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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Llamada para el muerto (9 page)

BOOK: Llamada para el muerto
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Y detestaba el cuarto porque le daba miedo. Junto a la puerta había un carrito con instrumentos, bisturíes, vendas y botellas, extraños objetos que, envueltos en lienzo blanco como para el Viático, llevaban consigo el terror de lo desconocido. Había tarros, unos altos, medio cubiertos con servilletas, erguidos como águilas blancas que esperasen desgarrarle las entrañas, otros pequeños, de cristal, con tubos de goma dentro, enroscados como serpientes. Lo detestaba todo, y tenía miedo. Tuvo calor, y el sudor le inundó; tuvo frío, y el sudor le aprisionó, serpenteando por sus costillas como sangre fría. Noche y día alternaron en él sin que Smiley los reconociera. Luchaba en una batalla inexorable contra el sueño, pues cuando cerraba los ojos, éstos parecían volver hacia dentro el caos de su cerebro, y cuando algunas veces, a fuerza de peso, sus párpados se juntaban, reunía toda su energía para separarlos a la fuerza y volver a mirar fijamente la luz pálida que oscilaba no se sabía dónde, en lo alto.

Luego llegó un bendito día en que alguien debió descorrer las cortinas y dejar entrar la luz gris del invierno. Oyó el ruido del tráfico fuera, y supo por fin que iba a vivir.

Así, el problema de la muerte volvió a ser, una vez más, algo académico, una deuda que aplazaría hasta que fuera rico y pudiera pagarla a su gusto. Era una sensación de lujo, casi de pureza. Su mente estaba prodigiosamente lúcida, destacándose, como Prometeo, sobre todo su mundo. ¿Dónde había oído esto: «La mente llega a escindirse del cuerpo; reina sobre un reino de papel…»? Le aburría la luz que tenía encima, y deseaba que hubiera algo más que mirar. Le aburrían las uvas, el olor de la miel y las flores, los bombones. Quería libros, revistas literarias. ¿Cómo no se iba a quedar atrasado en sus lecturas si no le daban libros? En realidad, se había investigado muy poco sobre el período que le interesaba, eran muy pocas las críticas constructivas sobre el siglo xvii.

Tres semanas después permitieron a Mendel que lo viera. Entró con un sombrero nuevo y un libro sobre las abejas. Dejó el sombrero a los pies de la cama y el libro en la mesilla. Sonreía.

–Le he comprado un libro -dijo- sobre las abejas. Son unos insectos muy listos. Quizá le interese.

Se había sentado en el borde de la cama.

–Tengo un sombrero nuevo. Elegante, de veras. Celebro mi retiro.

–¡Ah, sí! Se me había olvidado. También usted está en conserva.

Los dos rieron, y volvieron a quedar en silencio.

Smiley parpadeó.

–Me temo que no le veo muy claro en este momento. No me dejan usar mis viejas gafas. Me van a proporcionar otras nuevas. -Hizo una pausa-. No sabe quién me hizo esto, ¿verdad?

–Quizá. Depende. Creo que tengo una pista. No sé bastante, eso es lo malo. Me refiero a su trabajo. ¿Le dice algo la Misión Siderúrgica de la Alemania Oriental?

–Sí, creo que sí. Vinieron aquí hace cuatro años a intentar meter un pie en la Cámara de Comercio.

Mendel le informó de sus tratos con el señor Scarr.

–…Dijo que era holandés. El único modo que tenía Scarr de entrar en contacto con él era llamando a un número en Primrose. Busqué el abonado: la Misión Siderúrgica de la Alemania Oriental, en Belsize Park. Envié a un tipo a olfatear por ahí. Habían desaparecido. Nada en absoluto, ni muebles, ni nada. Sólo el teléfono, y lo habían arrancado de la conexión.

–¿Cuándo se marcharon?

–El tres de enero. El mismo día que mataron a Fennan.

Miró enigmáticamente a Smiley. Smiley reflexionó un minuto y dijo:

–Busque a Peter Guillam en el Ministerio de Defensa, y tráigale aquí mañana; aunque sea agarrado por el cuello.

Mendel cogió el sombrero y se dirigió a la puerta.

–Adiós -dijo Smiley-, gracias por el libro.

–Hasta mañana -dijo Mendel, y se fue.

Smiley volvió a recostarse en la cama. Le dolía la cabeza. Maldita sea, pensó, no le he dado las gracias por la miel. Y la ha comprado cara en «Fortnums».

¿Por qué la llamada telefónica de por la mañana? Eso era lo que le intrigaba más que cualquier otra cosa. Era una idiotez, sin duda, suponía Smiley, pero de todas las cosas inexplicables del caso, eso era lo que más le preocupaba.

La explicación de Elsa Fennan había sido muy estúpida, evidentemente inverosímil. Ann, sí; ella hubiese puesto patas arriba a la Central de Teléfonos, si se le hubiera antojado, pero, Elsa Fennan, no. En aquella carita alerta e inteligente, en su aire de total independencia no había nada que apoyase la ridícula pretensión de ser aturdida. Podía haber dicho que la Central se había equivocado, que no era para ese día, cualquier cosa, Fennan, sí; ése sí que era distraído. Esa era una de las extrañas contradicciones de su carácter, que salió a la luz en las investigaciones efectuadas antes de la entrevista. Voraz lector de novelas del Oeste y apasionado jugador de ajedrez, músico y filósofo a ratos libres, era hombre de pensamiento profundo, pero distraído. Una vez hubo un lío terrible porque se había llevado unos documentos secretos del Foreign Office, y resultó que se los había metido en la cartera con el
Times
y el periódico de la tarde, antes de volver a su casa en Walliston.

¿Acaso Elsa, en su pánico, había tomado sobre sí el propósito de proteger a su marido? ¿O el motivo de su marido? ¿Habría pedido Fennan la llamada para acordarse de algo, y Elsa habría tomado prestado el motivo? Entonces, ¿qué necesitaría Fennan que le recordaran… y qué se esforzaba en ocultar su mujer con tanto empeño?

Samuel Fennan. El mundo nuevo y el viejo se reunían en él. El eterno judío, culto, cosmopolita, con decisión propia, diligente y sensible; para Smiley, enormemente atractivo. Hijo de su siglo; perseguido, como Elsa, y expulsado de su Alemania adoptiva a la Universidad inglesa. A pura fuerza de capacidad, había apartado a un lado las desventajas y los prejuicios, para acabar entrando por fin en el Foreign Office. Fue un logro notable, debido solamente a su brillante personalidad. Y si era un poco vanidoso, un poco reacio a inclinarse a las decisiones de mentes más pedestres que la suya, ¿quién podía censurarlo? Hubo cierto alboroto cuando Fennan se declaró a favor de una Alemania dividida, pero eso lo hizo saltar todo: se le trasladó a un despacho de asuntos asiáticos, y se olvidó la cuestión. En lo demás, había sido generoso hasta el exceso, y favorito tanto en Whitehall como en Surrey, donde todos los fines de semana dedicaba varias horas a obras de beneficencia. Su gran afición era esquiar. Todos los años tomaba sus vacaciones de una sola vez y pasaba seis semanas en Suiza y Austria. A Alemania sólo había ido -lo recordaba Smiley- una sola vez, con su mujer, hacía unos cuatro años.

Fue bastante normal que Fennan se uniera a la izquierda en Oxford. Era el gran período de luna de miel del comunismo con la Universidad, y las causas defendidas, bien lo sabe Dios, estaban muy cerca del corazón de Fennan. El crecimiento del fascismo en Alemania e Italia, la invasión japonesa de Manchuria, la crisis de América, y, sobre todo, la ola de antisemitismo que barría Europa: era inevitable que Fennan buscara un escape a su cólera y su indignación. Además, el partido era entonces respetable: el fracaso del partido laborista y del Gobierno de coalición había convencido a muchos intelectuales de que sólo los comunistas podían ofrecer una alternativa eficaz al capitalismo, y al fascismo. Estaba entonces candente aquella excitación, un aire de conspiración y camaradería que debió atraer a la vehemencia del carácter de Fennan y darle consuelo en su soledad. Se hablaba de ir a España. Algunos, en efecto, habían ido, como Cornford, de Cambridge, para no volver jamás.

Smiley podía imaginarse a Fennan en aquellos días, inflamado y grave, aportando a sus compañeros la experiencia del sufrimiento real, veterano entre novatos. Habían muerto sus padres: su padre fue un banquero que tuvo la previsión de abrir una cuentecita en Suiza. No había mucho en ella, pero bastó para permitirle pasar por Oxford y protegerle del frío viento de la miseria.

Smiley recordaba muy bien esa entrevista con Fennan; una entre tantas, pero diferente. Diferente a causa del lenguaje. Fennan era muy elocuente, muy rápido, muy seguro.

–El mejor día -había dicho- fue cuando llegaron los mineros. Venían del Rhondda, ya sabe, y a los camaradas les pareció que el Espíritu de la Libertad bajaba con ellos desde las montañas. Era una marcha de hambrientos. Al grupo no pareció ocurrírsele jamás que los de la marcha pudieran tener hambre realmente, pero a mi se me ocurrió. Alquilamos un camión y las chicas prepararon toneladas de carne estofada. Un carnicero comprensivo nos proporcionó la carne barata en el mercado. Con el camión salimos a su encuentro. Se comieron el estofado y siguieron adelante. En realidad, no les caímos simpáticos, ya ve, no se fiaban de nosotros. -Se rió-. Eran tan pequeños- Eso es lo que mejor recuerdo…, pequeños y oscuros, como duendes. Esperábamos que cantasen, y cantaron. Pero no para nosotros; sólo para ellos. Esa fue la primera vez que conocía unos galeses. Creo que esto me hizo comprender mejor mi propia raza… Soy judío, ya sabe.

Smiley había asentido.

–Cuando se marcharon los galeses no supieron qué hacer. ¿Qué va a hacer uno cuando un sueño se ha vuelto real? Entonces se dieron cuenta de por qué al partido no le importaban mucho los intelectuales. Creo que se sintieron poca cosa, y avergonzados, sobre todo. Avergonzados de sus camas y sus cuartos, de sus panzas llenas y sus agudos ensayos. Avergonzados de su propio talento y de su sentido del humor. Siempre hablaban de cómo Keir Hardie había aprendido taquigrafía él solo con un trozo de tiza en la pared de carbón, ya ve. Estaban avergonzados de tener lápices y papel. Pero no sirve para nada tirarlos, ¿verdad? Eso es lo que acabé por aprender. Supongo que por eso dejé el partido.

Smiley quería preguntarle qué impresiones había tenido el propio Fennan, pero Fennan continuaba hablando. No compartió nada con ellos: había llegado a comprenderlo bien. No eran hombres, sino niños que soñaban con las hogueras de la libertad, la música de los gitanos y con un solo mundo del mañana; que cabalgaban en caballos blancos para cruzar el golfo de Vizcaya, o, con placer infantil, compraban cerveza para invitar a unos galeses muertos de hambre; niños que no tenían fuerza para resistir el sol de Oriente, y, obedientemente, volvían hacia él sus cabezas despeinadas. Se querían mucho unos a otros y creían querer a la humanidad; se peleaban unos con otros y creían pelear contra el mundo.

Pronto le parecieron cómicos y conmovedores. Le hubiese dado lo mismo que hicieran calcetines de punto para los soldados. La desproporción entre el sueño y la realidad le indujo a un examen cercano de ambas cosas: dedicó toda su energía a estudios de filosofía y de historia, y, con sorpresa suya, halló consuelo y paz en la pureza intelectual del marxismo. Saboreó su inexorabilidad intelectual, se excitó con su falta de miedo, con su teórica inversión de los valores tradicionales. Al fin, fue eso, y no el partido, lo que le dio fuerzas en su soledad: una filosofía que exigía sacrificio total a una fórmula inexpugnable, que le humillaba e inspiraba; y cuando, por fin, encontró éxito, prosperidad y aceptación social, volvió la espalda tristemente a un tesoro que se le había quedado pequeño y que tenía que dejar en Oxford con los días de su juventud.

Así era cómo lo había descrito Fennan y cómo lo entendió Smiley. Tenía poco que ver con el relato de ira y resentimiento que Smiley había llegado a esperar de tales entrevistas, pero (quizá a causa de eso) parecía más auténtico. Había otra cosa en esa entrevista: la convicción de Smiley de que Fennan había dejado algo importante por decir.

¿Había alguna relación directa entre el incidente en Bywater Street y la muerte de Fennan? Smiley se reprochaba por haberse dejado llevar por su imaginación. Vistas las cosas en perspectiva, no había sino la sucesión de los acontecimientos, nada que sugiriese que Fennan y Smiley formaban parte de un solo problema.

La sucesión de los acontecimientos, es verdad, pero también el peso de la intuición de Smiley, su experiencia o como quiera llamarse: ese sexto sentido que le había hecho tocar el timbre y no usar la llave; ese sentido, que, sin embargo, no le previno de que había un asesino en la noche, acechando con un trozo de tubería de plomo.

La entrevista no había tenido nada de solemne, eso era cierto. El paseo por el parque le recordó más Oxford que Whitehall. El paseo por el parque, el café en Millbank… Sí, también hubo una diferencia de procedimiento, pero ¿qué había representado? Un funcionario del Foreign Office paseando por el parque, hablando seriamente con un hombrecillo anónimo… ¡A no ser que el hombrecillo no fuera anónimo!

Smiley cogió un libro de bolsillo y empezó a escribir con lápiz en una guarda:

«Supongamos lo que no está en absoluto demostrado: que el asesinato de Fennan y el intento de asesinato de Smiley están en relación. ¿Qué circunstancias vinculaban a Smiley con Fennan antes de la muerte de éste?

»1.º Antes de la entrevista del lunes 2 de enero, yo nunca había visto a Fennan. Leí su expediente en el Departamento, e hice algunas averiguaciones preliminares.

»2.° El 2 de enero fui solo al Foreign Office, en taxi. El Foreign Office concertó la entrevista, pero, lo repito, no sabía por adelantado quién la celebraría. Por tanto, Fennan no tenía conocimiento previo de mi identidad, ni nadie más, fuera del Departamento.

»3.º La entrevista se dividió en dos partes: la primera en el Foreign Office, cuando la gente pasaba errando a través del despacho sin fijarse en nosotros, y la segunda fuera, cuando cualquiera podía vernos.»

¿Qué se deducía? Nada, a no ser…

Sí, ésa era la única conclusión posible. A no ser que alguien que les viera juntos reconociera no sólo a Fennan, sino también a Smiley, y le inquietara violentamente verle juntos.

¿Por qué? ¿En qué resultaba peligroso Smiley? De repente sus ojos se abrieron mucho. Desde luego…, en una sola cosa, de un solo modo…, como agente de los servicios de seguridad.

Dejó el lápiz.

Entonces, el que mató a Sam Fennan, tenía empeño en que no hablara con un funcionario de los servicios de seguridad. Alguien del Foreign Office, quizá. Pero, esencialmente, alguien que también conocía a Smiley. ¿Alguien que Fennan hubiera conocido como comunista en Oxford, alguien que temiera ser descubierto, que pensara que Fennan iba a hablar, que acaso ya había hablado? Y si ya había hablado, entonces, desde luego, había que matar a Smiley; matarlo en seguida antes de que pudiera presentar su informe.

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