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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Llamada para el muerto (8 page)

BOOK: Llamada para el muerto
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El señor Scarr frunció el ceño sobre su whisky con jengibre. La pregunta parecía entristecerle.

–¿Qué? -dijo Mendel.

–Era, caballero, era.

–¿Qué demonios quiere decir?

Scarr levantó un poco la mano derecha y luego la dejó caer suavemente.

–Aguas turbias, caballero, aguas muy turbias.

–Oiga, tengo otras teclas que tocar y mucho más importantes que usted. No suelo tener mucha correa, ¿entendido? Me cisco en todo su tinglado. ¿Dónde está ese coche?

Scarr pareció estimar en todo su valor esas palabras.

–Ya veo por dónde va, amigo. Desea información.

–Pues claro que sí, ¡nos ha fastidiado!

–Estos tiempos son muy duros, caballero. El coste de la vida, amigo mío, es como una estrella ascendente. La información es un artículo, un artículo de comercio, ¿no?

–Dígame quién alquiló ese coche y no se morirá de hambre.

–Ahora no me muero de hambre, amigo. Quiero comer mejor.

–Uno de cinco.

Scarr terminó su bebida y dejó el vaso ruidosamente en la mesa. Mendel se levantó y le invitó a otro.

–Me lo han birlado -dijo Scarr-. Hacía años que lo alquilaba sin conductor. Por el depo.

–¿El qué?

–El depósito. Un tipo necesita un coche para un día. Se le piden veinte pavos en billetes como depósito, ¿eh? Cuando vuelve, debe cuarenta chelines, ¿me sigue? Se le da un cheque de treinta y ocho pavos, se le inscribe en los libros en la columna de gastos, y la operación nos vale uno de diez. ¿Digiere la cosa?

Mendel asintió.

–Bueno, hace tres semanas llegó un tipo. Alto él, del Norte, con cuartos, eso es. Con bastón. Pagó el depósito, se llevó el coche y no he vuelto a verle a él ni al coche. Un robo.

–¿Por qué no lo denunció a la policía?

Scarr se detuvo y tomó un sorbo del vaso. Miró tristemente a Mendel.

–Varios factores hablarían en contra de ello, caballero.

–¿Quiere decir que usted también lo había robado?

Scarr pareció escandalizado.

–He oído más tarde rumores alarmantes sobre la persona de quien conseguí el vehículo. No quiero decir más -añadió piadosamente.

–Cuando le alquiló el coche, llenó los impresos, ¿no? ¿El seguro, el recibo y todo eso? ¿Dónde están?

–Falso, todo falso. Me dio una dirección en Ealing: fui allá y no existía. No cabe duda de que el nombre era también inventado.

Mendel enrolló los billetes en el bolsillo y se los alargó a Scarr por encima de la mesa. Scarr los desenrolló y, sin la menor violencia, los contó a la vista de cualquiera que quisiera mirar.

–Sé dónde encontrarle -dijo Mendel-, y sé unas cuantas cosas sobre usted. Si lo que me ha colocado es un petardo, le voy a partir su maldito cuello.

Volvía a llover y Smiley lamentó no haberse comprado un sombrero. Cruzó la calle, entró por el callejón donde estaba el establecimiento del señor Scarr y se acercó al coche. No había nadie en la calle, y estaba extrañamente silenciosa. A doscientos metros más abajo, el Hospital General de Battersea, pequeño y nítido, lanzaba numerosos haces de luz a través de sus ventanas sin cortinas. El pavimento estaba muy mojado, y el eco de sus propios pasos era tenso e inquietante.

Llegó a la altura del primero de los dos edificios prefabricados que limitaban el solar de Scarr. Allí había un coche aparcado, con los faros encendidos. Curioso, Smiley giró abandonando el callejón y se acercó a él. Era un viejo «MG» salón, probablemente verde, o de ese color pardo que tenían antes de la guerra. La matrícula estaba iluminada apenas y cubierta de barro. Se agachó a leerla, siguiendo los signos con el índice: TRX 0891. Claro; ése era uno de los números que había apuntado aquella mañana.

Oyó unos pasos detrás de él y, se incorporó, volviéndose a medias. Había empezado a levantar el brazo cuando cayó de golpe.

Fue un golpe terrible: creyó que el cráneo se le partía en dos. Al caer, pudo notar la sangre caliente corriendo libremente sobre su oreja izquierda.

«¡Otra vez no, Dios mío, otra vez no!», pensó Smiley. Pero apenas sintió lo demás. Sólo una visión de su propio cuerpo, muy lejos, rompiéndose lentamente como una roca; agrietado y partido en fragmentos, y luego nada. Nada más que el calor de su propia sangre al deslizarse por su cara y caer sobre las escorias, y a lo lejos, los golpes de los picapedreros. Pero allí no. Mucho más lejos.

VII. El relato del señor Scarr

Mendel le miró preguntándose si estaría muerto. Vació los bolsillos de su propio abrigo y lo extendió suavemente sobre los hombros de Smiley; luego corrió, corrió como un loco hacia el hospital, empujó con violencia las puertas oscilantes del ambulatorio y penetró en el interior del hospital, brillante a todas horas. Estaba de guardia un joven médico de color. Mendel le enseñó su carnet, le gritó, lo cogió del brazo y trató de llevárselo calle abajo. El doctor sonrió pacientemente, movió la cabeza y telefoneó pidiendo una ambulancia.

Mendel echó a correr calle abajo y esperó. Pocos minutos después llegó la ambulancia, y unos hombres recogieron hábilmente a Smiley, lo metieron en ella y se lo llevaron.

«Enterradlo -pensó Mendel-. Se lo haré pagar a ese canalla.»

Se quedó allí un momento, mirando estupefacto el húmedo lugar lleno de barro y escorias donde había caído Smiley; pero el rojo fulgor de las luces traseras del coche no le descubrió nada. No había esperanza de rastro porque el suelo había sido removido por los pies de los de la ambulancia y de unos pocos inquilinos de las casas prefabricadas, que habían llegado y se habían ido como buitres fantasmas. Había lío. No les gustaban los líos.

–Canalla -susurró Mendel, y volvió lentamente al bar.

El salón se iba llenando. Scarr pedía otra bebida. Mendel le agarró por el brazo. Scarr se volvió y dijo:

–Hola, amigo, otra vez de vuelta. Tome un poco de este matarratas.

–Cierre el pico -dijo Mendel-, quiero hablar con usted. Vamos afuera.

–No puede ser, amigo, no puede ser. Estoy acompañado.

Señaló con la cabeza a una rubia de unos dieciocho años, con los labios pintados casi de blanco y un pecho improbable, que estaba sentada inmóvil en una mesa de un rincón. Sus ojos pintados tenían una permanente expresión de susto.

–Oiga -susurró Mendel-, dentro de dos segundos le voy a arrancar las orejas, embustero asqueroso.

Scarr confió su vaso al cuidado del tabernero e hizo un mutis lento y digno. No miró a la muchacha.

Entraron en el solar. El «MG» seguía allí. Mendel llevaba a Scarr firmemente sujeto del brazo, dispuesto, si era necesario, a retorcerle el antebrazo hacia atrás y romperle o dislocarle el hombro.

–Bueno, bueno -exclamó Scarr, con aparente placer-, ha vuelto al seno de sus antepasados.

–Robado, ¿eh? -dijo Mendel-. Robado por uno del Norte, alto, con bastón y que vive en Ealing. Muy decente por su parte devolverlo, ¿verdad? Un gesto amistoso después de tanto tiempo. Se ha formado una mala opinión de su cliente, Scarr. -Mendel temblaba de cólera-. ¿Y por qué están encendidas las luces? Abra la puerta.

Scarr se volvió hacia Mendel en la oscuridad, golpeándose los bolsillos con la mano libre, en busca de las llaves. Sacó un llavero con tres o cuatro, las probó y por fin abrió la puerta. Mendel entró y encendió la luz del interior del techo. Metódicamente, empezó a registrar el interior del coche. Scarr se quedó fuera esperando.

Registró de prisa, pero de modo completo: el compartimiento de los guantes, los asientos, el suelo, el borde de la ventanilla de atrás: nada. Metió la mano en la bolsa de los mapas de la portezuela y sacó un mapa y un sobre. El sobre era largo y aplastado, de color azul grisáceo, y al tacto parecía como de tela. Continental, pensó Mendel. No había nada escrito. Lo abrió rompiéndolo. Dentro había cinco billetes usados de cinco libras y un trozo de tarjeta postal sin ilustración. Mendel lo acercó a la luz y leyó el mensaje escrito con bolígrafo:

ACABADO YA. VÉNDALO

No había firma.

Salió del coche y agarró a Scarr por los codos. Scarr se echó atrás rápidamente.

–¿Qué problema tiene, amigo? -preguntó.

Mendel habló suavemente.

–No es un problema mío, Scarr, sino suyo. El mayor problema que nunca ha tenido. Conspiración de asesinos, intento de asesinato, delitos contra la ley sobre la seguridad del Estado. Y a eso puede añadir contravención a la ley de Tráfico de Carreteras, impago de impuestos y otras quince acusaciones que se me irán ocurriendo mientras usted reflexiona sobre su problema en la cama de un calabozo.

–Un momento, poli, no nos vayamos al otro lado de la luna. ¿Qué cuento es ése? ¿Quién demonios habla de asesinato?

–Escuche, Scarr, usted es un tipejo, que anda a remolque de los peces gordos, ¿no? Bueno, pues ahora usted es el pez gordo. Calculo que le va a costar quince años.

–Oiga, cierre el pico, ¿quiere?

–No, no quiero, desgraciado. Le han pillado entre dos grandes, ya ve, y usted es el cántaro. Y ¿qué voy a hacer yo? Me voy a reír hasta vomitar, mientras usted se pudre en la cárcel mirándose el mondongo. Ve el hospital, ¿eh? Ahí hay un tipo muriéndose, asesinado por su rubio del Norte. Lo han encontrado hace media hora sangrando como un cerdo en este solar. Hay otro muerto en Surrey, y, que yo sepa, hay uno en cada condado del país. Así que ése es su problema, pobre imbécil, no el mío. Otra cosa… Usted es el único que conoce quién es ese sujeto, ¿no? A lo mejor querrá darle una pasada, ¿no?

Scarr dio la vuelta lentamente al coche.

–Entre, poli -dijo.

Mendel se sentó en el asiento del conductor y abrió desde dentro la otra puerta. Scarr se sentó a su lado. No encendieron la luz.

–Por aquí no andan mal mis negocios -dijo Scarr en voz baja- y la ganancia es pequeña, pero fija. O, mejor dicho, lo era, hasta que llegó ese tío.

–¿Qué tío?

–Poco a poco, poli, no me apresure. Eso fue hace cuatro años. Yo no creía en Papá Noel hasta que le encontré. Holandés, dijo que era; del negocio de los diamantes. No voy a fingir que creyera que era un tipo decente, porque usted no se chupa el dedo y yo tampoco. Nunca pregunté lo que hacía y él nunca me lo dijo, pero supuse que era contrabando. Tenía dinero para dar y vender: se le caía de encima como las hojas en otoño. «Scarr -decía-, usted es un, hombre de negocios. No me gusta la publicidad, nunca me ha gustado, y entiendo que somos bichos del mismo pelo. Quiero un coche. No para quedarme con él, sino alquilado.» No lo dijo así, por la jerga, pero el sentido era ése. «¿Qué propuesta hace usted? -digo yo-. Venga una propuesta.» «Bueno -dice-, soy muy tímido. Quiero un coche del que nadie pueda saber nada, suponiendo que tenga un accidente. Cómpreme un coche para mí, Scarr, un bonito coche viejo que tenga algo bueno debajo del capó. Cómprelo a su nombre -dice-, y consérvelo envuelto para mí. Aquí tiene quinientos pavos para empezar, y veinte al mes por el garaje. Y además hay una prima, Scarr, por cada día que me lo lleve. Pero soy muy tímido, ya ve, y usted no me conoce. Para eso es el dinero, para que no intente conocerme», dijo. Nunca olvidaré ese día. Llovía a cántaros, y yo estaba inclinado sobre un viejo taxi que le había sacado a un tío de Wandsworth. Le debía cuarenta pavos a uno de las apuestas, y los polis estaban nerviosos con un coche que compré usado y había camuflado en Clapham.

El señor Scarr tomó aliento y volvió a soltarlo con aire de cómica resignación.

–Y ahí estaba, por encima de mí, como mi conciencia, echándome una lluvia de billetes viejos de una, como quinielas pasadas.

–¿Qué aspecto tenía? -preguntó Mendel.

–Era muy joven. Alto, un tipo guapo. Pero frío…, frío como un asilo. Nunca volví a verlo después de ese día. Me mandaba cartas con matasellos de Londres, a máquina, en papel blanco. Sólo: «Preparado el lunes por la noche», «Preparado el jueves por la noche», y así. Lo teníamos todo dispuesto. Yo dejaba el coche en el solar, con el tanque lleno de gasolina y todo arreglado. Nunca decía cuándo iba a volver. Simplemente, entraba hacia la hora de cerrar, o después, y dejaba las luces encendidas y las puertas cerradas. Metía dos libras en la bolsa de los mapas por cada día que había estado fuera.

–¿Qué pasaba si algo salía mal; si a usted se le llevaban de aquí por cualquier causa?

–Teníamos un número de teléfono. Me dijo que llamara y preguntara por un nombre.

–¿Qué nombre?

–Me dijo que yo eligiera uno. Elegí
Rubiales
. No le hizo mucha gracia, pero nos quedamos con él. Primrose cero cero nueve ocho.

–¿Lo usó alguna vez?

–Hace un par de años me fui a dar una vuelta por Margate, diez días. Pensé que sería mejor hacérselo saber. Una chica se puso al teléfono: holandesa también, por el acento. Dijo que
Rubiales
estaba en Holanda, y que ella tomaría el recado. Pero después de eso, ya no me preocupé.

–¿Por qué no?

–Empecé a darme cuenta de algunas cosas. Venía siempre una vez cada quince días, el primer y tercer martes de cada mes, excepto en enero y febrero. Esta ha sido la primera vez que ha venido en enero. Solía devolver el coche el jueves. Es raro que haya vuelto esta noche. Pero ya no se le verá el pelo, ¿verdad?

Scarr tenía en su enorme mano el trozo de postal que le había dado Mendel.

–¿Faltaba alguna vez? ¿Estaba fuera periodos largos?

–En invierno venía con menos frecuencia. En enero nunca, ni en febrero, como he dicho.

Mendel tenía todavía en la mano las cincuenta libras. Se las echó a Scarr en el regazo.

–No crea que tiene suerte. Yo no quisiera estar en su pellejo ni por diez veces esta cantidad. Volveré.

–No quería chivarme -dijo-, pero no tengo ganas de verme mezclado en nada, ya ve. No, si la vieja patria va a sufrir, ¿eh, caballero?

–Ea, cierre el pico -dijo Mendel.

Estaba cansado. Recobró la postal, salió del coche y se marchó andando hacia el hospital.

No había noticias. Smiley seguía inconsciente. Se había informado a la Criminal. Sería mejor que Mendel dejara su nombre y dirección y se fuera a casa. El hospital telefonearía tan pronto como hubiese alguna nueva noticia. Tras mucho discutir, Mendel logró que la enfermera le diese la llave del coche de Smiley.

Mitcham, decidió, era un sitio asqueroso para vivir.

VIII. Reflexiones en una sala de hospital

Detestaba la cama como quien se ahoga detesta el mar. Detestaba las sábanas que le habían aprisionado de tal modo que no podía mover ni pies ni manos.

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