Read Llamada para el muerto Online

Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Llamada para el muerto (6 page)

BOOK: Llamada para el muerto
4.04Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Maston escuchaba en silencio. Al fin sonrió y se levantó.

–Parece que queremos llevarnos la contraria -dijo-. Le mando a usted allá para que descubra por qué se ha pegado un tiro Fennan. Vuelve y dice que no se lo pegó. No somos policías, Smiley.

–No. A veces no sé lo que somos.

–¿Ha oído hablar de algo que afecte nuestra posición, que explique el hecho? ¿Algo que justifique su carta?

Smiley vaciló antes de responder. Lo había previsto.

–Sí. La señora Fennan me ha hecho saber que su marido se mostró muy alterado después de la entrevista. -Igual daría que oyera toda la historia-. Estaba obsesionado, no podía dormir después de eso. Ella tuvo que darle un sedante. Su informe sobre la reacción de Fennan a mi entrevista justifica ampliamente la carta. -Permaneció en silencio durante un minuto, parpadeando con cierta estupidez al vacío-. Lo que trato de decir es que no la creo. No creo que Fennan escribiera esa carta, ni que tuviera ninguna intención de morir. -Se volvió hacia Maston-. Sencillamente, no podemos desdeñar las faltas de coherencia. Otra cosa -y se lanzó de cabeza-: no he pedido que se haga una comparación pericial, pero hay una semejanza entre la carta anónima y la de Fennan. El tipo de letra parece idéntico. Es ridículo, pero ahí está. Deberíamos avisar a la policía: darle a conocer los hechos.

–¿Hechos? -dijo Maston-. ¿Qué hechos? Suponga que ella mintió. Es una mujer rara; según mis noticias, extranjera, judía. Dios sabe todo lo que sucede en su cerebro. Me han dicho que sufrió en la guerra, perseguida y demás. Quizá vea en usted al opresor, al inquisidor. Advierte que usted se empeña en algo, se asusta y le cuenta la primera mentira que le pasa por la cabeza. ¿La convierte eso en criminal?

–Entonces ¿por qué Fennan pidió la llamada? ¿Por qué se preparó algo que tomar antes de acostarse?

–¿Quién puede saberlo? -La voz de Maston ahora era más matizada, más persuasiva-. Si usted o yo, Smiley, nos viéramos llevados alguna vez a ese temible punto en que decidimos destruirnos, ¿quién puede decir cuáles serían nuestros últimos pensamientos en esta tierra? ¿Y qué ocurre con Fennan? Ve su carrera arruinada: su vida no tiene sentido. ¿No es concebible que, en un momento de debilidad o de indecisión, deseara oír otra voz humana, sentir de nuevo, antes de morir, el calor de un contacto humano? Fantasía, sentimentalismo, tal vez, pero verosímil en un hombre tan agotado, tan obsesionado como para quitarse la vida.

Smiley tenía que reconocerle que representaba muy bien la comedia, y en este terreno no se sentía a la altura de Maston. De repente experimentó, en su interior, más allá de lo soportable, el creciente pánico del fracaso. Con el miedo, se apoderaba de él una furia incontenible contra aquel histrión sicofántico, mariquita repugnante de pelo gris y comedida sonrisa. El pánico y la furia subieron en una ola repentina, inundándole el pecho, envolviéndole de pies a cabeza. Se notó la cara caliente y enrojecida, las gafas empañadas, y asomaron las lágrimas a sus ojos, aumentando su humillación.

Maston, que, piadosamente, no se había dado cuenta de nada, continuó:

–Usted no puede esperar que, por esos indicios, sugiera al secretario del Interior que la policía ha llegado a una conclusión falsa. Ya sabe qué ínfimo es nuestro contacto con la policía. Por un lado tenemos su sospecha: en resumen, que la conducta de Fennan, anoche, no era compatible con su intención de morir. Su mujer, al parecer, le ha mentido a usted. Contra eso tenemos la opinión de expertos detectives que no han hallado nada inquietante en las circunstancias de la muerte, y poseemos además la declaración de la señora Fennan de que su marido quedó muy alterado a causa de la entrevista. Lo siento, Smiley, pero eso es así.

Hubo un instante de absoluto silencio. Smiley se iba recobrando lentamente, y ese proceso le aturdía y dejaba sin voz. Se había quedado mirando con pasmada miopía, todavía roja de rubor su cara arrugada y llena de bolsas, y la boca abierta estúpidamente. Maston esperaba que hablase, pero él se sintió cansado y desinteresado de improviso, Sin mirar a Maston, se levantó y se fue.

Llegó a su despacho y se sentó a la mesa. Maquinalmente, examinó el trabajo. La bandeja de su correo contenía poca cosa: algunas circulares interiores y una carta personal dirigida al señor G. Smiley, Ministerio de Defensa. La letra era desconocida: abrió el sobre y leyó la carta.

Querido Smiley:

Es importantísimo que almuerce con usted mañana en el Compleat Angler de Marlow. Por favor, haga lo posible por encontrarme allí a la una. Hay algo que tengo que decirle.

Suyo,

Samuel Fennan

La carta, escrita a máquina, llevaba fecha del día anterior, martes, tres de enero. El matasellos era de Whitehall, 6 de la tarde.

La miró obstinadamente durante varios minutos, sosteniéndola con rigidez ante sí e inclinando la cabeza hacia la izquierda. Luego dejó la carta, abrió un cajón de la mesa y sacó una sola hoja de papel en blanco. Escribió una breve carta de dimisión a Maston, y con un alfiler prendió en ella la invitación de Fennan. Tocó el timbre para que acudiera una secretaria, dejó la carta en su bandeja del correo de salida, y se dirigió al ascensor. Como de costumbre, estaba parado en el piso bajo con el carrito del té destinado al registro, y después de haber esperado un poco, empezó a bajar a pie. A medio camino recordó que se había dejado en su despacho el impermeable y algunas cosas. No importa, pensó; ya me los mandarán.

Se sentó en su coche, en el aparcamiento, mirando fijamente a través del empapado parabrisas.

No le importaba, le importaba un pito. Bien es verdad que le sorprendía. Le sorprendía que hubiera estado tan a punto de perder el dominio. Las entrevistas habían ocupado un lugar muy importante en la vida de Smiley, y desde hacía mucho llegó a considerarse inmunizado contra todas ellas: disciplinarias, académicas, médicas y religiosas. Su naturaleza reservada detestaba el carácter particular de todas las entrevistas, su intimidad opresiva, su ineludible realidad. Recordaba una cena delirantemente feliz con Ann en el «Quaglinos». Mientras cenaban, él le explicó el sistema Camaleón-Armadillo para derrotar al entrevistador.

Habían cenado a la luz de las velas: piel blanca y perlas. Bebieron coñac. Los ojos de Ann, muy abiertos y húmedos, sólo para él. Smiley hacíase el enamorado y lo hacía admirablemente bien. Ann le quería y vibraba con aquella armonía mutua.

–…Y así es como aprendí a ser un camaleón.

–¿Quieres decir que te ponías a resoplar, reptil grosero?

–No, es cuestión de color. Los camaleones cambian de color.

–Claro que cambian de color. Se ponen en las hojas verdes y se vuelven verdes. ¿Te ponías verde, sapo?

Él rozaba ligeramente las puntas de los dedos de Ann con los suyos.

–Escucha, guapa, mientras explico la técnica Smiley Camaleón-Armadillo contra el entrevistador impertinente.

Ann acercó mucho su cara a la suya, adorándole con los ojos.

–La técnica está basada en la teoría de que el entrevistador, por no querer a nadie tanto como a sí mismo, será atraído por su propia imagen. Por consiguiente, uno toma exactamente el color social, caracterológico, político e intelectual de su inquisidor.

–Pomposo sapo, pero inteligente amante.

–Silencio. A veces este método fracasa ante la idiotez o la malevolencia del inquisidor. Entonces, uno se vuelve armadillo.

–¿Y se envuelve en cinturones, sapo?

–No, se le sitúa en una posición tan incongruente para que uno sea superior a él. A mi me preparó para la confirmación un obispo jubilado, Yo era todo su rebaño, y, mediadas mis vacaciones, recibí orientación espiritual suficiente como para dirigir una diócesis. Pero a fuerza de contemplar la cara del obispo y de imaginar que bajo mi mirada se cubría toda de una piel peluda, mantuve mi supremacía. Desde entonces aumentó mi habilidad: era capaz de convertirle en mono, de dejarle atascado en ventanas de guillotina, de enviarle desnudo a banquetes masónicos, de condenarle, como a la serpiente, a arrastrarse sobre la barriga…


Perverso
amante-sapo.

Y así había sido. Pero en sus últimas entrevistas con Maston, le abandonó su capacidad de desasimiento: se enredaba demasiado en el asunto. Cuando Maston hizo las primeras jugadas, Smiley se sintió demasiado cansado y asqueado para competir. Supuso que Elsa Fennan había matado a su marido, que tuvo alguna poderosa razón y no volvió a preocuparse más de eso. El problema ya no existía: sospechas, experiencia, percepción, sentido común. Para Maston, ésos no eran los órganos de los hechos. El papel sí lo era, los ministros eran un hecho, los secretarios del Interior eran hechos sólidos. El Departamento no se interesaba por las vagas impresiones de un solo funcionario, cuando entraban en conflicto con la policía.

Smiley estaba cansado, profunda y abrumadoramente cansado. Avanzó lentamente hacia su casa. Cenaría fuera esa noche. Algo solemne. Ahora era sólo hora de almorzar: pasaría la tarde siguiendo al antiguo Oleario en su viaje hanseático a través de las tierras rusas. Luego cenaría en el «Quaglinos», y brindaría a solas por el afortunado asesino, por Elsa quizá, agradecido de que hubiese acabado con la carrera de George Smiley al mismo tiempo que con la vida de Sam Fennan.

Se acordó de recoger su ropa en la lavandería de Sloane Street, y por último entró en Bywater Street, y encontró un lugar donde aparcar unas tres casas más abajo de la suya. Se apeó con el paquete de papel pardo de la ropa lavada, cerró el coche cuidadosamente, y, movido por la costumbre, le dio la vuelta, probando todos los cierres. Seguía cayendo una lluvia ligera. Le molestó que alguien hubiera vuelto a aparcar el coche delante de su casa. Afortunadamente, la señora Chapel había cerrado la ventana de su alcoba; si no, la lluvia habría…

De repente se alertó. Algo se había movido en el cuarto de estar. Una luz, una sombra, una forma humana; algo, estaba seguro. ¿Era la vista o el instinto? ¿Le habría advertido la habilidad latente adquirida en su profesión? Algún sentido o nervio sutil, alguna remota facultad o sensibilidad le avisaba ahora, y él prestó atención al aviso.

Sin pensarlo un momento, volvió a meterse las llaves en el bolsillo del gabán, subió los escalones hasta su propia puerta y tocó el timbre.

Despertó agudos ecos por la casa. Hubo un momento de silencio, y luego llegó a oídos de Smiley el claro sonido de unos pasos que se acercaban a la puerta, firmes y confiados. El rechinar de la cadena, el chasquido del cierre Ingersoll, y la puerta se abrió, rápida y limpiamente.

Smiley no le había visto jamás. Alto, rubio, apuesto, de unos treinta y cinco años. Traje gris claro, camisa blanca y corbata plateada:
habillé en diplomate
. Alemán o sueco. Su mano izquierda permanecía indolentemente hundida en el bolsillo de la chaqueta.

Smiley le miró como pidiendo excusas.

–Buenas tardes. Por favor, ¿está el señor Smiley?

La puerta se abrió de par en par. Una ligera pausa.

–Sí. ¿No quiere pasar?

Vaciló una fracción de segundo.

–No, gracias. ¿Tendría la bondad de darle esto?

Le entregó la ropa de la lavandería, bajó los escalones y llegó al coche. Sabía que lo estaban observando. Puso en marcha el coche, giró y entró en Sloane Square sin mirar siquiera hacia la casa. En Sloane Street encontró sitio para aparcar, se metió en él y rápidamente anotó en su agenda siete números de matriculas. Eran las de los siete coches aparcados en Bywater Street.

¿Qué iba a hacer? ¿Avisar a un policía? Quienquiera que fuese, probablemente se habría ido ya. Además, había que tener en cuenta otras consideraciones. Volvió a cerrar el coche y cruzó la calle hasta una cabina telefónica. Llamó a Scotland Yard, pidió comunicación con la Rama Especial y preguntó por el inspector Mendel. Pero resultó que el inspector, después de haber dado sus informes al comisario, adelantó discretamente los placeres del retiro y se marchó para Mitcham. Tras una larga serie de mentiras, Smiley consiguió su dirección, y volvió al coche. Recorrió tres lados de una manzana para salir a Albert Bridge. Se tomó un bocadillo y un gran vaso de whisky en un bar nuevo que daba al río, y un cuarto de hora después cruzaba el puente camino de Mitcham, con la lluvia tamborileando siempre sobre su pequeño coche vulgar. Estaba preocupado, muy preocupado, en efecto.

VI. Té y comprensión

Seguía lloviendo cuando llegó. Mendel estaba en su jardín, con el sombrero más extraordinario que Smiley vio jamás. Había empezado la vida como anzac del ejército australiano y neozelandés, pero su enorme ala colgaba toda, de modo que a lo que más se parecía era a un hongo muy alto. Mendel estaba meditando sobre un tocón, con un hacha de perverso aspecto obedientemente blandida por su musculosa mano derecha.

Miró un momento a Smiley con ojos penetrantes, y luego una sonrisa cruzó lentamente su cara delgada, mientras le tendía la mano.

–Conflictos -dijo Mendel.

–Conflictos.

Smiley le siguió por el sendero hasta la casa, cómoda y de estilo muy «afueras».

–No hay fuego en el cuarto de estar: acabo de volver. ¿Qué le parece una taza de té en la cocina?

Fueron a la cocina. A Smiley le divirtió la extremada limpieza, la pulcritud casi femenina de todo lo que le rodeaba. Sólo el calendario de la policía colgado de la pared malograba la ilusión. Mientras Mendel ponía agua a hervir y se atareaba con tazas y platitos, Smiley contó con frialdad lo que había ocurrido en Bywater Street. Cuando terminó, Mendel le miró en silencio durante largo rato.

–Pero ¿por qué le invitó a entrar?

Smiley parpadeó y enrojeció un poco.

–Eso es lo que yo me pregunté. Por un momento casi me hizo perder la serenidad. Fue una suerte que tuviera el paquete.

Tomó un sorbo de té.

–Sin embargo, no creo que se dejara engañar por el paquete. Tal vez sí, pero lo dudo. Lo dudo mucho.

–¿No se engañó?

–Bueno, yo no me habría engañado. Un hombrecillo que se apea de un «Ford» y entrega a domicilio paquetes de ropa blanca… ¿Quién podría haber sido yo? Además, pregunté por Smiley y luego no quise verle. Tuvo que pensar que era bastante raro.

–Pero ¿qué buscaba? ¿Qué quería hacer con usted? ¿Quién supuso que era?

–Ése es precisamente el asunto, eso es, ya ve Creo que era a mí a quien esperaba, pero desde luego no sospechó que fuese a tocar el timbre. Le pillé desprevenido. Creo que quería liquidarme Por eso me invitó a entrar. Me reconoció, pero sin estar demasiado seguro, probablemente por una fotografía.

BOOK: Llamada para el muerto
4.04Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Nuclear Catastrophe (a fiction novel of survival) by Billig, Barbara C. Griffin, Pohnka, Bett
Passion Over Time by Natasha Blackthorne, Tarah Scott, Kyann Waters
The Thief of Time by John Boyne
Least of Evils by J.M. Gregson
A Year and a Day by Sterling, Stephanie
Solid Citizens by David Wishart
The Transmigration of Souls by Barton, William
The Gravesavers by Sheree Fitch
Blow by Daniel Nayeri