamás, sentir, a cualquier hora del día y de la noche, el incansable latir de su corazón, conocer los extremos de la soledad y de la compasión hacia sí mismo, el súbito deseo irracional de alguna mujer, de beber, de hacer ejercicio, de cualquier droga que atenuara la tensión de su vida.

Sobre ese telón de fondo desarrolló su comercio auténtico y su trabajo de espía. A medida que pasaba el tiempo, la red aumentó, y otros países compensaron su falta de previsión y de preparación. En 1943 le llamaron a la patria. Al cabo de seis semanas, estaba deseoso de marchar otra vez, pero no se lo permitieron.

–Se acabó para usted -dijo Steed-Asprey-. Forme agentes nuevos, tómese vacaciones. Cásese o haga lo que le dé la gana. Afloje la tensión.

Smiley se declaró a la secretaria de Steed-Asprey, lady Ann Sercomb.

Acabó la guerra. Le pagaron con una indemnización, y se llevó a su bella esposa a Oxford, para entregarse a las oscuridades de la literatura alemana del siglo xvii. Pero dos años después, lady Ann estaba en Cuba, y las revelaciones de un joven descifrador ruso en Ottawa dieron lugar a una nueva demanda de hombres que tuvieran la experiencia de Smiley.

El trabajo era nuevo, la amenaza, remota, y al principio disfrutó con ello. Pero fueron llegando hombres más jóvenes, quizá con mentes más frescas. Smiley no era material apto para ascensos, y poco a poco empezó a darse cuenta de que había entrado en la edad madura sin haber sido nunca joven, y que del modo más delicado posible lo habían metido en conserva.

Cambiaron las cosas. Steed-Asprey se había ido a la India, en busca de otra civilización, huyendo del mundo nuevo. Jebedee había muerto. En 1941 tomó un tren en Lille con su radiotelegrafista, un joven belga, y nunca más se oyó hablar de ninguno de los dos. Fielding estaba unido matrimonialmente a una nueva tesis sobre la
Chanson de Roland
: sólo quedaba Maston, el hombre de carrera, el recluta de tiempos de guerra, el consejero de los ministros sobre los problemas de Información, «el primer hombre», como había dicho Jebedee, que «había jugado al tenis del poder en Wimbledon». La alianza de la OTAN y las desesperadas medidas proyectadas por los americanos alteraron por completo la naturaleza del Servicio de Smiley. Habían pasado para siempre los días de Steed-Asprey, en los que, a lo mejor, uno recibía órdenes mientras tomaba un vaso de oporto en sus habitaciones del colegio de Magdalen en Oxford; el inspirado dilettantismo de un puñado de hombres de grandes cualidades y poca paga, había dejado paso a la eficacia, la burocracia y la intriga de un amplio departamento gubernamental, de hecho a la merced de Maston, con sus trajes caros y su titulo de lord, su distinguido pelo gris y sus corbatas con líneas de plata; Maston, que se acordaba hasta del cumpleaños de su secretaria, y cuyas buenas maneras eran proverbiales entre las señoras del archivo; Maston que, con aire de pedir excusas, extendía su imperio y, sintiéndolo mucho, se trasladaba a oficinas más amplias; Maston, que daba elegantes reuniones en su casa de Henley, y que se nutría del éxito de sus subordinados.

Había sido llamado durante la guerra, funcionario profesional de un departamento impecable, hombre para manejar papeles y adaptar la brillantez de su personal a la enojosa maquinaria de la burocracia. A los grandes les confortaba tratar con un hombre a quien conocían, un hombre que sabía reducir todos los colores al gris, que conocía a sus amos y sabía moverse en medio de ellos. Y lo hacía muy bien. Les gustaba su reserva cuando se excusaba por las compañías que frecuentaba, su falta de sinceridad cuando defendía las extravagancias de sus subordinados, su flexibilidad cuando formulaba nuevos compromisos. Y él tampoco desperdiciaba las ventajas de un sicario
malgré lui
, hombre de capa y puñal, que lleva la capa ante sus amos y guarda el puñal para sus siervos. Aparentemente, su puesto era extraño: no era jefe nominal del Servicio, sino consejero de Información de los ministros, y Steed-Asprey lo calificó para siempre como el eunuco en jefe.

Ese fue un nuevo mundo para Smiley: los pasillos brillantemente iluminados, los jóvenes elegantes. Se sentía pedestre y anticuado, nostálgico de la destartalada casa de Knightsbridge donde había empezado todo. Su aspecto parecía reflejar esa incomodidad en una especie de encogimiento espiritual que le hizo más encorvado y más parecido que nunca a una rana. Parpadeó más, y adquirió el apodo de
el Topo
. Pero su secretaria -una chica bien, que se había puesto recientemente de largo- lo adoraba, y aludía a él siempre coreo «mi querido osito».

Smiley era ya muy viejo para ir al extranjero. Maston se lo hizo comprender claramente:

–De cualquier modo, mi querido amigo, usted seguramente está destrozado después de todo el ajetreo de la guerra. Mejor es que se quede en casa, amigo mío, y que mantenga encendidos los fuegos del hogar.

Lo que explica, en cierto modo, por qué George Smiley iba en un taxi londinense, a las dos de la madrugada del miércoles 4 de enero, de camino a Cambridge Circus.

II. Nunca cerramos

Se sentía seguro en el taxi. Seguro y caliente. El calor lo llevaba de contrabando desde su cama, conservándolo como un tesoro en la húmeda noche de enero. Seguro, a fuerza de irreal, porque era su fantasma quien recorría una tras otra las calles de Londres y tomaba nota de sus desdichados buscadores de placeres, refugiados bajo paraguas de porteros; y las fulanas, envueltas en plástico, como regalos. Era su fantasma, se dijo, que había subido trepando desde el pozo del sueño para interrumpir el sonido del teléfono en la mesilla… Oxford Street… ¿Por qué Londres era la única capital del mundo que perdía de noche su personalidad? Smiley, apretándose más el gabán, no pudo recordar ningún sitio, desde Los Ángeles a Berna, que tan fácilmente renunciara a su lucha diaria por la personalidad.

El taxi dobló entrando en Cambridge Circus, y Smiley se incorporó sobresaltado en el asiento. Recordó por qué había llamado el funcionario de guardia, y este recuerdo le despertó brutalmente de sus fantasías. Volvió a él la conversación, palabra por palabra:

–Soy el funcionario de guardia, Smiley. Le paso al consejero…

–¿Smiley? Soy Maston. Usted entrevistó a Arthur Fennan el lunes en el Foreign Office, si no me equivoco, ¿verdad?

–Sí…, eso es.

–¿De qué se trataba?

–Una carta anónima le acusaba de haber pertenecido al partido comunista en Oxford. Entrevista de rutina, autorizada por el director de Seguridad.

(«Fennan no puede haberse quejado -pensó Smiley-; sabía que yo le iba a dejar libre de toda acusación. No hubo nada irregular, nada.»)

–¿Se metió usted con él en algo? ¿Fue la cosa hostil, Smiley? Dígamelo.

(«Dios mío, parece asustado. Fennan debe de habernos echado encima al Gobierno entero.»)

–No. Fue una entrevista especialmente amistosa; simpatizamos, me parece. En realidad, me salí de mis atribuciones en un aspecto.

–¿En qué, Smiley, en qué?

–Bueno, más o menos, le dije que no se preocupara.

–¿Le dijo
qué
?

–Le dije que no se preocupara. Evidentemente, él estaba un poco alterado; así que se lo dije.

–¿Qué es lo que le dijo?

–Le dije que yo no tenía poderes y que tampoco los tenía el Servicio, pero que no veía ningún motivo para que siguiéramos molestándole.

–¿Eso es todo?

Smiley se detuvo un segundo: nunca había conocido así a Maston, nunca tan pendiente de algo.

–Sí, eso es todo. Absolutamente todo.

(«Nunca me lo perdonará. Esto te pasa por la calma estudiada, por las camisas crema y las corbatas plateadas, por los elegantes almuerzos con ministros.»)

–Dice que usted expresó sus dudas acerca de su lealtad, que se ha malogrado su carrera en el Foreign Office y que es víctima de delatores pagados.

–¿
Eso
ha dicho? Tiene que haberse vuelto loco de atar. Sabe que se le ha dejado libre de toda acusación. ¿Qué más quiere?

–Nada. Está muerto. Se ha matado esta noche a las diez y media. Ha dejado una carta para el secretario del Foreign Office. La policía llamó por teléfono a uno de los secretarios y obtuvo permiso para abrir la carta. Luego nos lo dijeron. Va a haber una investigación. Smiley, ¿está seguro, de veras?

–¿Seguro de qué?

–Bueno, no importa. Dese una vuelta por aquí en cuanto pueda.

Había tardado horas en encontrar un taxi. Llamó por teléfono a tres paradas, sin obtener respuesta. Por último contestó la parada de Sloane Square, y Smiley esperó en la ventana de su alcoba, envuelto en el gabán, hasta que vio el taxi acercarse a la puerta. Se acordó de los bombardeos en Alemania: esa ansiedad irreal en plena noche.

En Cambridge Circus hizo que se detuviera el taxi a unos cien metros de la oficina, en parte por costumbre y en parte también para despejar su mente, adelantándose al febril interrogatorio de Maston.

Enseñó su pase al guardia de servicio y se acercó lentamente al ascensor.

El funcionario de guardia le saludó con alivio al verle, y caminaron juntos por el iluminado pasillo color crema.

–Maston ha ido a ver a Sparrow a Scotland Yard. Se ha armado un buen cisco, sobre qué departamento de policía se ocupa del caso. Sparrow dice que la Rama Especial, Evelyn que Contraespionaje y la policía de Surrey no sabe lo que se le ha venido encima. Vamos a tomar café en la covacha del funcionario de guardia. Es extracto, pero se puede beber.

Smiley se alegró de que esa noche estuviera de guardia Peter Guillam. Era un hombre pulido y reflexivo que se había especializado en espionaje en los países satélites, ese tipo de hombre solícito que siempre tiene a mano un horario de ferrocarriles y un cortaplumas.

–La Rama Especial llamó a las doce y cinco. La mujer de Fennan había ido al teatro y no lo encontró hasta que volvió, sola, a las once menos cuarto. Luego se decidió a llamar a la policía.

–Vivía por ahí, por Surrey.

–En Walliston, cerca del cruce de Kingston. Apenas se pasa el término metropolitano. Cuando la policía llegó, encontraron en el suelo, junto al cadáver, una carta dirigida al secretario del Foreign Office. El superintendente telefoneó al jefe de Policía, quien llamó al funcionario de guardia del Ministerio del Interior, que, a su vez, telefoneó al oficial de servicio del Foreign Office, y por fin consiguieron permiso para abrir la carta. Entonces empezó la broma.

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