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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (9 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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Transcurrieron otros quince minutos antes que Mendelius pudiera liberarse para hacer su llamado al monasterio de Monte Cassino. Encontrar al abad y traerlo al teléfono tomó una interminable cantidad de tiempo. Mendelius rebullía impaciente y colérico hasta que se calmó lo suficiente para recordarse a sí mismo que los monasterios han sido diseñados y están destinados precisamente para separar a los hombres del mundo, no para guardarlos en contacto con él. El abad fue cordial, pero no exactamente efusivo.

—¿Profesor Mendelius? Aquí el abad Andrew. Es muy bondadoso de su parte llamar tan pronto. ¿Podría arreglar su visita para el próximo miércoles? Es día de fiesta y eso permitirá que nuestra hospitalidad sea más generosa. Sugiero que llegue alrededor de las tres y media y por la noche cene con nosotros. El viaje desde Roma es largo, de manera que si desea alojarse aquí estaremos encantados de acomodarlo lo mejor posible.

—Es muy considerado de su parte. Viajaré entonces de regreso el jueves por la mañana. ¿Cómo está mi amigo Jean?

—No se ha sentido muy bien. Pero confío en que la próxima semana, cuando usted venga, se encuentre recuperado. Está muy contento con la perspectiva de verlo.

—Le ruego que le transmita mis más afectuosos recuerdos y que le diga que mi esposa le envía asimismo sus mejores deseos.

—Lo haré con mucho gusto. Hasta el miércoles entonces, profesor.

—Gracias, padre abad.

Mendelius colgó el teléfono y permaneció por algunos minutos absorto en sus pensamientos. Aquí estaba de nuevo el viejo esquema: la respuesta cortés, la velada cautela. Faltaba todavía una semana para el miércoles, tiempo ampliamente suficiente, si las circunstancias cambiaban o la autoridad intervenía, para cancelar la invitación. La enfermedad de Jean Marie, real o diplomática, proveería, llegado el caso, la excusa adecuada.

—¿Algo no anda bien, Carl? —Herman colocó sobre la mesa la bandeja de café y comenzó a servirlo.

—La verdad es que no lo sé. Se diría que el Vaticano se interesa por mis actividades algo más de lo necesario.

—Me parece bastante natural. No olvide que en el pasado usted les dio bastantes dolores de cabeza; y cada libro nuevo provoca en el palomar un intenso revoloteo… ¿Leche y azúcar?

—Azúcar no. Estoy tratando de reducir mi peso.

—Lo he notado. También noté anoche que usted guió la conversación de manera de obtener toda la información posible sobre Gregorio XVII.

—¿Fue tan obvio?

—Creo que solamente para mí. ¿Hay algún motivo especial para su ansia informativa?

—El es amigo mío. Usted lo sabe. Intentaba averiguar que le ha ocurrido realmente.

—¿Acaso no se lo ha contado él mismo?

—Hace ya meses que no sé de él —Mendelius evadió una respuesta directa—. Me imagino que no le ha quedado mucho tiempo disponible para mantener una correspondencia privada.

—¿Pero con ocasión de esta visita usted, sin duda, piensa visitarlo?

—Sí. Ya he arreglado para verlo.

La respuesta había sido una brizna más breve de lo necesario. Herman Frank tenía demasiado tacto para insistir de manera que reinó un momento de embarazoso silencio, luego Herman dijo suavemente.

—Hay algo que me tiene perplejo, Carl. Me gustaría tener su opinión al respecto.

—¿Dígame, Herman?

—Hace más o menos un mes recibí un llamado de nuestra Embajada. El embajador deseaba verme. Me enseñó una carta de Bonn: una circular con instrucciones para todas las academias e institutos que existen fuera del país. Muchos de ellos, como usted sabe, guardan un valioso material que les ha sido prestado por la República: esculturas, cuadros, manuscritos históricos, en fin, ese tipo de cosas… Se instruía a todos los directores de tomar las medidas necesarias para preparar, en algún lugar de los países huéspedes, escondites tan secretos como seguros, donde, en el caso de desórdenes civiles o conflictos internacionales, este material pudiera ser guardado. Se nos concedió inmediatamente el dinero requerido para comprar o arrendar los almacenes adecuados.

—Parece una precaución bastante razonable —dijo Mendelius blandamente— sobre todo cuando sabemos que es imposible asegurar esa clase de obras contra la guerra civil o la violencia.

—Usted no entiende —dijo Herman Frank enfáticamente—. Lo que me preocupó fue el tono del documento, porque había en él una nota de real urgencia y la amenaza de rigurosos castigos en el caso de cualquier negligencia en el cumplimiento de lo estipulado. Tuve la clara impresión de que nuestra gente estaba realmente inquieta como si temieran que dentro de muy poco, algo terrible fuera a ocurrir.

— ¿Tiene alguna copia de esa circular?

—No. El embajador se mostró muy firme y dijo que por ningún motivo la circular debía abandonar el recinto de la embajada. Oh, y hay algo más. Solamente los funcionarios más antiguos y de más alto rango podían conocer su contenido. Encontré que todo tenía un aspecto más bien siniestro. Y continúo pensándolo. Por naturaleza no soy una persona que se inquiete fácilmente pero no puedo dejar de pensar en Hilde y en lo que pudiera ocurrirle si, por alguna emergencia, nos viéramos obligados a separarnos. Me gustaría que me diera su sincera opinión al respecto, Carl.

Por unos minutos Mendelius sintió la tentación de tranquilizar a Frank con cualquier fácil palabra de aliento, pero luego se decidió por lo contrario. Herman Frank era un buen hombre, demasiado blando tal vez, para un mundo tan duro. Merecía una respuesta seria y honrada.

—La situación no es buena, Herman. Todavía no hemos llegado al nivel del pánico, pero no tardaremos en encontrarnos ahí. Todo apunta en esa dirección: los desórdenes públicos, la quiebra de la confianza política, la enorme recesión y los locos altamente colocados que piensan que pueden resolver el problema con una guerra muy bien planeada y limitada. Tiene usted toda la razón en sentirse preocupado. Ahora, lo que pueda hacer ya es otro asunto. Una vez que se de la orden de partida a los primeros misiles ningún lugar en el mundo estará a salvo. ¿Ha hablado con Hilde?

—Sí. No desea, como yo, regresar a Alemania, pero está de acuerdo en que debemos vivir fuera de Roma. Tenemos esa pequeña casa de campo en las colinas toscanas. Es algo solitaria, pero está rodeada por una campiña que nosotros mismos produjéramos… Aunque la sola idea de considerar una eventualidad así parece un acto de desesperación.

—O un acto de fe —dijo Mendelius gentilmente—. Creo que su Hilde es una muchacha muy sabia, y usted debe dejar de preocuparse tanto por ella. Las mujeres tienen mucha mayor resistencia para sobrevivir de la que tenemos nosotros.

—Sí, supongo que es así. Pero la verdad es que nunca las he considerado bajo ese aspecto… ¿No ha pensado a veces cuan bueno sería encontrar un gran hombre que tomara el control de la situación y fuera capaz de sacarnos de este pantano?

—Jamás —dijo Carl Mendelius sombríamente—. Los grandes hombres son peligrosos. Cuando sus sueños fallan los entierran bajo las cenizas de las ciudades donde los hombres sencillos un día vivieron en paz.

—Deseo ser muy sincero con usted Mendelius. Y deseo que usted sea también sincero conmigo.

—¿Cuán sincero, Eminencia? ¿Y sobre que tema?

La hora de la cortesía había terminado. Los bizcochos habían sido comidos. El café estaba frío. Su Eminencia, cardenal Antón Drexel, erecto como un granadero, con el cabello gris, permanecía de pie, con la espalda vuelta hacia su visitante, mirando caer la tarde sobre los jardines del Vaticano. Se dio vuelta lentamente y permaneció por un largo momento silencioso, su silueta sin rostro destacándose muy nítida contra la luz. Mendelius dijo:

—Por favor, Eminencia. ¿Podría sentarse? Me gustaría ver su rostro mientras hablamos.

—Perdóneme —Drexel emitió una honda y gruñona risita—, es un viejo truco… y no es muy cortés… ¿Preferiría que habláramos en alemán?

Drexel, a pesar de su nombre, era italiano, pues había nacido en Bolzano, aquel territorio disputado por Austria y la república italiana. Mendelius se alzó de hombros con indiferencia.

—Como vuestra Eminencia prefiera.

—Usaremos el italiano entonces. Hablo el alemán como un tirolés. Usted podría encontrarlo cómico.

—La lengua nativa es siempre la mejor para ser honrado con ella —dijo Mendelius secamente—. Si mi italiano me falla, hablaré alemán.

Drexel abandonó la ventana y fue a sentarse frente a Mendelius. Arregló cuidadosamente sobre sus rodillas los pliegues de su sotana. Su rostro, que a pesar de las arrugas se conservaba apuesto, parecía tallado en madera. Sólo sus ojos, nítidamente azules, estaban vivos, mientras evaluaban, divertidos, a su interlocutor. Dijo:

—Ha sido usted siempre un cliente difícil —usó la frase familiar: un tipo robusto y Mendelius no pudo evitar una sonrisa ante el disfrazado cumplido—. Ahora, dígame, ¿qué y cuánto sabe usted de lo que acaba de suceder aquí?

—Antes de contestar su pregunta, Eminencia, desearía que usted respondiera a una pregunta mía. ¿Tiene usted la intención de impedir que yo tome contacto con Jean Marie?

—¿Yo? No, en absoluto.

—Y fuera de usted ¿hay alguien más, que usted sepa?

—De acuerdo con lo que sé, nadie, aunque evidentemente hay gente interesada por lo que pueda ocurrir en este encuentro…

—Gracias, Eminencia. Ahora, la respuesta a su pregunta: Sé que el papa Gregorio fue forzado a abdicar. Y conozco los medios que se emplearon para obtener de él esa decisión.

—¿Y esos medios fueron…?

—Una serie de siete informes médicos dados en forma independiente, que fueron luego compuestos y ordenados por la Curia en un documento final destinado a proyectar graves dudas sobre la competencia mental de Su Santidad… ¿Es eso exacto?

Drexel vaciló un momento y luego asintió lentamente.

—Sí, es exacto. Dígame ahora, ¿qué sabe del papel que yo desempeñé en este asunto?

—Entiendo, Eminencia, que si bien usted estaba en desacuerdo con la decisión del Sacro Colegio, accedió sin embargo a servir de emisario y llevarla personalmente al conocimiento del Pontífice.

—¿Sabe por qué mis colegas los cardenales llegaron a esa decisión?

—Sí.

Hubo un relámpago de duda en los ojos de Drexel, pero no obstante continuó sin vacilar.

—¿Está de acuerdo con ella o no?

—Pienso que los medios que se usaron para llevar adelante esa decisión fueron bajos: desnudo chantaje. En cuanto a la decisión misma, debo reconocer que yo mismo me encuentro en un dilema.

—¿Y cómo expresaría ese dilema, amigo mío?

—El papa es elegido Supremo Pastor y Guardián del Depósito de la Fe. ¿Es compatible ese cargo con el rol de profeta anunciando una revelación privada, aun cuando esa revelación sea auténtica?

—De manera que usted sabe —dijo suavemente el Cardenal Prefecto—, y, afortunadamente, comprende.

—Bien. ¿Y dónde nos deja eso, Eminencia?

—Nos enfrenta a un segundo dilema: ¿Cómo podemos probar si la revelación es verdadera o falsa?

—Sus colegas ya resolvieron eso —dijo Mendelius en forma cortante—. Juzgaron que estaba loco.

—No yo —dijo firmemente Antón Drexel—. Creía y continúo creyendo, que su posición como pontífice era insostenible. La oposición que se había levantado contra él era tan fuerte que no tenía ninguna posibilidad de continuar ejerciendo el cargo. ¿Pero loco? Jamás.

—¿Un profeta mentiroso tal vez?

Por primera vez, la máscara que era el rostro de Drexel, traicionó sus emociones.

—Ha expresado usted un pensamiento terrible.

—Me pidió que lo juzgara, Eminencia. En consecuencia debo tomar en consideración todos los veredictos posibles.

—Engañado sí, puede estar. Pero no es un mentiroso.

—¿Piensa que está engañado, que todo no es sino una ilusión suya?

—Me gustaría poder creerlo. Porque todo sería entonces más sencillo. Pero no puedo. Simplemente no puedo.

Bruscamente, tras la máscara, apareció el hombre real y Drexel se vio tal cual era: un viejo león consciente de que estaba perdiendo sus fuerzas. La angustia inscrita en aquella faz hizo surgir en Mendelius una ola de simpatía, pero no obstante sabía que no podía detener ni aminorar el ritmo de su propia investigación. Preguntó firmemente.

—¿En qué forma lo examinó usted, Eminencia? ¿Con qué criterio?

—Con el único criterio que conozco: sometí a examen su lenguaje, su conducta, sus escritos, el tono general de su vida espiritual.

Mendelius rió ahogadamente.

—Acaba de hablar el sabueso de Dios.

Drexel sonrió ceñudamente.

—La herida aún sangra, ¿no es así? Admito que fuimos duros con usted. Pero al menos es evidente que le enseñamos a comprender los métodos. ¿Qué quiere saber primero?

—Fue condenado, finalmente, por aquello que escribió.

—Tengo una copia de la encíclica. ¿Bajo qué luz la leyó usted, Eminencia?

—Obviamente la leí en forma errada. No me cabía la menor duda de que tenía que ser suprimida. Pero también estoy de acuerdo en que no contiene nada, absolutamente nada, que vaya en contra de la tradición doctrinaria de la Iglesia. Hay interpretaciones que pueden ser consideradas extremistas u osadas, pero ciertamente no heterodoxas. Aun el problema de un poder ministerial recibido y ejercido en virtud de una votación popular, en el caso de que la ordenación del ministro competente, el Obispo, sea claramente imposible, es un problema abierto y discutible por los católicos, si bien suena delicado para los oídos romanos.

—Lo que nos lleva finalmente al carácter de su vida espiritual —el tono de Mendelius traicionó una leve sugestión de ironía—. ¿Cómo lo juzga usted, Eminencia?

Por primera vez una sonrisa dulcificó el duro rostro de Drexel.

—En todo caso ese carácter es muy superior al suyo, mi querido Mendelius. Ha permanecido fiel a su vocación de sacerdote. Ha sido siempre un hombre carente de todo egoísmo cuyos pensamientos estuvieron dominados por la pasión de servir a Dios y a las almas. En cuanto a sus pasiones humanas, supo mantenerlas bajo control. En su alto cargo no dejó jamás de ser humilde y bondadoso. Su cólera se dirigió siempre contra la malicia y nunca contra la fragilidad. Aun ahora, al final, no injurió ni habló mal de sus acusadores, sino que supo despedirse con dignidad y aceptó sin quejas su nuevo rol de súbdito. El abad de Monte Cassino me informa que su vida allá es un modelo de sencillez religiosa.

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