Los Borgia (23 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

BOOK: Los Borgia
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Paulatinamente, las recomendaciones de Grimani se fueron haciendo más agresivas, como Alejandro sabía que ocurriría.

—Debe ponerse límite al poder del sumo pontífice —dijo en tono conciliador—. Los cardenales tendrán que aprobar los nombramientos de nuevos obispos y su consentimiento será indispensable para que el papa pueda vender o negociar cualquier cargo administrativo de la Iglesia. Al fallecer un cardenal, no se nombrará a ningún sucesor.

Alejandro seguía escuchando en silencio, aunque su semblante cada vez era más grave.

—Ningún príncipe de la Iglesia dispondrá de más de ochenta criados y treinta caballos. Tampoco tendrá a su cargo juglares ni bufones ni malabaristas ni músicos —continuó diciendo Grimani—. Ningún príncipe de la Iglesia empleará a jóvenes como ayudas de cámara. Y, sea cual sea su jerarquía, todos los clérigos renunciarán a tener concubinas bajo pena de excomunión.

Alejandro empezó a frotar las cuentas de su rosario. No eran más que sugerencias inútiles, ninguna de las cuales contribuiría a mejorar realmente la Iglesia. Aun así, continuó guardando silencio.

Al concluir su intervención, Grimani preguntó si el Santo Padre deseaba hacer alguna pregunta.

Pero el entusiasmo de Alejandro por la reforma de la Iglesia había ido disminuyendo durante el último mes y, tras oír las palabras de Grimani, había desaparecido por completo. El Santo Padre se levantó para dirigirse a los miembros de la comisión.

—Tan sólo deseo agradeceros vuestra diligencia. Estudiaré vuestras propuestas con atención y Plandini, mi secretario, os convocará para una nueva reunión cuando yo estime que ha llegado el momento de comunicaros mi decisión.

Y, sin más, Alejandro hizo la señal de la cruz, bendijo a los miembros de la comisión, y abandonó la sala.

Al salir el papa, Sangiorgio, otro cardenal veneciano, se aproximó a Grimani, que aún permanecía de pie junto al estrado.

—creo que no volveremos a visitar Roma en algún tiempo. Como era de esperar, las ansias reformistas del Santo Padre no han durado mucho.

De vuelta en sus aposentos privados, Alejandro mandó llamar a Duarte. El Santo Padre estaba bebiendo una copa de vino recio cuando Duarte pidió permiso para entrar. Alejandro le dijo que tomara asiento, pues deseaba comentar con él lo acontecido durante la reunión.

Duarte aceptó la copa de vino que le ofreció el Santo Padre y escuchó con atención lo que éste tenía que decirle.

—Resulta sorprendente cómo los principios elevados siempre consiguen volver la naturaleza humana contra sí misma —comenzó diciendo Alejandro.

—Deduzco que Su Santidad no ha oído nada que merezca la pena considerar —intervino Duarte.

Alejandro se levantó y se alejó unos pasos de Duarte. Al darse la vuelta, su semblante tenía una expresión divertida.

—Es increíble, Duarte —exclamó—. No han hecho una sola propuesta que no vaya contra los deseos naturales del hombre. Sin duda, la moderación es una virtud, pero el ascetismo... ¿Qué satisfacción puede hallar Dios en que nosotros nos privemos de todo placer?.

—Veo que las propuestas han sido desmesuradas —comentó Duarte.

—Hasta han llegado a sugerir que renunciemos a tener concubinas —exclamó Alejandro—. ¿Puedes creerlo? Si, como sumo pontífice, tampoco puedo desposar a una mujer, ¿quieres decirme qué lugar ocuparía entonces en mi vida la dulce Julia? jamás lo permitiré. Y, lo que es todavía peor, no puedo entregarle ninguna posesión a mis hijos. ¡Tonterías! Tampoco el pueblo puede divertirse. No tiene ningún sentido, Duarte, y me preocupa que nuestros cardenales demuestren tanta indiferencia ante las necesidades de nuestros súbditos.

—Entonces, ¿me equivoco al asumir que el Santo Padre no tendrá en cuenta las sugerencias de la comisión? —sugirió Duarte con una sonrisa.

—Creen haberme hecho perder el juicio, amigo mío, pues una reforma eclesiástica sólo serviría para distanciar al sumo pontífice de sus hijos, de sus seres queridos, de su pueblo... Así sólo se conseguiría alejar al rebaño de su pastor. Esperaremos un mes y, después, daremos por zanjado el proyecto de reforma.

—Veo que os han sorprendido las propuestas de la comisión —dijo Duarte mientras se frotaba pensativamente la barbilla.

—La simple idea de ponerlas en vigor resulta aterradora, amigo mío. Aterradora.

Los rumores se extendieron por toda Roma. Se decía que la Providencia había tomado la vida de Juan como precio por los pecados de la familia Borgia, pues tanto los hermanos como el Santo Padre habían yacido con la joven Lucrecia.

Tras verse forzado a aceptar la anulación, Giovanni Sforza había combatido los rumores sobre su impotencia extendiendo el bulo de las incestuosas relaciones de los Borgia. Insistía en que Lucrecia yacía tanto con su hermano César como con su padre, el papa Alejandro. Las acusaciones eran tan escandalosas que pronto traspasaron las puertas de Roma y se extendieron por otras ciudades. En Florencia, Savonarola no tardó en prevenir a sus adeptos del castigo que recaería sobre aquellos que siguieran al papa Alejandro.

Indiferente a las acusaciones, Alejandro reflexionaba sobre el futuro esposo de Lucrecia. De entre todos los posibles pretendientes, Alfonso de Aragón, el hijo del rey de Nápoles, parecía el más ventajoso.

Alfonso era un joven rubio, alto y apuesto de trato agradable. Al igual que su hermana Sancha, era hijo ilegítimo, pero su padre le había otorgado el ducado de Bisceglie para aumentar sus rentas y sus privilegios. Pero lo más importante era que los lazos de sangre que unían a Alfonso con el rey Fernando de Aragón fortalecerían las relaciones entre España y el papado, y situarían a Alejandro en una posición ventajosa en sus disputas con los caudillos de los territorios pontificios que se extendían al sur de Roma.

Mientras los planes de Alejandro— iban madurando, Perotto seguía viajando a diario al convento de San Sixto para entregarle a Lucrecia las cartas del sumo pontífice.

Con el tiempo, Lucrecia y el gentil Perotto llegaron a entablar una sincera amistad. Todos los días compartían historias y baladas mientras paseaban por los jardines del convento. Él la animaba a explorar su libertad, pues, por primera vez en su vida, Lucrecia no estaba sometida al yugo de su padre y tenía la oportunidad de ser realmente ella misma.

Lucrecia, todavía tan joven, y el apuesto Perotto caminaban por los jardines cogidos de la mano, compartiendo sus más íntimos anhelos. A veces comían juntos, sentados sobre la hierba, y Perotto tejía trenzas con flores de vivos colores en el largo cabello rubio de Lucrecia. Después de mucho tiempo, Lucrecia volvía a reír, a sentirse joven, a vivir.

El día en que Perotto le comunicó que para consumar la anulación de sus esponsales debía presentarse ante el tribunal de la Rota, Lucrecia, aterrorizada, rompió a llorar desconsoladamente.

Perotto, que nunca le había confesado el amor que sentía por ella, la abrazó con pasión, intentando aliviar su angustia.

—¿Qué ocurre? —preguntó, asustado—. ¿Por qué lloráis así? La hija del papa se aferró al cuerpo de Perotto y hundió el rostro en su cuello. ¿Cómo iba a proclamar su virginidad en su estado ante un tribunal eclesiástico? Si su padre descubría la verdad, los esponsales con Alfonso de Aragón nunca llegarían a llevarse a cabo y, lo que era aún peor, tanto su vida como la de su hermano correrían un grave riesgo, pues, con su conducta, habrían puesto en peligro la supervivencia de la propia institución del papado.

Y fue así como, incapaz de soportar por más tiempo el peso de su secreto, Lucrecia le contó la verdad a Perotto. Como el caballero que era, él se ofreció a cargar con la culpa de su estado. Confesaría públicamente que era el padre del niño y, aunque sin duda habría repercusiones, nunca serían tan graves como las de una acusación de incesto.

Aun conmovida como estaba por el sacrificio al que se ofrecía Perotto, Lucrecia rechazó su propuesta.

—Mi padre os haría torturar, pues, a sus ojos, seríais el único responsable de la ruptura de la alianza con la casa real de Nápoles —dijo. Después se acarició el vientre y suspiró.

Perotto dijo con sorprendente naturalidad—. Pues no me cabe duda de que, aunque los hombres no lo hagan, el Padre Celestial sabrá apreciar la bondad de mis intenciones.

—Tengo que hablar con mí hermano —dijo Lucrecia con apenas un hilo de voz.

—Cuando lo veáis, decidle lo que estiméis más conveniente para vuestra felicidad —insistió Perotto—. Yo cargaré gustoso con las consecuencias, pues por duro que pueda ser el castigo, no será nada comparado con la dicha que he sentido junto a vos durante estos últimos meses.

Lucrecia fue a su celda a escribirle una carta a su hermano.

—Entregádsela personalmente a mi hermano César. No hace falta que os prevenga de lo que ocurriría si cayera en otras manos —dijo Lucrecia al darle la carta.

Perotto se despidió de la mujer a la que amaba y cabalgó al galope hasta Roma.

Al llegar al Vaticano, pidió audiencia con el sumo pontífice y, en cuanto estuvo en su presencia, le confesó que Lucrecia estaba encinta de seis meses y que él era el padre del niño. Imploró el perdón de Alejandro y juró que acataría el castigo que el Santo Padre decretara para él.

Alejandro escuchó en silencio las palabras de Perotto. Al principio, el sumo pontífice parecía desconcertado. Después, su semblante se relajó y, ante la sorpresa del joven poeta español, se limitó a ordenarle que no hablara de lo ocurrido con nadie.

Lucrecia permanecería en el convento, donde alumbraría al niño con la ayuda de las hermanas; el secreto estaría seguro con ellas, pues se debían a la Iglesia y a su voto de obediencia al Santo Padre. Tan sólo quedaba por decidir qué sería del niño. Desde luego, Alfonso nunca debía conocer su existencia. Ni él ni nadie más, con la excepción de Alejandro, de Lucrecia y, por supuesto, de César. Ni siquiera Jofre lo sabría. En cuanto a Perotto, el joven poeta juró no revelar nunca la verdad, ni siquiera bajo tortura.

Deberás mantener el secreto —dijo el sumo pontífice cuando Perotto se disponía a abandonar la sala.

—Por supuesto —afirmó el joven español—. Mi amor por vuestra hija sellará mis labios hasta mi muerte, Su Santidad.

—Debes saber que aprecio tu franqueza y tu coraje —dijo Alejandro—. Y, ahora, déjame a solas.

Al abandonar los aposentos del papa, Perotto acudió presto a entregarle la carta de Lucrecia al cardenal Borgia. César palideció mientras leía las palabras de su hermana.

—Dime, ¿cuál es la razón de tu sacrificio? —le preguntó al joven español.

—El amor no necesita de más recompensa —dijo Perotto.

—¿Has hablado de esto con alguien más? —preguntó César.

—Tan sólo con el sumo pontífice.

—¿Y cuál ha sido su reacción? —preguntó, intentando controlar su ansiedad.

—Su Santidad ha recibido la noticia con serenidad —contestó Perotto.

Pero César sabía que cuanta mayor tranquilidad aparentara su padre, mayor era su cólera.

—Ocúltate en la casa más retirada del Trastevere —le ordenó—. Y, si estimas en algo tu vida, no le menciones lo ocurrido a nadie. A nadie —repitió—. Tendrás noticias mías cuando regrese de Nápoles.

Cuando Perotto estaba a punto de abandonar la estancia, César le dijo:

—Eres un hombre de alma noble, Perotto. Que Dios te acompañe.

Lucrecia se presentó ante los doce miembros del tribunal embarazada de siete meses. Aun vestida con ropas de amplio talle, su estado resultaba evidente. Aun así, la hija del Sumo Pontífice se había recogido castamente el cabello con un lazo de oro y se había frotado el rostro hasta conseguir que sus mejillas mostraran el inocente color rosáceo de una niña. Los meses que había pasado en el convento, comiendo con moderación, orando y durmiendo largas horas, le daban una apariencia joven e inocente.

El cardenal Ascanio Sforza, el orondo y mofletudo vicecanciller, levantó inmediatamente la mano demandando silencio y Lucrecia leyó el discurso que le había preparado su hermano César con tanta elocuencia que los doce cardenales cayeron rendidos ante la dulzura de la joven hija del papa.

Lucrecia se cubrió el rostro con su pañuelo de hilo y lloró desconsolada.

—Perdonadme, señorías, si os ruego que os mostréis indulgentes conmigo —dijo entre sollozos. Inclinó la cabeza y, unos segundos después, volvió a mirar a los cardenales con los ojos brillantes por las lágrimas—. Os ruego que consideréis cómo sería mi vida si me negáis la posibilidad de abrazar a un hijo contra mi pecho, cómo sería mi vida si me negáis la posibilidad de sentir el calor de un verdadero esposo. ¿De verdad merezco ser condenada a morir sin haber conocido el amor de un hijo? Os ruego que, en vuestra infinita bondad y misericordia, me dispenséis de este triste destino anulando mis desafortunados esponsales; unos esponsales que, por la propia naturaleza de mi esposo, están condenados a permanecer yermos.

Ni un solo cardenal protestó cuando, dirigiéndose a Lucrecia, Ascanio pronunció con firmeza el veredicto: "¡Femina intacta!" Esa misma tarde, tras ser declarada virgen, Lucrecia regresó al convento a esperar el nacimiento de su hijo.

Cuando Perotto fue a San Sixto para comunicarle a Lucrecia que su matrimonio con Giovanni había quedado anulado y que el Santo Padre había concluido con éxito las negociaciones para sus futuros esponsales con Alfonso de Aragón, la hija del papa Alejandro no pudo contener las lágrimas.

—Me separarán de mi hijo en cuanto nazca —le dijo a Perotto mientras paseaban por el jardín—. Nunca más volveré a verlo. Ni tampoco a ti, mi querido amigo, pues pronto seré la esposa del duque Alfonso. Debería sentirme feliz, ahora que soy libre, pero sólo siento pesar, pues pronto perderé a mi hijo y a mi amigo más querido.

—Estaréis en mi corazón hasta el día en que volvamos a encontrarnos.

—Y vos siempre estaréis en el mío, querido Perotto.

Antes de viajar a Nápoles, César se reunió con el papa Alejandro para discutir la situación de Lucrecia.

César fue el primero en hablar.

—Creo que he resuelto el problema, padre —dijo con firmeza—. Ya que no es posible que se aloje con el Santo Padre ni, menos aún, con su madre, el niño puede vivir conmigo. Diré que es mi hijo y que su madre es una dama desposada cuyo nombre debo mantener en secreto para salvaguardar su honor. El pueblo lo creerá, pues se ajusta a la imagen que tiene de mí.

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