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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

Los Borgia (2 page)

BOOK: Los Borgia
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Era un hombre apuesto y de gran corpulencia, cuya estatura le permitía cargar con su peso con dignidad. Sus oscuros ojos a menudo brillaban, divertidos; su nariz, aun siendo grande, no resultaba ofensiva y sus labios, plenos, sensuales y casi siempre sonrientes, le conferían un aspecto generoso. Pero era su magnetismo, esa energía intangible que irradiaba, lo que hacía que todo el mundo coincidiera en afirmar que era uno de los hombres más atractivos de Roma.

—Si quieres te dejo mi sitio, Ces —le dijo Lucrecia a su hermano con una voz tan cristalina que el cardenal no pudo evitar volverse hacia ella, fascinado. Lucrecia tenía los brazos cruzados delante del pecho y sus largos tirabuzones rubios colgaban libres sobre sus hombros. Su rostro angelical albergaba un gesto de absoluta determinación.

—¿Es que ya no quieres coger la mano de tu padre? —preguntó el cardenal, fingiendo un puchero.

—No lloraré si no lo hago —dijo ella, Ni tampoco me enfadaré.

—No seas burra, Crecia —dijo César con afecto—. Juan se está comportando como un bebé. Puede defenderse solo. No necesita que lo ayudes —añadió. Después miró con aversión a su hermano, quien se apresuró a secarse las lágrimas con la suave manga de su blusón de seda.

El cardenal despeinó cariñosamente a Juan. —No debes llorar, hijo mio. Puedes seguir cogiéndome la mano —lo tranquilizó. Después se giró hacia César—: Y tú, mi pequeño guerrero, coge mi otra mano. —Finalmente miró a Lucrecia—: ¿Y tú, mi dulce niña? ¿Qué voy a hacer contigo?.

El cardenal observó con agrado el gesto impertérrito de su hija, que no dejaba traslucir el menor sentimiento, y sonrió con satisfacción.

—Desde luego, nadie puede negar que seas hija mía. Como recompensa a tu generosidad y a tu valor, ocuparás el lugar de honor.

Y, sin más, se agachó, levantó a su hija en el aire y la sentó sobre sus hombros. Lucrecia parecía una hermosa corona sobre la cabeza del cardenal. Rodrigo Borgia rió con sincera felicidad y siguió caminando junto a sus tres hijos.

El cardenal instaló a sus hijos en el palacio de Orsini, frente a su residencia en el Vaticano, donde su prima, la viuda Adriana Orsini, se encargaría de sus cuidados. Poco tiempo después, cuando Orso, el joven hijo de Adriana, se comprometió en matrimonio a los trece años, su prometida, Julia Farnesio, de quince, se trasladó al palacio para ayudar a Adriana a cuidar de los hijos del cardenal.

Aunque los tres niños quedaron desde ese momento bajo la tutela del cardenal, siguieron visitando asiduamente a su madre, que, tras enviudar, había contraído matrimonio por tercera vez; en esta ocasión, con Carlo Canale. Al igual que había elegido a sus anteriores esposos, Rodrigo Borgia había elegido a Canale para ofrecerle a Vanozza la protección y la reputación de un hogar respetable. El cardenal siempre había sido generoso con ella; además, lo que Vanozza no había recibido de él lo había heredado de sus dos primeros esposos. Al contrario que las frívolas cortesanas que mantenían muchos miembros de la aristocracia, Vanozza era una mujer práctica a la que Rodrigo admiraba sinceramente. Tenía varias posadas bien regentadas y algunas tierras que le proporcionaban una renta considerable. Además, como era una mujer piadosa, había sufragado la construcción de una capilla dedicada a la Virgen, donde llevaba a cabo sus oraciones diarias.

A Vanozza y el cardenal les seguía uniendo una sincera amistad, aunque tras diez años de relación, su mutua pasión había acabado por enfriarse.

Vanozza no tardó en separarse de Jofre, pues la marcha de sus hermanos lo sumió en tal desconsuelo que su madre no tuvo más remedio que enviarlo al palacio de Orsini. Y así fue como los cuatro hijos de Rodrigo Borgia pasaron al cuidado de Adriana Orsini.

Como correspondía a los hijos de un cardenal, los niños fueron instruidos por los tutores de mayor prestigio de Roma. Estudiaron humanidades, astronomía, astrología e historia y aprendieron distintos idiomas, entre los cuales se incluían el español, el francés, el inglés y, por supuesto, el latín, la lengua de la Iglesia. César destacó desde el principio por su inteligencia y su naturaleza competitiva, aunque fue Lucrecia quien demostró poseer mayor talento.

El cardenal, aconsejado por Adriana, dispuso que Lucrecia dedicara su infancia a las musas y que recibiera su educación de manos de los mismos tutores que sus hermanos. Así, Lucrecia, que amaba sinceramente las artes, aprendió a tocar el laúd y la técnica del dibujo, del baile y del bordado, sobresaliendo en el empleo del hilo de plata y oro y en la composición poética. Pasaba largas horas componiendo versos de éxtasis divino y, en ocasiones, también de amor terrenal. Encontraba especial inspiración en los santos, que a menudo llenaban su corazón hasta el punto de dejarla sin habla.

Como era su obligación, no tardó en desarrollar todos aquellos encantos y talentos que aumentarían su valor a la hora de forjar las alianzas matrimoniales con las que la familia Borgia esperaba beneficiarse en el futuro.

Julia Farnesio la mimaba como si fuera su hermana pequeña y Adriana y el propio cardenal la colmaban de atenciones, por lo que Lucrecia creció feliz y con una disposición complaciente. Curiosa por naturaleza y de carácter afable, Lucrecia, que sentía aversión por los enfrentamientos, siempre hizo todo lo posible por conservar la armonía familiar.

Un hermoso domingo, después de cantar la misa mayor en la vieja basílica de San Pedro, el cardenal Borgia invitó a sus hijos a reunirse con él en sus aposentos privados. Se trataba de un gesto osado y excepcional, pues, en los tiempos del papa Inocencio, todos los hijos de un clérigo eran considerados oficialmente como sobrinos. Reconocer abiertamente su paternidad podía poner en peligro el ascenso del cardenal en la jerarquía eclesiástica. Aunque era de dominio público que los cardenales, e incluso los papas, tenían hijos, mientras ese hecho se mantuviera oculto bajo el manto de la "familia" y la verdadera condición filial sólo se mencionase en documentos privados, el honor asociado al cargo eclesiástico permanecería intacto. Pero el cardenal no era un hombre dado a la hipocresía, aunque, por supuesto, había ocasiones en las que se veía obligado a adornar la realidad. Pero eso era algo lógico, pues, después de todo, Rodrigo Borgia era un hombre que vivía de la diplomacia.

Para tan especial ocasión, Adriana había vestido a los niños con sus mejores galas: César, de satén negro; Juan, de seda blanca, y Jofre, que tan sólo tenía dos años, de terciopelo azul con ricos bordados.

Lucrecia, por su parte, llevaba un largo vestido de encaje color melocotón y una pequeña diadema con piedras preciosas.

El cardenal estaba leyendo un documento oficial que le había traído de Florencia su consejero, Duarte Brandao, un hombre alto y delgado con una larga melena negra y delicadas facciones que solía conducirse con gentileza y amabilidad, aunque en Roma se decía que no existía cólera como la suya cuando se topaba con la deslealtad o la insolencia. El documento estaba relacionado con el fraile dominico al que se conocía como Savonarola. Se rumoreaba que era un profeta imbuido por el Espíritu Santo. Para el cardenal suponía una seria amenaza, pues los ciudadanos de Florencia se peleaban por escuchar sus sermones y seguían sus dictados con gran fervor, Savonarola era un orador elocuente, cuyos encendidos sermones a menudo giraban en torno a los excesos carnales y financieros del papado.

—No debemos perder de vista a ese fraile —dijo el cardenal—. Son muchas las grandes familias que han caído a causa de las palabras de hombres insignificantes que creen estar en posesión de la verdad divina. Savonarola no sería el primer fanático que destrona a un rey.

Duarte se acarició el bigote con el dedo índice mientras meditaba sobre las palabras de Rodrigo Borgia.

—He oído que ese fraile también dirige su ira contra los Médicis. Y, al parecer, los ciudadanos de Florencia aplauden sus críticas.

Ambos hombres interrumpieron su conversación al oír entrar a los hijos del papa. Duarte Brandao les dio la bienvenida con una reverencia y se retiró en silencio.

Lucrecia corrió a los brazos de su padre mientras sus hermanos aguardaban junto a la puerta con las manos detrás de la espalda.

—Venid, hijos míos —dijo Rodrigo, tomando a Lucrecia entre sus brazos—. Acercaos y dadle un beso a vuestro padre —insistió, atrayéndolos hacia sí con un gesto de la mano y una amplia y cálida sonrisa.

Abrazó a su hijo. César un niño alto y fornido y al cardenal le gustaba abrazarlo, pues al hacerlo se sentía seguro sobre el futuro.

—César —dijo con cariño—, nunca dejo de darle las gracias al Señor por la alegría que siento al estrecharte entre mis brazos.

César sonrió, feliz, y se hizo a un lado para dejar sitio a su hermano. Tal vez fuera la velocidad de los latidos del corazón de Juan lo que hizo que Rodrigo lo abrazara con más delicadeza y durante más tiempo que a César.

Normalmente, cuando almorzaba a solas en sus aposentos, el cardenal sólo comía un poco de fruta y queso con pan, pero ese día había dado instrucciones para que llenaran la mesa de fuentes de pasta y aves de corral y buey con dulces salsas y montañas de castañas garrapiñadas.

Al ver como sus hijos y Adriana, y su hijo Orso y la hermosa y encantadora Julia Farnesio reían y conversaban jovialmente alrededor de la mesa, Rodrigo Borgia se sintió un hombre afortunado. En silencio, rezó una oración de gratitud. Cuando su criado llenó de vino tinto su copa de plata, dejándose llevar por su dicha, el cardenal le dio a beber a su hijo Juan su primer sorbo de vino.

Pero al probar el vino, Juan hizo una mueca de asco.

—No me gusta —dijo—. Está muy amargo. Una terrible sospecha estremeció a Rodrigo Borgia. Era vino dulce. No podía tener un sabor amargo...

Juan no tardó en quejarse de un dolor en el vientre. Su padre y Adriana intentaron tranquilizarlo, pero el niño vomitó violentamente. El cardenal cogió a su hijo en brazos, salió a la antesala del comedor y lo tumbó con suavidad sobre un diván brocado. Juan perdió el conocimiento.

Un criado acudió en busca del médico del papa. —Ha sido envenenado —dijo el médico después de examinar al niño.

Juan estaba pálido como la cal. Tenía fiebre y un oscuro hilo de bilis le resbalaba desde la comisura de los labios.

—¡Ese veneno iba dirigido a mi! —exclamó Rodrigo Borgia, encolerizado.

Duarte Brandao permanecía a unos metros de la escena con la espada desenvainada, alerta ante cualquier posible amenaza.

El cardenal se volvió hacia él. —Tenemos un enemigo dentro de palacio —dijo—. Reúne a todos los criados en el salón principal. Sírveles una copa de vino y tráeme a quien se niegue a beber.

—Pero, Su Santidad —intervino Adriana—. Comprendo vuestro dolor, pero así sólo conseguiréis que todos vuestros criados enfermen.

—No beberán del mismo vino que mi pobre hijo —la interrumpió Rodrigo—. Les daremos vino sin envenenar. Tan sólo el traidor lo rechazará, pues el miedo le impedirá llevarse la copa a los labios.

Duarte salió a cumplir las órdenes del cardenal. Juan yacía inmóvil. Adriana, Julia y Lucrecia, sentadas junto a él, secaban el sudor de su frente.

El cardenal cogió la mano de su hijo y la besó. Después fue a su capilla privada y se arrodilló a rezar frente a la imagen de la Virgen, pues ella sabía el dolor que se sentía al perder a un hijo.

—Haré todo lo que esté en mi mano, todo lo humanamente posible, para extender la palabra de tu hijo por el mundo, Santa Madre. Haré que miles de personas adoren a tu hijo si tú salvas la vida del mío...

El joven César entró en la capilla con lágrimas en los ojos.

—Acércate, hijo mío. Reza conmigo por la salvación de tu hermano —dijo Rodrigo Borgia, y César se arrodilló junto a su padre.

En los aposentos del cardenal, todos guardaban silencio.

—El canalla se ha descubierto —anunció Duarte al regresar—. Es un mozo de cocina. Hasta hace poco estaba al servicio de la casa de Rimini.

Rimini era una pequeña provincia feudal del litoral oriental de la península Itálica. Su gobernante, el duque Gaspare Malatesta, enemigo acérrimo del papado, era un hombre lo suficientemente grande como para albergar en su cuerpo el alma de dos personas. Pero era por su pelo, rizado y salvajemente rojizo, por lo que se lo conocía como el León de Rimini.

El cardenal Borgia se alejó unos pasos de su hijo.

—Asegúrate de que beba todo el vino de nuestra mesa.

Duarte asintió.

—¿Qué debemos hacer con él cuando el veneno haya hecho efecto? —preguntó.

—Montadlo en un asno, atadlo firmemente al animal y enviadlo con un mensaje al León de Rimini. Decidle que ruegue al cielo por el perdón de su alma y que se prepare para encontrarse con Dios.

Juan permaneció sumido en un profundo letargo durante varias semanas. El cardenal había insistido en que permaneciera en palacio para que pudiera tratarlo su médico personal. Mientras Adriana velaba su sueño y varias criadas se encargaban de sus cuidados, Rodrigo Borgia pasaba hora tras hora rezando en la capilla.

—Te brindaré las almas de miles de hombres, Santa Madre de Dios —prometía con fervor—. Sólo te pido que intercedas ante Jesucristo Nuestro Señor por la vida de mi hijo.

Cuando sus plegarias obtuvieron respuesta, el cardenal se entregó en cuerpo y alma a servir a la Iglesia. Pero Rodrigo Borgia sabía que la intervención divina no bastaría siempre para garantizar la seguridad de su familia. Había algo que debía hacer sin mayor demora: debía enviar a alguien a España a por don Michelotto.

Miguel Corella, don Michelotto, el sobrino bastardo del cardenal Rodrigo Borgia, nunca se había resistido a su destino. De niño, en su Valencia natal, nunca había demostrado maldad, y a menudo se había encontrado a sí mismo defendiendo a aquellos cuya bondad los hacía vulnerables a la crueldad de los demás; pues la bondad suele confundirse con la debilidad.

Miguel supo desde niño que su destino era proteger a aquellos que debían extender por el mundo la luz de Dios y de la Iglesia. Había sido un niño fuerte, tan tenaz en sus lealtades como en sus actos. Cuando era un fornido adolescente, se había enfrentado al bandolero más temido de la región por defender la casa de su madre, la hermana del cardenal. Tan sólo tenía dieciséis años cuando el bandolero y sus hombres entraron en su casa e intentaron robar el baúl donde su madre guardaba sus reliquias sagradas y el ajuar de la familia, Cuando Miguel, que raramente hablaba, maldijo al bandolero y se negó a apartarse del baúl, éste le rajó la cara con su estilete, y le hizo un profundo corte desde la boca hasta la mejilla. La sangre manaba a borbotones de su rostro. Su madre chillaba y su hermana lloraba de manera inconsolable, pero Miguel no se apartó del baúl.

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