—Encantado de conocerla —dijo Gordo Charlie.
Desconcertado, hizo algo que no había hecho nunca: se imaginó a una agente de policía uniformada sin el uniforme, y, para su sorpresa, su imaginación recordaba con todo lujo de detalles el cuerpo desnudo de la chica al lado de la cual se había despertado a la mañana siguiente de aquella celebración en memoria de su padre. El uniforme le hacía parecer algo mayor, le daba un aire más adusto y bastante más temible, pero era ella, sin duda.
Al igual que los demás seres humanos, Gordo Charlie tenía una especie de barómetro interno para medir el grado de inverosimilitud de las cosas que a uno le suceden. En su caso, la aguja llevaba varios días en el punto máximo de la escala —por momentos, incluso fuera de la escala—. Pero en ese preciso instante, el barómetro se hizo añicos, directamente. De ahora en adelante, pensó, ya nada podría volver a sorprenderle. Nada, por más absurdo que fuera. Aquél era el colmo de todos los colmos.
Pero, por supuesto, se equivocaba.
Gordo Charlie se quedó mirando a Daisy mientras abandonaba las oficinas y, a continuación, siguió a Grahame Coats hasta su despacho.
Grahame Coats cerró la puerta con aire resuelto. Luego, se sentó en la esquina de la mesa y sonrió; era la sonrisa de una comadreja que se ha quedado encerrada en un gallinero lleno de sabrosas gallinas.
—Vayamos al grano —dijo—. Pongamos las cartas sobre la mesa. No nos andemos por las ramas. Vamos —siguió abundando en la idea— a llamar al pan, pan y al vino, vino.
—Muy bien —replicó Gordo Charlie—, adelante. Dijo usted que necesitaba que le firmara algunos documentos.
—Eso ya no ha lugar. Olvídese de ello. No, quiero que hablemos de algo que usted sacó a colación hace unos días. Me puso usted sobre aviso de que había detectado ciertas transacciones irregulares al repasar la contabilidad de la empresa.
—¿Eso hice?
—Dos, Charlie, hacen falta dos para jugar a este juego. Naturalmente, mi primer impulso fue ponerme a investigar el asunto. Esa es la razón de que la agente detective Day nos haya honrado esta mañana con su presencia. Y me imagino que nada de lo que he descubierto le causará la más mínima sorpresa.
—¿No?
—No, ni mucho menos. Los datos, tal como usted señaló, apuntan a que en esta empresa se ha perpetrado un delito de malversación de fondos, Charles. Pero, mire usted por dónde, el dedo acusador señala inequívocamente a un único responsable.
—¿Hay un sospechoso?
—Lo hay.
Gordo Charlie no entendía nada.
—¿Quién?
Grahame Coats trató de aparentar preocupación, o al menos, de que pareciera que intentaba aparentar preocupación, pero la expresión que le salió se parecía más a la de un bebé que necesitara desesperadamente expulsar el aire.
—Tú, Charles. La policía sospecha de ti.
—Sí —replicó Gordo Charlie—, no me extraña. Hoy es un día de ésos en los que cualquier cosa me parece posible.
Araña abrió la puerta, se había puesto a llover, y Gordo Charlie estaba allí plantado, con la ropa toda arrugada y empapado de la cabeza a los pies.
—¿Qué pasa? —dijo Gordo Charlie—. ¿Es que ya no se me permite entrar en mi propia casa?
—No seré yo quien te lo impida —respondió Araña—. Después de todo, es tu casa. ¿Dónde te has metido esta noche?
—Sabes de sobra dónde he estado. He estado intentando volver a casa. No sé qué clase de hechizo te habrás sacado de la manga esta vez.
—No ha sido magia —protestó Araña, ofendido—. Ha sido un milagro.
Gordo Charlie lo apartó de un empujón y subió las escaleras con paso vacilante. Se metió en el cuarto de baño, puso el tapón de la bañera y abrió los grifos. Salió al pasillo.
—Me da igual cómo lo llames. Pero estás en mi casa, a la que me has impedido volver esta noche. —Se quitó la ropa que llevaba puesta desde hacía dos días y, a continuación, asomó la cabeza por la puerta—. Y la policía me está investigando por un delito que se ha cometido en la oficina. ¿Fuiste tú quien le habló a Grahame Coats de ciertas irregularidades en la contabilidad de la empresa?
—Por supuesto que sí —contestó Araña.
—¡Ja! Fantástico, pues soy su único sospechoso, mira qué bien.
—Oh, venga, no creo que sospeche de ti —dijo Araña.
—Tú no tienes ni idea —replicó Gordo Charlie—. He hablado con él. La policía ha tomado cartas en el asunto. Y luego está lo de Rosie. Tú y yo vamos a hablar largo y tendido sobre Rosie en cuanto salga del baño. Porque, antes de nada, voy a darme un buen baño. Me he pasado toda la noche andando y sólo he podido dormir un rato, en el asiento trasero de un taxi. Cuando me desperté, eran las cinco de la mañana y mi taxista se había transformado en Travis Bickle. Estaba en pleno monólogo. Le dije que se olvidara de intentar llevarme a Maxwell Gardens; obviamente, no era la noche adecuada para ir a Maxwell Gardens. Al final, me dio la razón y nos fuimos a desayunar a un sitio de ésos a los que van los taxistas a desayunar. Comimos huevos, salchichas, judías y tostadas, y tomamos un té en el que la cucharilla se podía sostener de pie. Cuando les contó a los demás taxistas que se había pasado la noche dando vueltas intentando llegar a Maxwell Gardens... en fin, yo pensé que acabarían llegando a las manos. Al final, la cosa no pasó a mayores. Pero, no te creas, faltó muy poco.
Gordo Charlie hizo una pausa para tomar aliento. Araña lo miraba con aire compungido.
—Después —dijo Gordo Charlie—. Después de bañarme.
Gordo Charlie cerró la puerta del baño dando un portazo.
Se metió en la bañera.
Lanzó un gemido.
Salió de la bañera.
Cerró los grifos.
Se puso una toalla en la cintura y abrió la puerta del cuarto de baño.
—No hay agua caliente —dijo con mucha, muchísima calma—, ¿tienes idea de por qué no tenemos agua caliente?
Araña estaba de pie en mitad del pasillo, justo donde lo había dejado unos segundos antes.
—Antes me he dado un baño caliente en el jacuzzi —dijo—. Lo siento.
Gordo Charlie replicó:
—Bueno, por lo menos Rosie no... Es decir, ella no se... —y entonces vio la expresión en el rostro de Araña.
Gordo Charlie dijo:
—Quiero que te largues de mi casa. Que desaparezcas de mi vida. Y de la vida de Rosie. ¡Fuera!
—Me gusta estar aquí —respondió Araña.
—¡Tú eres el culpable de que toda mi puta vida se esté yendo al carajo!
—Estás siendo injusto conmigo.
Araña se dirigió a la habitación del fondo y abrió la puerta. Una dorada luz tropical inundó el pasillo por unos segundos y, a continuación, la puerta se cerró.
Gordo Charlie se lavó la cabeza con agua fría. Se cepilló los dientes. Revolvió en el cesto de la ropa sucia hasta sacar unos vaqueros y una camiseta que habían ido a parar al fondo del todo y, por tanto, parecían razonablemente limpios. Se vistió, se puso un jersey morado que tenía un osito en el pecho; un regalo de su madre que no se había puesto jamás, pero del que tampoco había tenido valor para deshacerse.
Se dirigió al fondo del pasillo.
Una melodía se colaba a través de la puerta cerrada, había un tambor y un contrabajo:
dum–chaka–dum.
Gordo Charlie intentó hacer girar el pomo. Araña había echado el pestillo.
—Como no abras inmediatamente esta puerta —gritó—, la echo abajo de una patada.
La puerta se abrió antes de que terminara de pronunciar su amenaza. Gordo Charlie se asomó y vio que la habitación había recuperado su aspecto normal. Allí estaban otra vez sus cajas. Por la ventana, no se veía más que la casa de enfrente —más que verla, tuvo que adivinarla, porque afuera estaba cayendo el diluvio.
A pesar de todo, seguía oyendo la misma música. Era como si alguien, justo en la habitación de al lado, tuviera el volumen a todo trapo: toda la habitación vibraba al compás de un lejano
dum–chaka–dum.
—Muy bien —dijo Gordo Charlie como si le estuviera hablando a otra persona—. Supongo que eres consciente de que esto es una declaración de guerra.
Aquél era el grito de guerra del Conejo cuando se veía arrastrado a una situación extrema. En algunos lugares, la gente cree que Anansi era un conejo burlón. Ni que decir tiene que tal creencia es errónea: Anansi era una araña. Probablemente os resulte inconcebible que alguien pueda confundir a dos animales tan dispares, pero os aseguro que la confusión es más habitual de lo que imagináis.
Gordo Charlie se fue a su habitación. Sacó su pasaporte del cajón de la mesilla de noche y, a continuación, se fue al cuarto de baño a por su cartera.
Se fue andando bajo la lluvia hasta la carretera principal y paró un taxi.
—¿Adónde?
—A Heathrow —respondió Gordo Charlie.
—Muy bien —dijo el taxista—. ¿A qué terminal?
—Ni idea —replicó Gordo Charlie, consciente de que, en realidad, debería saberlo. Después de todo, no habían pasado más que unos días—. ¿De dónde salen los vuelos para Florida?
Cuando Grahame Coats empezó a planear su huida de la agencia que llevaba su nombre, John Major era aún el Primer Ministro. Lo bueno no dura siempre, qué se le va a hacer. Tarde o temprano —como el propio Grahame Coats os habría explicado con sumo placer—, incluso si tu gallina pone huevos de oro, no tendrás más remedio que echarla al puchero. Aunque lo tenía todo muy bien planeado (nunca se sabe si tendrás que salir corriendo de un día para otro) y era consciente de que los acontecimientos empezaban a agolparse de forma ominosa, como cuando los nubarrones empiezan a acumularse en el horizonte, quería aplazar el momento de huir todo cuanto le fuera posible.
Lo más importante, y así lo había decidido ya mucho tiempo antes, era no salir corriendo, sino evaporarse, desvanecerse, desaparecer sin dejar rastro.
En el interior de su cámara de seguridad —una habitación secreta y acorazada que se había hecho construir dentro de su propio despacho, y de la que se sentía tremendamente orgulloso—, en un estante que él mismo había colocado, y que había tenido que volver a colocar en su sitio recientemente (pues se había caído), guardaba un neceser de cuero que contenía dos pasaportes: uno a nombre de Basil Finnegan y el otro a nombre de Roger Bronstein. Ambos habían nacido unos cincuenta años antes, más o menos en la misma época que Grahame Coats, pero daba la casualidad de que tanto Basil como Roger habían muerto antes de cumplir su primer año de vida. El rostro que aparecía en las fotografías de los dos pasaportes era el de Grahame Coats. Además, el neceser contenía dos billeteras: en una, las tarjetas de crédito y el carné estaban a nombre de Basil Finnegan, mientras que en la otra, el nombre que figuraba tanto en el carné como en las tarjetas era el de Roger Bronstein. También se había encargado de hacer los trámites necesarios para poder operar bajo cualquiera de las dos identidades con las cuentas que tenía en las Islas Caimán y cuyos fondos estaban siendo desviados, a su vez, a diferentes cuentas en las Islas Vírgenes, Suiza y Licchtenstein.
Grahame Coats tenía planeado irse para siempre el día que cumpliera los cincuenta, para lo cual le quedaba poco más de un año. Pero ahora andaba dándole vueltas al asunto de Gordo Charlie.
Lo cierto es que no pretendía que detuvieran a Gordo Charlie ni que lo metieran en la cárcel, aunque tampoco pensaba mover un dedo para evitarlo. Quería verlo asustado, desacreditado y fuera de su empresa.
Grahame Coats disfrutaba exprimiendo a los clientes de la Agencia Grahame Coats y, además, se le daba bien hacerlo. Se había llevado una agradable sorpresa al descubrir que los artistas y famosos, si uno seleccionaba bien a su clientela, no tenían ni idea del dinero que manejaban y se sentían aliviados de tener a alguien que los representara y que manejara sus asuntos financieros evitándoles cualquier quebradero de cabeza. Cuando sus cheques o sus extractos bancarios no llegaban a su debido tiempo, o cuando las cifras eran menores de lo que ellos esperaban, o cuando descubrían algún cargo sospechoso en su cuenta... En fin, Grahame Coats renovaba continuamente su plantilla, especialmente en el departamento de contabilidad, y no había nada que no se pudiera atribuir a la incompetencia de un antiguo empleado o, en último caso, arreglarse con una caja de champán y un generoso cheque a modo de compensación.
No era que Grahame Coats tuviera don de gentes, ni que supiera inspirar confianza. Incluso sus representados lo tenían por una comadreja. Pero estaban convencidos de que era su comadreja, y en eso se equivocaban.
Grahame Coats era «su» propia comadreja.
Sonó el teléfono.
—¿Sí?
—¿Señor Coats? Le llama Maeve Livingstone. Ya sé que me dio instrucciones de pasarla con Gordo Charlie, pero como ahora está de vacaciones, no sé muy bien qué hacer. ¿Le digo que ha tenido que salir?
Grahame Coats se quedó pensando un momento. Antes de que un inesperado infarto lo mandara al otro mundo, Morris Livingstone —un cómico bajito, nacido en Yorkshire, que una vez fue el más querido del país— protagonizaba series de televisión como
Volvemos en breve
y tenía un show los sábados por la noche:
Morris Livingstone, supongo.
Incluso, allá en los ochenta, llegó a estar entre los diez más vendidos con un original single titulado
Qué bonita mariquita (pero vete bien lejitos).
Era un hombre simpático, de trato fácil, que no sólo había dejado sus asuntos financieros en manos de la Agencia Grahame Coats, sino que, siguiendo el consejo que le había dado el propio Grahame Coats, lo había nombrado su albacea testamentario.
Habría sido un crimen no caer en una tentación de ese calibre.
Y luego estaba Maeve Livingstone. En honor a la verdad, hay que decir que Maeve Livingstone había protagonizado o coprotagonizado, sin saberlo, varias de las fantasías más íntimas de Grahame Coats durante muchos años.
Grahame Coats dijo:
—Pásamela. —Y luego, en tono solícito—: Maeve, cuánto me alegro de oírte. ¿Cómo estás?
—Pues no sabría decirte —respondió ella.
Cuando conoció a Morris, Maeve Livingstone era bailarina, y siempre había estado muy por encima del gran hombrecillo. Había sido un matrimonio muy feliz, se adoraban.
—Bueno, cuéntame lo que te pasa.
—Hablé con Charles hace un par de días. Quería saber. Bueno, el director de mi sucursal quería saber. El dinero que Morris me dejó. Nos dijeron que a estas alturas ya podríamos disponer de una parte.