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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Llamada para el muerto (5 page)

BOOK: Llamada para el muerto
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Debajo de la dirección impresa en el membrete, figuraba la fecha a máquina, y debajo la hora: 10.30 de la noche.

Querido sir David:

Después de ciertas vacilaciones, he decidido quitarme la vida. No puedo pasar el resto de mis años bajo una nube de deslealtad y suspicacia. Me doy cuenta de que mi carrera está echada a perder, de que soy víctima de delatores pasados.

Suyo afectísimo,

Samuel Fennan

Smiley la leyó varias veces, con la boca fruncida a fuerza de concentración y las cejas un poco elevadas, como sorprendido. Mendel le preguntaba algo:

–¿Cómo supo eso?

–¿El qué?

–Lo de la llamada por la mañana.

–¡Ah! Fui yo quien recibió la llamada. Creí que era para mí. No: era la Central con ese asunto. Tampoco entonces caí en ello. Supuse que era para ella, ya ve. Bajé y se lo dije.

–¿Bajó?

–Sí. Tienen el teléfono en la alcoba. En realidad, es una especie de alcoba y cuarto de estar… Ella había estado inválida, ya sabe, y supongo que no ha cambiado el cuarto desde entonces. Es como un estudio: en un lado libros, máquina de escribir, mesa y todo eso.

–¿Máquina de escribir?

–Sí, portátil. Imagino que la utilizó para escribir esta carta. Pero, ya ve, cuando recibí la llamada, no se me ocurrió que podía no ser para la señora Fennan.

–¿Por qué no?

–Sufre insomnio, según me dijo. Hizo de ello una especie de broma. Le dije que se tomara algún descanso y ella dijo solamente: «Mi cuerpo y yo tenemos que soportarnos veinte horas al día. Hemos vivido ya más tiempo que la mayoría de la gente.» Hubo más: dijo que no disfrutaba el lujo del sueño. Entonces ¿para qué iba a querer una llamada a las ocho y media?

–¿Y para qué la iba a querer su marido… ni nadie? Es demasiado cerca de mediodía. ¡Dios proteja a los funcionarios!

–Exactamente. Eso también me desconcierta. Todos reconocen que en el Foreign Office empiezan a trabajar tarde: a las diez, creo. Pero aun así, Fennan antes de matarse tenía que vestirse, afeitarse, desayunar y tomar el tren a tiempo, si no se despertaba hasta las ocho y media. Además, es que su mujer podía haberle llamado.

–A lo mejor es pura comedia eso de que no duerme -dijo Mendel-. Lo hacen mucho las mujeres, con el insomnio, la jaqueca y esas cosas. Hace que la gente crea que son nerviosas y tienen temperamento. Camelo, por lo general.

Smiley movió la cabeza:

–No, ella no pudo hacer la llamada: no volvió a casa hasta las diez cuarenta y cinco. Pero aun suponiendo que se equivocara sobre la hora de su regreso, no podía haber ido al teléfono sin antes ver el cadáver de su marido. Y no me dirá usted que su reacción al encontrar muerto a su marido fue subir las escaleras y pedir que la despertaran temprano.

Durante un rato, tomaron café en silencio.

–Otra cosa -dijo Mendel.

–¿Eh?

–Su mujer volvió del teatro a las once menos cuarto, ¿no?

–Eso dice.

–¿Había ido sola?

–Ni idea.

–Apuesto a que no. Apuesto a que tenía que decir la verdad en eso, y puso la hora en la carta para tener una coartada.

La mente de Smiley volvió a Elsa Fennan, a su cólera, a su sumisión. Parecía ridículo hablar de ella de ese modo. No; Elsa Fennan, no. No.

–¿Dónde se encontró el cadáver? -preguntó Smiley.

–Al pie de las escaleras.

–¿Al pie de las escaleras?

–Cierto. Tendido por el suelo del vestíbulo. Con la pistola debajo.

–¿Y la carta? ¿Dónde estaba?

–A su lado, en el suelo.

–¿Algo más?

–Sí. Una taza de cacao en el cuarto de estar.

–Ya veo: Fennan decide suicidarse. Pide a la Central que le llamen a las ocho y media. Se hace cacao y lo deja en el cuarto de estar. Sube al piso de arriba y escribe a máquina su última carta. Vuelve a bajar y se pega un tiro, dejando el cacao sin beber. Todo eso concuerda estupendamente.

–Si, es extraño. Por cierto, ¿no sería mejor que llamara a su oficina?

Miró a Mendel equivocadamente.

–Éste es el fin de una hermosa amistad -dijo.

Al acercarse a la caja de fichas, junto a una puerta con el rótulo de «Privado», oyó que Mendel decía:

–Apuesto a que eso se lo dice usted a todos los muchachos.

Sonreía, efectivamente, cuando pidió el número de Maston.

Maston quería verle en seguida. Volvió a la mesa. Mendel removía otra taza de café como si eso exigiera toda su atención, y se comía un enorme brioche.

Smiley se quedó de pie a su lado.

–Tengo que volver a Londres.

–Bueno, esto pondrá en marcha el lío. -La cara de comadreja se volvió repentinamente hacia él-. ¿O no?

Hablaba con la parte delantera de la boca, mientras la trasera seguía arreglándoselas con el brioche.

–Si Fennan fue asesinado, no hay poder en la tierra que logre impedir a la prensa apoderarse del cuento -y añadió para sí mismo-: No creo que esto le gustara a Maston. Preferiría el suicidio.

–Sin embargo, tenemos que afrontarlo, ¿no?

Smiley se detuvo, frunciendo el ceño gravemente. Ya le parecía oír a Maston burlándose de sus sospechas, desechándolas con risas impacientes.

–No sé -dijo-, en realidad, no sé.

De regreso a Londres, pensó, de regreso al Hogar Ideal de Maston, de regreso a la carrera mortal de echarse las culpas unos a otros. Y de regreso al absurdo de incluir una tragedia humana en un informe de tres folios.

Llovía otra vez; ahora era una lluvia tibia e incesante, y se mojó mucho en la corta distancia entre el «Café de la Fuente» y la Comisaría. Se quitó el gabán y lo arrojó en el asiento trasero del coche. Era un alivio dejar Walliston, aunque fuera para ir a Londres. Al doblar en la carretera principal vio con el rabillo del ojo la figura de Mendel que avanzaba estoicamente por la acera hacia la estación, con su sombrerito tirolés gris sin forma y ennegrecido por la lluvia. No se le había ocurrido a Smiley que necesitara transporte hacia Londres, y se consideró ingrato. Mendel, sin alterarse por lo curioso de la situación, abrió la portezuela de atrás y entró.

–Ha habido suerte -observó-. Me fastidian los trenes. ¿Va a Cambridge Circus? Me podrá dejar por Westminster, ¿no?

Se pusieron en marcha. Mendel sacó una abollada lata de tabaco y se lió un cigarrillo. Iba a llevárselo a la boca, pero cambió de idea. Se lo ofreció a Smiley y lo encendió con un encendedor extraordinario que lanzaba una llama azul de un par de dedos.

–Parece preocupadísimo -dijo Mendel.

–Lo estoy.

Hubo una pausa. Mendel dijo:

–Es el demonio: no sabe qué le pasa.

Cuatro o cinco millas después, Smiley condujo el coche hacia el borde de la carretera y se volvió hacia Mendel.

–¿Le importaría demasiado que volviéramos a Walliston?

–Buena idea. Vaya a preguntarle a ella.

Dio la vuelta, regresó despacio hacia Walliston y entró en Merridale Lane. Dejó a Mendel en el coche y recorrió el sendero de grava, que ya conocía.

Ella abrió la puerta y, sin decir nada, le hizo pasar al cuarto de estar. Llevaba el mismo traje, y Smiley se preguntó en qué habría pasado el tiempo desde que él la había dejado.

¿Habría dado vueltas por la casa, o se quedó sentada e inmóvil en el cuarto de estar? ¿O en la habitación de las butacas de cuero? ¿Cómo se veía a sí misma en su reciente viudez? ¿Podría tomarla ya en serio? ¿Estaba todavía en ese estado de secreta elevación que sigue inmediatamente al luto? ¿Se miraría en los espejos, tratando de distinguir el cambio, el horror en su propia cara, sin poder llorar?

Ni él ni ella se sentaron: instintivamente, los dos evitaban una repetición del encuentro de la mañana.

–Hay algo que hubiera debido preguntarle, señora Fennan. Lamento mucho tener que molestarla otra vez.

–Supongo que sobre la llamada, esa llamada, desde la Central.

–Sí.

–Supuse que le intrigaría. Una insomne pide una llamada para despertarse.

Trataba de hablar con animación.

–Sí. Me pareció raro. ¿Va usted a menudo al teatro?

–Sí. Cada quince días. Soy socia del Club Dramático de Weybridge, ¿sabe? Procuro ir a todo lo que dan. Tengo siempre un asiento reservado para el primer martes de cada nueva obra. Los martes mi marido trabajaba hasta muy tarde. Nunca me acompañaba; iba sólo al teatro clásico.

–Pero le gustaba Brecht, ¿no? Pareció muy entusiasmado con las actuaciones del «Berliner Ensemble» en Londres.

Ella le miró un momento, y luego sonrió de repente. Era la primera vez que él la veía sonreír. Era una sonrisa encantadora: toda la cara se le iluminaba como la de un niño.

Smiley tuvo una visión fugaz de Elsa Fennan niña: una chiquilla retozona, estirada y ágil como la
Petite Fadette
de George Sand, medio mujer, medio duende, medio niña. La vio como una zalamera
backfisch
[1]
, luchando como un gato en defensa de sus derechos, y la vio también, hambrienta y encogida en el campo de concentración, inexorable en su lucha por la vida. Resultaba patético observar en esa sonrisa la luz de su primera inocencia, y un arma acerada en su combate por sobrevivir.

–Me temo que la explicación de esa llamada es muy tonta -dijo-. Padezco una terrible falta de memoria, realmente tremenda. Voy de compras y se me olvida lo que iba a comprar; convengo una cita por teléfono y se me olvida un momento después de colgar. Invito a la gente a venir a pasar el fin de semana, y cuando llegan nos hemos ido. Algunas veces, cuando hay algo que no tengo más remedio que recordar, llamo a la Central y pido una llamada para unos minutos antes de la hora necesaria. Es como un nudo en un pañuelo, pero un nudo no puede tocar un timbre, ¿verdad?

Smiley la miró atentamente. Tenía la garganta bastante seca, y tuvo que tragar saliva antes de hablar.

–¿Y para qué era esta vez la llamada, señora Fennan?

Otra vez la sonrisa encantadora:

–Pues ahí tiene: se me ha olvidado completamente.

V. Maston y la luz de las velas

Volviendo tranquilamente a Londres, Smiley olvidó la presencia de Mendel.

En otros tiempos, la simple ocupación de conducir un coche había sido un alivio para él. Entonces, en la irrealidad de un largo viaje solitario, encontraba un paliativo para su turbado cerebro, y la fatiga de conducir le permitía olvidar preocupaciones más graves.

Posiblemente, uno de los más sutiles signos de la madurez era que ya no podía someter así a su mente. Ahora necesitaba medidas más radicales: incluso en una ocasión había intentado imaginarse un paseo a través de una ciudad europea; anotando, por ejemplo, las tiendas y edificios de Berna, ante los cuales pasaría yendo desde la catedral a la universidad. Pero, a pesar de tan enérgico ejercicio mental, los espectros del tiempo presente surgían como intrusos y desalojaban a sus sueños. Era Ann quien le había robado la paz; Ann, que en otro tiempo dio tanta importancia al presente y le enseñaba de tal manera el hábito de la realidad que, cuando se marchó, no quedó nada.

No podía creer que Elsa Fennan hubiera matado a su marido. Su instinto debió de impulsarla a defender y resguardar los tesoros de su vida, construir en torno a ella los símbolos de una existencia normal. No había en ella agresividad, ni otro deseo que salvaguardar lo que poseía.

Pero ¿quién podía asegurar nada? ¿Qué había escrito Hermann Hesse?: «Es extraño errar en la niebla: cada cual está solo en ella. Ningún árbol conoce a su vecino. Cada cual está solo.» No sabemos nada unos de otros, nada, reflexionaba Smiley. Por muy estrechamente que vivamos, en cualquier momento del día o de la noche en que nos sondeemos mutuamente con los más profundos pensamientos, no sabemos nada. ¿Cómo puedo juzgar a Elsa Fennan? Creo que comprendo su sufrimiento y sus mentiras dictadas por el miedo, pero ¿qué sé de ella? Nada.

Mendel señalaba un poste indicador.

–Por ahí vivo. Mitcham. No es mal sitio, realmente. Me harté de las residencias de solteros y compré un decente apartamento semiindependiente ahí abajo. Para cuando me retire.

–¿Su retiro? Falta mucho para eso.

–Sí. Tres días. Por eso me dieron este trabajo. No tiene nada de particular, sin complicaciones. Dádselo al viejo Mendel; él lo liquidará. -Bueno, bueno. Supongo que el lunes estaremos los dos sin trabajo.

Llevó a Mendel hasta Scotland Yard, y siguió en dirección a Cambridge Circus.

Al entrar en el edificio, se dio cuenta de que todos lo sabían. En su manera de mirar; algún matiz diferente en sus miradas, en su actitud. Fue directamente al despacho de Maston. La secretaria de Maston estaba en su mesa y levantó los ojos rápidamente al verle entrar.

–¿Está el consejero?

–Sí. Le espera. Está solo. Voy a llamar y a entrar.

Pero Maston había abierto la puerta y le llamaba. Llevaba chaqueta negra y pantalones a rayas. Ahí viene el tipo de cabaret, pensó Smiley.

–He tratado de ponerme en contacto con usted. ¿No recibió mi recado? -dijo Maston.

–Sí, pero no me fue posible hablar con usted.

–No acabo de entender.

–Bueno, no creo que Fennan se suicidara…, creo que fue asesinado. No podía decírselo por teléfono.

Maston se quitó los lentes y miró a Smiley con estupor.

–¿Asesinado? ¿Por qué?

–Bueno, si aceptamos la hora indicada en su carta, Fennan escribió la carta a las diez y media de anoche.

–¿Y qué?

–Pues que a las ocho menos cinco de la tarde había llamado a la Central pidiendo que le avisaran a las ocho y media de la mañana siguiente.

–¿Cómo demonios lo sabe?

–Yo estaba allí esta mañana cuando llamó la Central. Cogí el teléfono creyendo que podría ser el Departamento.

–¿Cómo puede afirmar que fue Fennan quien solicitó la llamada?

–Hice averiguaciones. La chica de la Central conocía bien la voz de Fennan. Asegura que fue él, y que había llamado a las ocho menos cinco de la noche anterior.

–¿De manera que Fennan y la chica se conocían?

–No, por Dios. Simplemente que alguna vez habían intercambiado alguna que otra broma.

–¿Y cómo deduce de esto que fue asesinado?

–Pregunté a su mujer sobre esa llamada…

–¿Y?

–Mintió. Dijo que la había pedido ella misma. Aseguró que era terriblemente distraída; que algunas veces, cuando tiene una cita importante, llama a la Central para que la avisen, como quien se hace un nudo en el pañuelo. Y otra cosa: un momento antes de pegarse un tiro, se hizo un poco de cacao. No se lo bebió.

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