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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (63 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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Sus palabras fueron saludadas con vivas y aplausos y gritos urgiendo una respuesta. El señor Atha se levantó. A la luz de las velas y del danzante fuego semejaba una de esas figuras de los antiguos mosaicos, que bruscamente revelan su esplendor de bronce y oro. Abruptamente, se produjo un silencio. El habló en tonos muy bajos, pero su voz llenó la habitación. Aun la pequeñuela estaba inmóvil, como si comprendiera cada palabra.

—Debo comenzar por dar las gracias. Mañana en realidad es mi cumpleaños y me siento agradecido y dichoso de poder celebrarlo aquí con ustedes. He prometido a mi amigo Jean Marie explicarle algunos hechos que considera misteriosos y me parece propio que ustedes escuchen también estas explicaciones, porque son participantes del mismo misterio… Primero, deben saber que no están aquí porque lo hayan resuelto así. Fueron traídos aquí, paso a paso, a través de rutas diferentes, y de varios accidentes aparentes, pero siempre, en cada caso, fueron llamados por la mano de Dios.

"Ustedes no constituyen la única comunidad que ha sido reunida así. Hay muchas otras a lo largo y a lo ancho de toda la tierra: en las selvas de Rusia, en las junglas del Brasil, en lugares que jamás han soñado. Todas estas comunidades son diferentes, porque las necesidades de los hombres y sus hábitos difieren. Y sin embargo, son todos muy semejantes porque todas han obedecido al mismo llamado de Dios y están unidas en el mismo amor. No han hecho esto en virtud de sus propias fuerzas, ni por propio impulso porque no les hubiera sido posible, de la misma manera que ustedes tampoco habrían podido, sin una ayuda especial de la gracia.

"Esta incitación de la gracia que han recibido se debe a un motivo. Ahora mismo mientras hablo, el Adversario ha comenzado a pasearse orgullosamente sobre la tierra, vanagloriándose de poder destruirla. De manera que, en los tiempos de predominio del mal que se avecinan, ustedes han sido escogidos para mantener viva la llama del amor, para nutrir las semillas del bien en este pequeño lugar hasta el día en que llegue el Espíritu y los envíe a otros lugares a encender otras luces en las tinieblas del mundo y a plantar nuevas simientes en un planeta devastado.

"Estoy con ustedes ahora, pero mañana habré partido. Quedarán solos y probablemente tendrán miedo. Pero dejo con ustedes mi paz y mi amor. Y se amarán unos a otros así como yo los he amado.

"¡Por favor, se lo ruego! —Los urgió a levantar los ánimos—. ¡No deben entristecerse! Porque el don del Espíritu Santo es la alegría del corazón. —Sonrió y toda la habitación pareció resplandecer. Bromeó con ellos—. El profesor Mendelius y mi amigo Jean Marie están muy intrigados con mi nombre. ¡Así son los académicos, mi querido profesor! ¡Y qué rápidamente los papas olvidan su Libro Santo! Ustedes buscaban un nombre. Pero son dos. Y lo sabrán cuando yo se los recuerde. Maran Atha… El Señor viene.

Jean Marie se había puesto de pie. Su voz era desafiante.

—Usted me mintió. Me dijo que no era creyente.

—No le mentí. Usted ha olvidado. Me preguntó si era creyente. Le dije que no lo era. Y en otra ocasión afirmé que el acto de fe era imposible para mí. ¿Verdad?

—Verdad.

—¿Y aun así, no comprende?

—No.

—¡Basta! —Carl Mendelius airadamente acudió en defensa de Jean Marie—. Este hombre esta cansado. Ha estado enfermo. No está en condiciones de resolver adivinanzas. —Se volvió hacia Jean Marie—. Lo que está diciendo, Jean, es que no puede creer, porque conoce. Es lo que enseñan en primer año de teología. Dios no puede creer en sí mismo. Se conoce a Sí Mismo así como conoce toda la obra de Sus Manos.

—Gracias, profesor —dijo el señor Atha.

Jean Marie quedó en silencio mientras poco a poco iba asumiendo el pleno sentido de aquellas palabras. Por segunda vez desafió al hombre sentado al otro lado de la mesa.

—Usted se ha dado el nombre de señor Atha. ¿Cuál es su verdadero nombre?

—Es usted quien debe decírmelo.

Nuevamente la habitación se llenó de aquel raro, abrupto silencio del cual surgió la voz de Jean Marie.

—¿Es usted el Esperado?

—Sí, lo soy.

—¿Cómo podremos saberlo?

—Siéntese, por favor.

El señor Atha se sentó primero. Sin decir una sola palabra acercó a él un plato de pan y vertió vino en una copa. Rompió un trozo de pan y lo levantó con ambas manos sobre la copa de vino. Dijo:

—Padre, bendice este pan, fruto de tu tierra, el alimento por el cual vivimos. —Hizo una pausa y comenzó de nuevo—. Este es mi cuerpo…

Jean Marie se levantó. Se había calmado y se mostraba muy respetuoso, pero permanecía, no obstante inconmovible.

—Señor, usted sabe que estas son palabras familiares, sagradas para todos nosotros. Y conoce lo suficientemente la Escritura como para saber que los primeros discípulos reconocían a Jesús cuando éste partía el pan. Usted puede estar usando lo que sabe para engañarnos.

—¿Por qué habría de hacerlo? ¿Y por qué es tan desconfiado?

—Porque fue Nuestro Señor Jesús mismo quien nos advirtió: "Se levantarán falsos Cristos y falsos profetas que mostrarán grandes signos para engañar aun a los elegidos…" Soy un sacerdote. La gente me pide que les enseñe a Cristo. Si usted es Él, entonces debe darme lo que dio a sus primeros discípulos, un signo legitimador.

—¿No basta con esto? —El gesto abarcó la habitación y el valle—. ¿No me legitima acaso esto?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque hay comunidades que se llaman a sí mismas comunidades de Dios, pero que explotan al pueblo y siembran el odio. No hemos sido probados aún. No sabemos si el don que hemos recibido es verdadero o al contrario, destinado a traicionarnos.

Hubo un largo silencio. Luego el hombre que se llamaba a sí mismo Jesús extendió las manos.

—Déme a la niña.

—No. —En el momento mismo en que retrocedía, asustado, Jean Marie se dio cuenta de que todo ello había sido anunciado en su sueño.

—Le ruego que me permita tenerla. No sufrirá daño alguno.

Jean Marie miró alrededor de el los rostros de los comensales. Pero no halló en ellos ninguna respuesta. Levantó a la niña de su alta silla y se la pasó al señor Atha a través de la mesa. El señor Atha la besó y la sentó sobre sus rodillas. Remojó un trozo de pan en el vino y, bocado por bocado, fue dando de comer a la niña, mientras hablaba, suave y persuasivamente.

—Sé lo que está pensando. Necesita un signo. ¿Qué mejor signo puedo yo darle que hacer de esta niña una persona nueva y sana? Podría hacerlo, pero no lo haré. Porque soy el Señor y no un mago. A esta niña le he regalado algo que ninguno de ustedes posee: la eterna inocencia. Para ustedes puede ser imperfecta, pero para mí está sana y entera, como el capullo que muere sin haberse abierto o el pajarillo que cae del nido y es devorado por los insectos. Ella nunca me ofenderá, como lo hacen ustedes. Nunca pervertirá o destruirá la obra de mi Padre. Ustedes la necesitan, porque ella siempre evocará la bondad que los ayudará a ser cada día más humanos. Y su invalidez provocará en ustedes un sentimiento de gratitud por su propia buena suerte.

"…Más aún. Ella servirá para recordarles diariamente que soy el que soy, que mis caminos no son los de ustedes y que ni la más insignificante partícula de polvo que gira en las tinieblas del espacio cae fuera de mi mano… Yo soy el que los ha elegido a ustedes. No son ustedes los que me han elegido a mí. Les dejo, como signo, a esta niña. Cuídenla como a un tesoro.

Levantó a la niña de su falda y la devolvió a Jean Marie a través de la mesa. Dijo suavemente:

—Ha llegado el momento en que debe dar testimonio, amigo mío. Dígame: ¿Quién soy yo?

—Aún no estoy seguro.

—¿Por que no?

—Soy un tonto —dijo Jean Marie Barette—. Soy un payaso herido en la cabeza… De verdad. Miró a su alrededor a la pequeña reunión y golpeó sus sienes. —Una pequeña parte de mí, aquí arriba, ha dejado de funcionar. Cojeo, así como Jacob después de su lucha con el Ángel. Mis manos dejan caer los objetos que toman. A veces abro la boca pero ningún sonido inteligible sale de ella. Cazo palabras así como los niños cazan ma… ma… —finalmente acertó con la palabra— mariposas. De manera que tiene que decirme las cosas con mucha sencillez. Dígame. ¿Puede cambiar de pensamiento?

—¿Por qué pregunta eso?

—Abraham negoció con Dios por Sodoma y Gomorra. Dijo a Dios: "¿Si en la ciudad hubiera cien, o veinte o diez justos, perdonaría a la ciudad?" Y Dios, así por lo menos lo asegura la Escritura, se portó en forma muy razonable. Nuestro Jesús, que es de la misma raza de Abraham, dijo que nos daría lo que le pidiéramos. Sólo tenemos que golpear a la puerta y gritar para que nos oiga. Pero nada se saca con llamar cuando no hay nadie adentro o si el que está adentro es solo un espíritu loco girando sin rumbo por las galaxias.

—Pida entonces —dijo el señor Atha—. ¿Qué quiere?

—Tiempo —dijo Jean Marie Barette acercando la niña a sí e implorando como nunca había implorado nada en su vida—. Tiempo suficiente para esperar, orar, trabajar, para razonar unos con otros. ¡Por favor! Si usted en verdad es el Señor, ¿quiere caminar por su mundo a la manera de los antiguos bárbaros, sobre una alfombra de cadáveres? ¿Vale la pena semejante triunfo…? Esta niña es un gran regalo, pero necesitamos a todos los niños y necesitamos tiempo para merecerlos. ¡Por favor!

—¿Y qué me ofrece a cambio de lo que pide?

—Muy poco —dijo Jean Marie con descarnada simplicidad—. Ahora estoy muy disminuido. Sólo puedo pensar en cosas pequeñas, pero tal como soy, soy suyo.

—Acepto —dijo el señor Atha.

—¿Cuánto tiempo más nos dará?

—No mucho, pero suficiente.

—¡Gracias! ¡Gracias por todos nosotros!

—¿Está ahora pronto a dar testimonio?

—Sí, estoy pronto.

—¡Aguarde! —Esta vez fue Carl Mendelius quien lanzó el último desafío. A pesar de la devastación de su cuerpo y de sus heridas, seguía siendo el esforzado y viejo escéptico de Roma y Tübingen—. No ha prometido nada, Jean. Se ha limitado a pronunciar palabras que por siglos nos han sido familiares. Puedo darle las listas de las fuentes donde ha ido a buscarlas. Habla como si dispusiera del tiempo a su antojo. Usted abdicó porque carecía de alguna forma en que legitimar su profecía. ¿Por qué acepta de este hombre lo que otros no aceptaron de usted?

De la pequeña asamblea se levantó un murmullo de aprobación. Todos miraron primero al señor Atha sentado en su sitio, siempre tranquilo y seguro, luego a Jean Marie balanceándose en su silla con la niña siempre fuertemente apretada contra sí. Lotte Mendelius se levantó para retirar a la niña de los brazos de Jean Marie. Dijo, tan suavemente que sólo él pudo oírla:

—No importa lo que decida. Nosotros lo amamos.

Jean Marie la palmeó afectuosamente y le entregó a la niña. Miró a Carl Mendelius con aquella vieja sonrisa de costado que reconocía y recordaba todo lo que ambos habían compartido en los tiempos malos en Roma. Dijo:

—Carl, amigo querido, la evidencia no es nunca suficiente. Usted lo sabe. Ha pasado su vida buscándola. Tenemos que aceptar lo que tenemos. De este hombre yo sólo he recibido bondad. ¿Qué más puedo pedir?

—La respuesta, por favor. —El señor Atha lo urgió, con firmeza, a responder—. ¿Quién soy yo?

—Creo —dijo Jean Marie Barette y oró para que su lengua se afirmara— que usted es el Ungido, el Hijo de Dios Vivo… Pero… —Tropezó y comenzó lentamente a recuperarse—. …Carezco de misión, carezco de autoridad. No puedo hablar por mis amigos. Tendrá que enseñarles como me ha enseñado a mí.

—No —dijo el señor Atha—. Mañana me habré ausentado pues tengo que atender a los otros asuntos de mi Padre. Será usted quien deberá enseñarles, Jean.

—¿Cómo… cómo podré hacerlo con este impedimento de mi voz?

—Usted es un hombre fuerte y anclado como una roca —dijo el señor Atha— y sólo usted es capaz de construir un pequeño lugar habitable para mi pueblo.

Epílogo

Pierre Duhamel estaba de pie frente a la ventana del estudio del Presidente mirando la nieve caer sobre París. Sus dedos hurgaron el bolsillo de su chaqueta y se cerraron sobre la minúscula bombonera que contenía dos cápsulas de gelatina: el pasaporte al vacío y al olvido para Paulette y él. El contacto de su talismán le otorgó una suerte de gastado consuelo. Por lo menos Paulette dejaría de sufrir y él mismo se salvaría de tener que presenciar el espectáculo de París después de aquello. En este momento su único anhelo era poder terminar con esta larga, desesperanzada vigilia de muerte e irse a la cama a dormir.

El hombre a quien había servido durante los últimos veinte años estaba sentado detrás de él frente al gran escritorio, con la barbilla apoyada en las manos mirando sin ver los documentos que tenía adelante. Preguntó:

—¿Qué hora tiene?

—Faltan cinco minutos para la medianoche —dijo Pierre Duhamel—. Y ésta es una endemoniada forma de celebrar Nochebuena.

—El presidente prometió llamarme desde la Casa Blanca en el momento mismo en que tomara la decisión.

—Pienso que ya tomó la decisión —dijo Pierre Duhamel— y sólo nos llamarán cuando haya apretado el botón.

—Pero nada podemos hacer —dijo el presidente.

—Nada —dijo Pierre Duhamel.

En el silencio que siguió se oyó el agudo chillido de la campanilla del teléfono, que el hombre del escritorio se apresuró en agarrar. Duhamel se volvió nuevamente hacia la ventana. No deseaba oír la sentencia de muerte. Escuchó el sonido del fono colocado en su horquilla y el largo suspiro de alivio de su patrón.

—Han resuelto suspenderlo. Creen que hay una posibilidad de arreglo con Moscú.

—¿Y para cuándo se ha fijado el próximo ultimátum?

—Aún no lo han decidido.

—¡Gracias a Cristo! —dijo Pierre Duhamel—. ¡Gracias a Cristo!

Y de alguna manera, aquello sonó como una oración.

FIN

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