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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

Los Borgia (8 page)

BOOK: Los Borgia
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Los preparativos de los festejos habían durado semanas enteras.

Había bufones enfundados en coloridos trajes de terciopelo verde y amarillo y juglares que hacían malabares con mazas de colores. El embriagador compás de los flautines y las trompetas llenaba el aire con joviales notas, animando al gentío que se agolpaba en la calle para ver al duque que iba a desposar a la joven hija del papa.

Esa mañana, César se había despertado de un pésimo humor y con un intenso dolor de cabeza. Incluso había intentado librarse de la obligación de acudir a recibir al duque, pero su padre se había mostrado tajante.

—Como cardenal de la Iglesia, cumplirás con tu deber a no ser que estés en tu lecho de muerte, aquejado de alguna enfermedad contagiosa o febril por la malaria —había dicho el papa con tono severo. Y, sin más, le había dado la espalda a su hijo y había salido por la puerta.

Aun así, César hubiera desobedecido a su padre de no ser porque su hermana le había pedido personalmente que acudiera a recibir al duque. Al enterarse de que César se sentía indispuesto, Lucrecia corrió por el túnel que separaba sus estancias de las de su hermano. Al llegar, se sentó en la cama y acarició con ternura el cabello de su hermano.

¿Recibirás a el hombre que va a ser mi esposo? —le dijo a César—. No puedo confiar en nadie más que en ti.

—¿Qué importancia puede tener eso, Crecia? —preguntó él—. Ya estás prometida al duque y nada de lo que yo pueda decirte cambiará eso.

Lucrecia sonrió, se inclinó hacia él, lo besó suavemente y volvió a sonreír.

—Hermano mío, ¿resulta tan difícil para ti como lo es para mí? —preguntó—. No puedo soportar la idea de compartir mi lecho con otro hombre que no seas tú. Lloraré y me cubriré los ojos y, aunque no pueda evitar que me posea, le negaré mis besos. Te juro que lo haré, hermano mío.

César respiró profundamente.

—Espero que no sea un mal hombre, tanto por tu bien como por el mío —dijo—. Pues, si lo es, tendré que matarlo antes de que tenga la oportunidad de tocarte.

Lucrecia se rió.

—Juntos empezaríamos una guerra religiosa —dijo, feliz—. Tras la muerte de Giovanni, nuestro padre tendría que pacificar Milán y, entonces, Nápoles se aliaría con Roma. Incluso puede que el Moro te hiciera su prisionero y te torturase en las mazmorras de su palacio, pero el Santo Padre acudiría en tu ayuda con la guardia del Vaticano. Y, entonces, seguro que Venecia utilizaría alguna estratagema para apoderarse de nuestros territorios. ¡Y los mejores artistas de Florencia pintarían retratos poco halagadores de los Borgia y sus falsos profetas nos condenarían al fuego eterno!

Lucrecia rió hasta caer de espaldas sobre el lecho de su hermano. César se sentía feliz cuando la oía reír. Le hacía olvidarse de todo, incluso del rencor que ahora sentía hacia su padre. Iría a recibir al duque de Pesaro.

Al oír cómo se aproximaba la comitiva, Lucrecia subió corriendo hasta el balcón de la segunda planta, que se abría sobre la calle como si fuera la mano de un gigante con los dedos mirando hacia el cielo.

Julia le había elegido un vestido de un satén verde profundo con mangas de color crema y un entallado corpiño adornado con preciosas gemas. Después le había recogido el cabello de tal forma que tan sólo algunos tirabuzones cayeran sobre su frente y su cuello, dándole una apariencia sofisticada.

Julia llevaba meses preparando a Lucrecia para su noche de bodas, aunque la hija del papa apenas le prestaba atención. Cuando Julia le explicaba cómo complacer a un hombre, el corazón y los pensamientos de Lucrecia acudían a César. Aunque nunca le había mencionado a nadie su relación con su hermano, el amor que sentía por César llenaba sus pensamientos cada minuto del día.

Al salir al balcón, Lucrecia se sorprendió al ver cómo la multitud la aclamaba. Sonrió y saludó a los ciudadanos de Roma mientras una lluvia de pétalos de rosa cubría el balcón. Rió con las chanzas del bufón que pasó ante ella y aplaudió con entusiasmo las alegres melodías que interpretaban los trompetistas y los flautistas.

Primero vio a su hermano César, apuesto y noble, cabalgando sobre su caballo blanco, con la espalda erguida y el semblante serio. Al verla en el balcón, él levantó la mirada y le dedicó una sonrisa. Detrás iba Juan, inclinándose para recoger las flores que le ofrecían las mujeres a su paso, y Jofre, que saludó a Lucrecia con una tímida sonrisa. Y detrás de él, el duque de Pesaro.

Giovanni Sforza, más bajo y corpulento que los tres hermanos, tenía el cabello largo y ondulado, la barba cuidadosamente recortada y una nariz afilada. Al verlo, Lucrecia se sonrojó, pero cuando él alzó la mirada hacía el balcón y la saludó, ella le correspondió con una correcta reverencia. La comitiva pasó de largo.

Sólo faltaban tres días para los esponsales. Lucrecia necesitaba saber cuál era la opinión de Adriana y Julia sobre su prometido. Sabía que Adriana intentaría animarla diciéndole que todo iba a salir bien, pero, al menos, Julia le diría la verdad.

—¿Qué os ha parecido? —preguntó al salir del balcón—. ¿Os parece rudo?.

—Parece apuesto. Aunque es un hombre muy grande. Puede que demasiado grande para ti —bromeó Julia, y Lucrecia supo exactamente a lo que se refería. Recuerda que vas a desposarte con él por el bien del papa y de la Iglesia, aunque eso no significa que debas serle fiel durante el resto de tus días.

Al tomar posesión del Vaticano, Alejandro había convertido varias salas abandonadas en las magníficas estancias privadas de los Borgia. Su sala de audiencias, el salón del Misterio, tenía varios frescos pintados por Pinturiechio, el artista favorito del sumo pontífice.

En uno de los frescos, el propio papa Alejandro estaba representado formando parte de la escena de la Ascensión, como si hubiera sido uno de los elegidos para contemplar el ascenso de Cristo a los cielos.

Ataviado con una casulla con bordadura de piedras preciosas, el papa tenía la tiara dorada junto a sus pies y miraba hacia el cielo mientras recibía la bendición del Salvador.

En los frescos, varios santos y mártires y diversas figuras históricas aparecían con los rostros de distintos miembros de la familia Borgia: Lucrecia, extremadamente hermosa, en el cuerpo de una rubia y esbelta santa Catalina; César, como un emperador sobre un trueno dorado, y Jofre como un querubín. Y en todos los frescos se podía ver un toro rojizo en actitud de embestida: el estandarte de la familia Borgia.

En otra de las salas, Pinturicchio había pintado un sereno retrato de la Virgen, la figura favorita de Alejandro, usando a Julia Farnesio como modelo. Así, había conseguido unir las dos grandes pasiones del papa en un solo retrato.

En el salón de la Fe, de mil metros de superficie, los techos abovedados albergaban magníficos frescos de los evangelistas con el rostro de Alejandro, de César, de Juan y de Jofre.

Las estancias privadas de los Borgia estaban ornamentadas con muebles de pan de oro y elaborados tapices. El solio pontificio ocupaba el salón de la Fe, donde Alejandro recibía a las personalidades más eminentes, junto al solio había ornados taburetes donde los nobles se inclinaban a besar el anillo y los pies del papa y divanes para que los consejeros pudieran sentarse durante las largas audiencias en las que se planeaban futuras cruzadas o se discutía sobre el gobierno de las distintas ciudades de Italia.

Ese día, el duque de Pesaro fue conducido ante la presencia del sumo pontífice. Le besó los pies y el anillo, admirado ante el lujo de la sala y las riquezas que pronto compartiría, pues, al desposar a Lucrecia, recibiría una dote de treinta mil ducados; más que suficiente para rodearse de todo tipo de lujos en su palacio de Pesaro.

Mientras Alejandro le daba la bienvenida, Giovanni reflexionó sobre los hijos del papa. Jofre todavía era un niño y César no se había mostrado nada hospitalario. Por el contrario, Juan le había prometido todo tipo de diversiones nocturnas, por lo que el duque empezaba a pensar que sus esponsales no iban a resultar tan tediosos como había imaginado. En cualquier caso, aunque no fuera así, Giovanni no podía enfrentarse a su tío, el Moro, pues de hacerlo Milán reclamaría su soberanía sobre Pesaro y él perdería su ducado con la misma presteza con la que lo había obtenido.

Esa tarde, César se ausentó inmediatamente después de recibir a los invitados en el Vaticano y galopó a lomos de su caballo hasta salir de la ciudad. Apenas había pasado unos minutos con Giovanni y, aun así, ya sentía una profunda aversión hacia él. Era un patán, un presumido, un jamelgo. Era un bastardo. Y, si tal cosa fuera posible, más aburrido que Jofre y más arrogante incluso que Juan. ¿Qué iba a ser de su dulce hermana con un hombre como él? ¿Qué iba a decirle a Lucrecia cuando le preguntara por su futuro esposo?.

A Juan le atraía tanto el duque como a César le disgustaba. Juan, que gozaba de pocos amigos en la corte, siempre se hacía acompañar por Diem, el príncipe turco que permanecía en Roma como rehén del papa a petición del hermano de Diem, Bayaceto II, el sultán de Estambul. Hacía años que el papa Inocencio había llegado a un acuerdo con Bayaceto ante el temor de éste a que los cristianos intentaran derrocarlo con el pretexto de devolver el trono a su hermano Diem. A cambio de mantenerlo como rehén, el papa Inocencio recibía del sultán cuarenta mil ducados al año. Tras su muerte, el papa Alejandro había mantenido el compromiso de su predecesor y el príncipe seguía ahí pues, ¿que mejor manera de llenar las arcas de la Iglesia que mediante el dinero de los infieles?.

A sus treinta años, Diem era un hombre de tez oscura con un negro y rizado bigote. Insistía en vestir a la manera de su tierra natal y siempre cubría su cabeza con un turbante, lo que le confería un aspecto amenazador a ojos de los ciudadanos de Roma; un atuendo que Juan no tardó en adoptar.

Aunque Diem casi le doblaba la edad, ambos iban juntos a todas partes y el príncipe turco ejercía gran influencia sobre el hijo del papa, que no sólo toleraba la relación por los ingresos que le proporcionaba al Vaticano, sino también porque la compañía del príncipe parecía alegrar el rostro normalmente sombrío de Juan. César, en cambio, no soportaba la compañía del príncipe turco ni, mucho menos, la de su hermano.

La noche anterior a los esponsales, Juan invitó a Giovanni Sforza a que los acompañara, a él y a Diem, a visitar las tabernas y a compartir los lechos de las prostitutas del Trastevere. Giovanni aceptó gustoso la oferta. Diem y el duque de Pesaro parecieron congeniar. Conversaron animadamente y comieron y bebieron en abundancia.

Temerosos, los ciudadanos de Roma se mantuvieron alejados de ellos; todos menos las prostitutas, que conocían sobradamente a Juan. A veces incluso hacían apuestas sobre cuál de ellas sería la que más veces compartiría el lecho con él. Algunas malas lenguas incluso decían que Juan y Diem eran amantes, algo que no importaba a las cortesanas que se ganaban el pan compartiendo su lecho con hombres de alto rango, pues Juan siempre remuneraba generosamente sus servicios.

Avalona, una joven de quince años con el cabello oscuro y largas y rizadas pestañas, era una de las cortesanas a las que Juan requería con mayor frecuencia. Hija de una posadera del Trastevere, Avalona apreciaba sinceramente a Juan. Pero aquella noche, el hijo del papa se la ofreció primero a su cuñado y después a Diem. Ambos subieron a compartir el lecho con ella mientras Juan permanecía en el piso de abajo, demasiado borracho para tener en cuenta los sentimientos de la joven. Cuando finalmente buscó la ternura de sus labios, ella rehusó sus besos. Celoso, pues pensaba que la actitud de la hermosa joven se debía a que había disfrutado más con Giovanni y con Diem de lo que solía hacerlo con él, Juan la abofeteó. De regreso a palacio, ni Giovanni Sforza ni el príncipe Diem advirtieron la cólera de Juan.

El día de los esponsales no tardó en llegar. Ataviada con un vestido nupcial de terciopelo rojo ribeteado con pieles y con el cabello recogido con hilos de oro y adornado con rubíes y diamantes, Lucrecia ofrecía un aspecto majestuoso. A su lado, Julia Farnesio llevaba un sencillo vestido de satén rosa que iluminaba su pálida belleza. Adriana, a su vez, había elegido un vestido de terciopelo azul sin engarces para no hacer sombra al corpiño adornado con piedras preciosas de Lucrecia. Tan sólo el novio, Giovanni Sforza, y Juan y el príncipe Diem vestían ropas más lujosas que Lucrecia, pues los tres llevaban ricos turbantes de satén color crema y estolas brocadas en oro, lo suficientemente ostentosas como para apagar el brillo del vestido de Lucrecia e incluso el de las vestiduras eclesiásticas del propio papa.

Alejandro había decidido que fuera Juan quien encabezara la comitiva, acompañando a su hermana hasta el altar. Lucrecia sabía que César se sentiría ofendido por la decisión de su padre, pero también sabía que era una decisión sabía, pues César no podría haberla entregado con dignidad a su futuro esposo. Incluso llegó a preguntarse si César asistiría a la boda. Sin duda, se ausentaría en cuanto las circunstancias lo permitieran y no dejaría de galopar hasta llegar a campo abierto. Lucrecia rogaba a Dios que al menos asistiera a la ceremonia, pues necesitaba sentir la presencia de su hermano César, el hombre al que amaba por encima de todos los demás.

A pesar de las protestas de los cardenales más tradicionales, los esponsales se celebraron en el Vaticano. El solio pontificio fue dispuesto sobre una tribuna elevada, flanqueado por doce sillones de terciopelo púrpura para los cardenales que había investido el papa Alejandro.

El Santo Padre había ordenado que se colocaran lámparas de plata y oro junto a las estatuas de enormes santos que honraban los laterales del altar de su capilla privada.

El obispo de Roma, con casulla y mitra de plata, cantó los salmos en latín y ofreció su bendición a los novios.

El aroma del incienso, recién llegado de Oriente como obsequio del sultán turco Bayaceto II, quemaba la garganta de Lucrecia mientras la hija del sumo pontífice observaba el descomunal Cristo del altar y la gran espada que el obispo sostenía sobre su cabeza.

Al ver que el lugar que debía ocupar César en el altar junto al resto de los cardenales permanecía vacío, Lucrecia se había preocupado, pero finalmente su hermano había ocupado un lugar junto al resto de su familia.

Lucrecia había pasado la noche anterior arrodillada ante la imagen de la Virgen, suplicando perdón por haber recorrido a hurtadillas el túnel que la separaba de los aposentos privados de César para que su hermano la hiciera suya una vez más. Se preguntaba por qué sentiría tanto gozo estando con él cuando la idea de estar con otro hombre la llenaba de pavor. Ni siquiera había hablado con el hombre que iba a ser su esposo. Tan sólo lo había visto unos instantes desde su balcón y el día anterior a los esponsales, cuando, pese a encontrarse en el mismo salón del Vaticano, él ni tan siquiera parecía haber advertido su presencia.

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