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Authors: Mircea Eliade

Tags: #Ensayo, Religión

Lo sagrado y lo profano (3 page)

BOOK: Lo sagrado y lo profano
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Por el contrario, para la experiencia profana, el espacio es homogéneo y neutro: ninguna ruptura diferencia cualitativamente las diversas partes de su masa. El espacio geométrico puede ser señalado y delimitado en cualquier dirección posible, mas ninguna diferenciación cualitativa, ninguna orientación es dada por su propia estructura. Evidentemente, es preciso no confundir el
concepto
del espacio geométrico, homogéneo y neutro, con la
experiencia
del espacio «profano», que se opone a la experiencia del espacio sagrado y que es la única que interesa a nuestro propósito. El
concepto
del espacio homogéneo y la historia de este concepto (pues ya lo había adquirido el pensamiento filosófico y científico desde la antigüedad) constituye un problema muy distinto, que no abordamos. Lo que interesa a nuestra investigación es la
experiencia
del espacio tal como la vive el hombre
no-religioso
, el hombre que rechaza la sacralidad del Mundo, que asume únicamente una existencia «profana», depurada de todo presupuesto religioso.

Inmediatamente se impone añadir que una existencia profana de semejante índole jamás se encuentra en estado puro. Cualquiera que sea el grado de desacralización del Mundo al que haya llegado, el hombre que opta por una vida profana no logra abolir del todo el comportamiento religioso. Habremos de ver que incluso la existencia más desacralizada sigue conservando vestigios de una valoración religiosa del Mundo.

De momento dejemos de lado este aspecto del problema y ciñámonos a comparar las dos experiencias en cuestión: la del espacio sagrado y la del espacio profano. Recuérdense las implicaciones de la primera: la revelación de un espacio sagrado permite obtener «un punto fijo», orientarse en la homogeneidad caótica, «fundar el Mundo» y vivir
realmente
. Por el contrario, la experiencia profana mantiene la homogeneidad y, por consiguiente, la relatividad del espacio. Toda orientación
verdadera
desaparece, pues el «punto fijo» no goza ya de un estatuto ontológico único: aparece y desaparece según las necesidades cotidianas. A decir verdad, ya no hay «Mundo», sino tan sólo fragmentos de un universo roto, la masa amorfa de una infinidad de «lugares» más o menos neutros en los que se mueve el hombre bajo el imperio de las obligaciones de toda existencia integrada en una sociedad industrial.

Y, sin embargo, en esta experiencia del espacio profano siguen interviniendo valores que recuerdan más o menos la no-homogeneidad que caracteriza la experiencia religiosa del espacio. Subsisten lugares privilegiados, cualitativamente diferentes de los otros: el paisaje natal, el paraje de los primeros amores, una calle o un rincón de la primera ciudad extranjera visitada en la juventud. Todos estos lugares conservan, incluso para el hombre más declaradamente no-religioso, una cualidad excepcional, «única»: son los «lugares santos» de su Universo privado, tal como si este ser no-religioso hubiera tenido la revelación de otra
realidad
distinta de la que participa en su existencia cotidiana.

No perdamos de vista este ejemplo de comportamiento «cripto-religioso» del hombre profano. Habremos de tener ocasión de volvernos a encontrar con otras ilustraciones de esta especie de degradación y de desacralización de valores y comportamientos religiosos. Más adelante nos daremos cuenta de su significación profunda.

2

Teofanía y signos

Para poner en evidencia la no-homogeneidad del espacio, tal como la vive el hombre religioso, se puede recurrir a un ejemplo trivial: una iglesia en una ciudad moderna. Para un creyente esta iglesia participa de otro espacio diferente al de la calle donde se encuentra. La puerta que se abre hacia el interior de la iglesia señala una solución de continuidad. El umbral que separa los dos espacios indica al propio tiempo la distancia entre los dos modos de ser: profano y religioso. El umbral es a la vez el hito, la frontera, que distingue y opone dos mundos y el lugar paradójico donde dichos mundos se comunican, donde se puede efectuar el tránsito del mundo profano al mundo sagrado.

Una función ritual análoga corresponde por derecho propio al umbral de las habitaciones humanas, y por ello goza de tanta consideración. Son muchos los ritos que acompañan al franqueamiento del umbral doméstico. Se le hacen reverencias o prosternaciones, se le toca piadosamente con la mano, etc. El umbral tiene sus «guardianes»: dioses y espíritus que defienden la entrada, tanto de la malevolencia de los hombres, cuanto de las potencias demoníacas y pestilenciales. Es en el umbral donde se ofrecen sacrificios a las divinidades tutelares. Asimismo es ahí donde ciertas culturas paleo-orientales (Babilonia, Egipto, Israel) situaban el juicio. El umbral, la puerta, muestran de un modo inmediato y concreto la solución de continuidad del espacio; de ahí su gran importancia religiosa, pues son a la vez símbolos y vehículos del tránsito.

Desde este momento se comprende por qué la iglesia participa de un espacio radicalmente distinto al de las aglomeraciones humanas que la circundan. En el interior del recinto sagrado queda trascendido el mundo profano. En los niveles más arcaicos de cultura esta posibilidad de trascendencia se expresa por las diferentes
imágenes de una abertura
: allí, en el recinto sagrado, se hace posible la comunicación con los dioses; por consiguiente, debe existir una «puerta» hacia lo alto por la que puedan los dioses descender a la Tierra y subir el hombre simbólicamente al Cielo. Hemos de ver en seguida que tal ha sido el caso de múltiples religiones. El templo constituye, propiamente hablando, una «abertura» hacia lo alto y asegura la comunicación con el mundo de los dioses.

Todo espacio sagrado implica una hierofanía, una irrupción de lo sagrado que tiene por efecto destacar un territorio del medio cósmico circundante y el de hacerlo cualitativamente diferente. Cuando, en Jarán, Jacob vio en sueños la escala que alcanzaba el Cielo y por la cual los ángeles subían y bajaban, y escuchó en lo alto al Señor, que decía: «Yo soy el Eterno, el Dios de Abraham», se despertó sobrecogido de temor y exclamó: «¡Qué terrible es este lugar! Es aquí donde está la casa de Dios. Es aquí donde está la puerta de los Cielos.» Y cogió la piedra que le servía de almohada y la erigió en monumento y derramó aceite sobre su extremo. Llamó a este lugar Bethel, es decir, «Casa de Dios»
(Génesis
, XXVIII, 12-19). El simbolismo contenido en la expresión «Puerta de los Cielos» es rico y complejo: la teofanía consagra un lugar por el hecho mismo de hacerlo «abierto» hacia lo alto, es decir, comunicante con el Cielo, punto paradójico de tránsito de un modo de ser a otro. Pronto encontraremos ejemplos todavía más precisos: santuarios que son «Puertas de los Cielos», lugares de tránsito entre el Cielo y la Tierra.

A menudo ni siquiera se precisa una teofanía o una hierofanía propiamente dichas: un
signo
cualquiera basta para indicar la sacralidad del lugar. «Según la leyenda, el morabito que fundó El-Hemel se detuvo, a finales del siglo XVI, para pasar la noche cerca de la fuente y clavó un bastón en el suelo. A la mañana siguiente, al querer cogerlo de nuevo para proseguir su camino, encontró que había echado raíces y que de él habían brotado retoños. En ello vio el indicio de la voluntad de Dios y estableció su morada en aquel lugar»
[1]
. Y es que el
signo
portador de significación religiosa introduce un elemento absoluto y pone fin a la relatividad y a la confusión.
Algo
que no pertenece a este mundo se manifiesta de manera apodíctica y, al hacerlo así, señala una orientación o decide una conducta.

Cuando no se manifiesta ningún signo en los alrededores, se
provoca
su aparición. Se practica, por ejemplo, una especie de
evocatio
sirviéndose de animales: son ellos los que
muestran
qué lugar es susceptible de acoger al santuario o al pueblo. Se trata, en suma, de una evocación de fuerzas o figuras sagradas, que tiene como fin inmediato la
orientación
en la homogeneidad del espacio. Se pide un
signo
para poner fin a la tensión provocada por la relatividad y a la ansiedad que alimenta la desorientación; en una palabra: para encontrar un
punto de apoyo
absoluto. Un ejemplo: se persigue a un animal salvaje, y en el lugar donde se le abate se erige el santuario, o bien se da suelta a un animal doméstico —un toro, por ejemplo—, pasados unos días se va en su búsqueda y se le sacrifica en el lugar donde se le encuentra. A continuación se erigirá un altar y alrededor de este altar se construirá el pueblo. En todos estos casos son los animales los que revelan la sacralidad del lugar: los hombres, según eso, no tienen libertad para
elegir
el emplazamiento sagrado. No hacen sino buscarlo y descubrirlo mediante la ayuda de signos misteriosos.

Este puñado de ejemplos nos ha mostrado los diferentes medios por los cuales recibe el hombre religioso la revelación de un lugar sagrado. En cada uno de estos casos, las hierofanías anulan la homogeneidad del espacio y revelan un «punto fijo». Pero, habida cuenta de que el hombre religioso no puede vivir sino en una atmósfera impregnada de lo sagrado, es de esperar la existencia de multitud de técnicas para consagrar el espacio. Según hemos visto, lo sagrado es lo
real
por excelencia, y a la vez potencia, eficiencia, fuente de vida y de fecundidad. El deseo del hombre religioso de vivir en lo
sagrado
equivale, de hecho, a su afán de situarse en la realidad objetiva, de no dejarse paralizar por la realidad sin fin de las experiencias puramente subjetivas, de vivir en un mundo real y eficiente y no en una ilusión. Tal comportamiento se verifica en todos los planos de su existencia, pero se evidencia sobre todo en el deseo del hombre religioso de moverse en un mundo santificado, es decir, en un espacio sagrado. Esta es la razón que ha conducido a elaborar técnicas de
orientación
, las cuales, propiamente hablando, son técnicas de
construcción
del espacio sagrado. Mas no se debe creer que se trata de un trabajo
humano
, que es su propio esfuerzo lo que permite al hombre consagrar un espacio. En realidad, el ritual por el cual construye un espacio sagrado es eficiente en la medida que reproduce la obra de los dioses. Pero para comprender mejor la necesidad de construir ritualmente el espacio sagrado hay que hacer cierto hincapié en la concepción tradicional del «Mundo». Inmediatamente se adquirirá conciencia de que todo «mundo» es para el hombre religioso un «mundo sagrado».

3

Caos y Cosmos

Lo que caracteriza a las sociedades tradicionales es la oposición que tácitamente establecen entre su territorio habitado y el espacio desconocido e indeterminado que les circunda: el primero es el «Mundo» (con mayor precisión: «nuestro mundo»), el Cosmos; el resto ya no es un Cosmos, sino una especie de «otro mundo», un espacio extraño, caótico, poblado de larvas, de demonios, de «extranjeros» (asimilados, por lo demás, a demonios o a los fantasmas). A primera vista, esta ruptura en el espacio parece debida a la oposición entre un territorio habitado y organizado; por tanto, «cosmizado», y el espacio desconocido que se extiende allende sus fronteras: de un lado se tiene un «Cosmos», del otro, un «Caos». Pero se verá que, si todo territorio habitado es un Cosmos, lo es precisamente por haber sido consagrado previamente, por ser, de un modo u otro, obra de los dioses, o por comunicar con el mundo de éstos. El «Mundo» (es decir, «nuestro mundo») es un universo en cuyo interior se ha manifestado ya lo sagrado y en el que, por consiguiente, se ha hecho posible y repetible la ruptura de niveles.

Todo esto se desprende con meridiana claridad del ritual védico de toma de posesión de un territorio: la posesión adquiere validez legal por la erección de un altar del fuego consagrado a Agni: «Se dice que está instalado cuando se ha construido un altar de fuego
(garha-patya)
, y todos los que construyen el altar de fuego quedan legalmente establecidos»
(çatapatha Bráhamana, VI, i
, I, 1-4). Por la erección del altar del fuego, Agni se hace presente y la comunicación con el mundo de los dioses queda asegurada: el espacio del altar se convierte en un espacio sagrado. Con todo, la significación del ritual es mucho más compleja, y si se tienen en cuenta todas sus articulaciones, se comprende el porqué la consagración de un territorio equivale a su cosmización. En efecto, la erección de un altar a Agni no es sino la reproducción, a escala microcósmica, de la Creación. El agua en la que se amasa la arcilla se asimila al Agua primordial; la arcilla que sirve de base al altar simboliza la Tierra; las paredes laterales representan la Atmósfera, etc. Y la construcción se acompaña de cánticos que proclaman explícitamente qué región cósmica se acaba de crear
(çatapatha Bráhamana
, I, ix, 2, 29, etc.). En una palabra: la erección de un altar del fuego, lo único que da validez a la toma de posesión de un territorio, equivale a una cosmogonía.

Un territorio desconocido, extranjero, sin ocupar (lo que quiere decir con frecuencia: sin ocupar por «los nuestros»), continúa participando de la modalidad fluida y larvaria del «Caos». Al ocuparlo y, sobre todo, al instalarse en él, el hombre lo transforma simbólicamente en Cosmos por una repetición ritual de la cosmogonía. Lo que ha de convertirse en «nuestro mundo» tiene que haber sido «creado» previamente, y toda creación tiene un modelo ejemplar: la Creación del Universo por los dioses. Los colonos escandinavos, cuando tomaron posesión de Islandia
(land-náma
) y la roturaron, no consideraban esta empresa ni como una obra original, ni como un trabajo humano y profano. Para ellos, su labor no era más que la repetición de un acto primordial: la transformación del Caos en Cosmos por el acto divino de la Creación. Al trabajar la tierra desértica, repetían simplemente el acto de los dioses que habían organizado el Caos dándole una estructura, formas y normas
[2]
. Trátese de roturar una tierra inculta o de conquistar y de ocupar un territorio ya habitado por «otros» seres humanos: la toma de posesión ritual debe en uno u otro caso repetir la cosmogonía. En la perspectiva de las sociedades arcaicas, todo lo que no es «nuestro mundo» no es todavía «mundo». No puede hacer uno «suyo» un territorio si no le crea de nuevo, es decir, si no le consagra. Este comportamiento religioso con respecto a las tierras desconocidas se prolongó, incluso en Occidente, hasta la aurora misma de los tiempos modernos. Los «conquistadores» españoles y portugueses tomaban posesión, en nombre de Jesucristo, de los territorios que habían descubierto y conquistado. La erección de la Cruz consagraba la comarca, equivalía, en cierto modo, a un «nuevo nacimiento»: por Cristo, «las cosas viejas han pasad\1\2 he aqui que todas las cosas se han hecho nuevas» (II
Corintios
, 17). El país recién descubierto quedaba «renovado», «recreado» por la Cruz.

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