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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Filosofía

Los problemas de la filosofía (9 page)

BOOK: Los problemas de la filosofía
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A saber:

(1) La ley de identidad: “Lo que sea que es, es”.

(2) La ley de contradicción: “Nada puede ser y no ser”.

(3) La ley del medio excluido: “Todo debe ser o no ser”.

Estas tres leyes son muestras de principios lógicos que son evidentes por sí mismos, pero realmente no son más fundamentales o más evidentes que varios otros principios similares: por ejemplo, el que acabamos de considerar, que establece que lo que sigue de una premisa verdadera es verdadero. El nombre “Leyes del Pensamiento” también puede causar confusión, ya que lo que es importante no es el hecho de que pensemos de acuerdo con estas leyes, mas el hecho de que las cosas se comporten de acuerdo a estas leyes; en otras palabras, el hecho de que cuando pensemos de acuerdo con ellas pensemos
verazmente
. Pero esta es una gran pregunta, a la cual deberemos regresar más tarde.

Además de los principios lógicos que nos permiten probar desde una premisa dada que algo es
ciertamente
verdadero, hay otros principios lógicos que nos permiten probar, desde una premisa dada, que hay mayor o menor probabilidad de que algo sea cierto. Un ejemplo de tales principios — tal vez el más importante — es el principio de inducción que consideramos en el capítulo anterior.

Una de las más grandes controversias en la historia de la filosofía es la controversia entre dos escuelas llamadas respectivamente “empiristas” y “racionalistas”. Los empiristas — que están mejor representados por los filósofos británicos Locke, Berkeley y Hume — sostuvieron que todo nuestro conocimiento se deriva de la experiencia; los racionalistas — representados por los filósofos continentales del siglo XVII, en especial Descartes y Leibniz — sostuvieron que, además de lo que conocemos por experiencia, hay algunas “ideas innatas” y “principios innatos”, que conocemos independientemente de la experiencia. Ahora es posible decidir con alguna confianza con respecto a la verdad o falsedad de estas escuelas oponentes. Se debe admitir, por las razones recién mencionadas, que los principios lógicos nos son conocidos, y que no pueden ser probados por la experiencia, ya que toda prueba los presupone. En esto por lo tanto, que fue el punto más importante de la controversia, tenían razón los racionalistas.

Por otro lado, inclusive aquella parte de nuestro conocimiento que es
lógicamente
independiente de la experiencia (en el sentido que la experiencia no puede probarla) es en su totalidad descubierta y causada por la experiencia. Es en ocasión de experiencias particulares cuando nos damos cuenta de las leyes generales que ejemplifican sus conexiones. Sería ciertamente absurdo suponer que hay principios innatos, en el sentido que los bebés nacen con conocimiento de todo lo que los hombres saben y que no puede ser deducido de lo que es experimentado. Por esta razón, la palabra “innato” no será empleada para describir nuestro conocimiento de los principios lógicos. El enunciado “
a priori
” es menos objetable y más usual en escritores modernos. Luego, mientras se admite que todo conocimiento es descubierto y causado por la experiencia, debemos sostener sin embargo que algún conocimiento es
a priori
, en el sentido que la experiencia que nos hace pensar en él no baste para probarlo, pero que simplemente dirige nuestra atención a su verdad sin requerir ninguna prueba de ella.

Hay otro punto de gran importancia, en el cual los empiristas tenían la razón, no así los racionalistas. Nada puede ser conocido como
existente
excepto por la ayuda de la experiencia. Lo que quiere decir, si queremos probar que algo de lo que no tenemos experiencia directa existe, que debemos tener de entre nuestras premisas la existencia de una o más cosas con las que tuvimos experiencia directa. Nuestra creencia de que el Emperador de China existe, por ejemplo, se apoya sobre testimonios, y los testimonios consisten, en el último análisis, de informaciones sensoriales vistas, o leídas, u oídas. Los racionalistas creían que, como consideración general sobre lo que
debe
ser, podían deducir la existencia de esto o aquello del mundo verdadero. En esta creencia parece que están errados. Todo el conocimiento que podemos adquirir
a priori
con respecto a la existencia parece ser hipotético: nos dice que
si
una cosa existe, otra debe existir o, más generalmente, que
si
una proposición es verdadera, otra debe ser verdadera. Esto es ejemplificado por los principios con los que ya hemos lidiado, como “
si
esto es verdadero, y esto implica eso, entonces eso es verdadero”, o “
si
esto y eso han sido encontrados recurrentemente conectados, ellos probablemente estén conectados en el siguiente caso en donde uno de ellos se encuentre”. Luego el alcance y potencial de los principios
a priori
está estrictamente limitado. Todo conocimiento de que algo existe debe en parte depender de la experiencia. Cuando algo es conocido de inmediato, su existencia es conocida sólo por la experiencia; cuando algo es probado como existente, sin ser conocido inmediatamente, tanto la experiencia como los principios
a priori
deben ser requeridos en la prueba. El conocimiento es llamado empírico cuando se basa en parte o exclusivamente en la experiencia. Luego, todo conocimiento que sostenga la existencia es empírico, y el único conocimiento
a priori
con respecto a la existencia es hipotético, otorgando conexiones entre las cosas que existen o puedan existir, mas sin otorgar verdadera existencia.

El conocimiento
a priori
no es todo del tipo lógico que hemos estado considerando hasta aquí. Tal vez el ejemplo más importante de conocimiento
a priori
no lógico es el conocimiento del valor ético. No me refiero de los juicios sobre lo que es útil o sobre lo que es virtuoso, ya que tales juicios requieren de premisas empíricas; me refiero de los juicios como el de lo que es deseablemente intrínseco de las cosas. Si algo es útil, debe ser útil porque asegura algún fin; el fin debe, si hemos ido lo suficientemente lejos, ser valioso en sí mismo, y no simplemente porque es útil para un fin ulterior. Por lo tanto, todos los juicios sobre lo que es útil dependen de los juicios sobre lo que tiene valor en sí mismo.

Juzgamos, por ejemplo, que la felicidad es más deseable que la tristeza, el conocimiento que la ignorancia, la buena voluntad que el odio, etcétera. Tales juicios deben, al menos en parte, ser inmediatos y
a priori
. Como nuestros previos juicios
a priori
, ellos podrán ser
descubiertos
por la experiencia, y en efecto deben serlo; porque parece imposible juzgar sobre si cualquier cosa es intrínsecamente valiosa a menos que hayamos experimentado algo del mismo tipo. Pero es justamente obvio que no pueden ser
probadas
por la experiencia; porque el hecho de que una cosa exista o no exista no prueba ya sea que es buena y que deba existir o que sea mala. La búsqueda de esto pertenece a la ética, en donde la imposibilidad para deducir lo que debe ser de lo que es debe ser establecida. En la relación actual, sólo es importante darse cuenta de que el conocimiento sobre lo que es intrínsecamente valioso es
a priori
en el mismo sentido en que la lógica es
a priori
, es decir en el sentido en que la verdad de tal conocimiento no puede ser probada ni refutada por la experiencia.

Toda matemática pura es
a priori
, como la lógica. Esto fue estruendosamente rechazado por los filósofos empíricos, que sostenían que la experiencia era fuente tanto de nuestro conocimiento de la aritmética como de la geografía. Afirmaban que por medio de experiencias repetidas al ver dos cosas y otras dos cosas, y al encontrar que todas juntas hacían cuatro cosas, nosotros llegábamos por inducción a la conclusión de que dos cosas y otras dos cosas harían
siempre
cuatro cosas todas juntas. Si, sin embargo, ésta fuera la fuente de nuestro conocimiento de que dos y dos son cuatro, debemos proceder de forma distinta, para persuadirnos de su verdad, a la forma en que realmente procedemos. De hecho, un cierto número de casos es necesario para hacernos pensar en dos abstractamente en vez de dos monedas, o dos libros, o dos personas, o dos de cualquier tipo. Pero tan pronto podemos desviar nuestros pensamientos de la particularidad irrelevante, podemos
ver
el principio general dos y dos son cuatro; cada caso es visto como
típico
, y el examen de otros casos se hace innecesario
[1]
.

Lo mismo se ejemplifica en la geometría. Si queremos probar alguna propiedad sobre
todos
los triángulos, dibujamos algún triángulo y razonamos sobre él; podemos obviar el uso de cualquier propiedad que no comparta con los demás triángulos y no obstante, de nuestro caso particular, obtenemos un resultado general. De hecho no sentimos que nuestra certeza de que dos más dos son cuatro se incremente por nuevos casos, porque, tan pronto como vemos la verdad de esta proposición, nuestra certeza es tal que es incapaz de hacerse mayor. Es más, sentimos cierta cualidad de
necesidad
sobre la proposición “dos y dos son cuatro”, que está ausente inclusive de las generalizaciones empíricas más probadas. Tales generalizaciones siempre permanecen como meros hechos: sentimos que puede haber un mundo en donde puedan ser falsas, a pesar de que en el nuestro resultan ser verdaderas. En cualquier mundo posible, al contrario, sentimos que dos y dos son cuatro: esto no es un simple hecho, mas una necesidad en la cual todo lo real y lo posible se debe conformar.

Este caso puede hacerse más claro por medio de la consideración de una genuina generalización empírica como “Todos los hombres son mortales”. Es evidente que creemos esta proposición, en primer lugar, porque no se conoce un caso de hombres que vivan más allá de una cierta edad, y en segundo lugar, porque parece haber bases fisiológicas para pensar que un organismo, tal como el cuerpo humano, debe tarde o temprano desgastarse. Omitiendo la segunda, y considerando únicamente nuestra experiencia sobre la mortalidad del hombre, es obvio que no podemos estar contentos con un caso claramente entendido de un hombre muriendo, en donde, en el caso de “dos y dos son cuatro”, un caso es suficiente, cuando es considerado con cuidado, para persuadirnos de que lo mismo puede suceder en otro caso. También podemos estar forzados a admitir, por medio de la reflexión, que puede haber alguna duda, aunque pequeña, con respecto a que
todos
los hombres son mortales. Esto puede hacerse claro por medio del intento de imaginar dos mundos diferentes, en donde en uno de ellos los hombres no son mortales, mientras que en el otro dos y dos son cinco. Cuando Swift nos invita a considerar la raza de los Struldbugs que nunca mueren, lo consentimos en nuestra imaginación. Pero un mundo en donde dos y dos son cinco parece estar en otro nivel. Sentimos que tal mundo, si hubiera uno, podría echar abajo toda la estructura de nuestro conocimiento y reducirnos a una duda manifiesta.

El hecho está en que, en simples juicios matemáticos como “dos y dos son cuatro”, y también en muchos juicios lógicos, conocemos la proposición general sin inferirla de casos particulares, a pesar de que algún caso es usualmente necesario para aclararnos lo que significa la proposición general. Esto explica por qué hay una utilidad real en el proceso de
deducción
, que parte de lo general a lo general, o de lo general a lo particular; como a su vez en el proceso de
inducción
, que parte de lo particular a lo particular, o de lo particular a lo general. Es un viejo debate entre los filósofos si la deducción aporta en algún momento
nuevos
conocimientos. Podemos ahora ver que en ciertos casos, al menos, así lo hace. Si sabemos que dos y dos siempre son cuatro, y sabemos que Brown y Jones son dos, y también Robinson y Smith, podemos deducir que Brown, y Jones, y Robinson, y Smith son cuatro. Esto es un conocimiento nuevo que no estaba contenido en nuestras premisas, ya que la proposición general, “dos y dos son cuatro”, nunca nos dice que había tales personas como Brown, y Jones, y Robinson, y Smith, y las premisas particulares no nos dicen que ellos hicieran cuatro, en donde la proposición particular nos informa de ambas cosas.

Pero la novedad del conocimiento es mucho menos cierta si tomamos el caso obtenido por deducción que siempre encontramos en los libros de lógica, a saber: “Todos los hombres son mortales; Sócrates es un hombre, luego Sócrates es mortal”. En este caso, lo que realmente sabemos más allá de la duda razonable es que ciertos hombres, A, B, C, fueron mortales, ya que de hecho murieron. Si Sócrates fue uno de esos hombres, es tonto darle la vuelta con el “todos los hombres son mortales” para llegar a la conclusión de que
probablemente
Sócrates sea mortal. Si Sócrates no es uno de los hombres en los que nuestra inducción se basó, haremos mejor en argumentar directamente desde nuestro A, B, C, a Sócrates, que darle la vuelta por la proposición general “todos los hombres son mortales”. (Esto es obvio, porque si todos los hombres son mortales, también lo es Sócrates; pero si Sócrates es mortal, no se sigue que todos los hombres son mortales.) Luego, deberemos llegar a la conclusión de que Sócrates es mortal con un grado mayor de certeza si hacemos nuestro argumento puramente inductivo, que si lo hacemos a través del “todos los hombres son mortales” y después usar la deducción.

Esto ilustra la diferencia entre las proposiciones generales conocidas
a priori
, como “dos y dos son cuatro”, y las generalizaciones empíricas como “todos los hombres son mortales”. Con respecto a la primera, la deducción es el modo correcto de argumentación, mientras que la inducción con respecto a la última es siempre teóricamente preferible y garantiza una mayor confianza en la verdad de nuestra conclusión, porque todos las generalizaciones empíricas son menos ciertas que sus casos particulares.

Hemos visto ahora que hay proposiciones conocidas
a priori
, y que de entre ellas hay las proposiciones de la lógica y de las matemáticas puras, como también de las proposiciones fundamentales de la ética. La pregunta que enseguida nos debe ocupar es la siguiente: ¿Cómo es posible que pueda haber tal conocimiento? Y con mayor detalle, ¿cómo puede haber el conocimiento de las proposiciones generales en las cuestiones donde no hemos examinado todos los casos y que por supuesto nunca podremos examinarlos todos, porque su número es infinito? Estas preguntas, que fueron primeramente consideradas de manera prominente por el filósofo alemán Kant (1724 — 1804), son muy difíciles e históricamente muy importantes.

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