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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Ciencia ficción, Relato

Los reyes de la arena (2 page)

BOOK: Los reyes de la arena
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Así era. En el castillo, el semblante de Jala Wo estaba sereno, sosegado y era muy vívido. Kress se maravilló ante aquella muestra de destreza.

—¿Cómo lo hacen?

—Las patas delanteras se doblan como si fueran brazos. Incluso tienen una especie de dedos, tres zarcillos pequeños y flexibles. Y cooperan perfectamente, tanto en la construcción como en la batalla. Recuérdelo, todos los seres de un mismo color comparten una sola mente.

—Explíqueme más cosas —pidió Kress.

Wo sonrió.

—El vientre habita en el castillo. Vientre es el nombre que yo he elegido… Un juego de palabras, más bien. Ese ser es madre y estómago al mismo tiempo. Hembra, grande como su puño, inmóvil. En realidad, rey de la arena es un nombre algo inadecuado. Las criaturas móviles son campesinos y guerreros. El gobernante real es una reina. Pero esta analogía tampoco es correcta. Un castillo, considerado como un todo, es una sola criatura hermafrodita.

—¿Qué comen?

—Los seres móviles comen una especie de papilla, alimento previamente digerido que obtienen en el interior del castillo. Lo consiguen del vientre después que esta criatura lo haya elaborado durante varios días. Sus estómagos no soportan otra cosa. Si el vientre muere, ellos no tardan mucho en hacer lo propio. El vientre… el vientre come de todo. No le representará gasto extra alguno. Restos de comida servirán perfectamente.

—¿Alimento vivo? —preguntó Kress.

Wo hizo un gesto de indiferencia.

—Todos los vientres comen seres móviles de los otros castillos, sí.

—Estoy intrigado —admitió Kress—. Si tan sólo no fueran tan pequeños…

—Los suyos pueden ser mayores. Estos reyes de la arena son pequeños porque el tanque es pequeño. Al parecer, limitan su crecimiento para amoldarse al espacio disponible. Si los cambiara a un tanque de mayor tamaño, seguirían creciendo.

—Hmmm. Mi tanque de pirañas es dos veces mayor que este y está vacío. Podría limpiarlo, llenarlo de arena…

—Wo y Shade se encargarían de la instalación. Será un placer hacerlo.

—Por supuesto —dijo Kress—. Espero que me venderán cuatro castillos intactos.

—Naturalmente.

Empezaron a discutir el precio.

Tres días más tarde, Jala Wo se presentó en la mansión de Kress con un lote de reyes de la arena en estado de latencia y los operarios que se encargarían de la instalación. Los ayudantes de Wo eran un tipo de extranjeros con el que Kress no estaba familiarizado: bípedos regordetes de amplia cintura, cuatro brazos y ojos saltones y multifacetados. Su piel era gruesa, correosa, retorcida hasta formar cuernos, espinas y prominencias en raros lugares del cuerpo. Pero eran muy fuertes y excelentes trabajadores. Wo les dio órdenes en una lengua musical que Kress desconocía.

Acabaron el mismo día. Trasladaron el tanque de pirañas al centro de la espaciosa salita, dispusieron sofás a ambos lados para permitir una mejor visión, limpiaron el depósito y lo llenaron de arena y piedras en sus dos terceras partes. Luego instalaron un sistema especial de iluminación que daba la tenue luz roja preferida por los reyes de la arena y permitía la proyección de imágenes holográficas en el interior del tanque. En la parte superior montaron una sólida cubierta de plástico equipada con un dispositivo de alimentación.

—De esta forma —explicó Wo—, usted podrá alimentar a sus reyes de la arena sin sacar la cubierta del tanque, sin correr el riesgo que los seres móviles escapen.

La cubierta también incluía mecanismos para controlar el clima, para condensar la cantidad exacta de humedad del aire.

—El ambiente ha de ser seco, pero no demasiado —dijo Wo.

Finalmente, uno de los operarios de cuatro brazos entró al tanque y excavó profundos agujeros en las cuatro esquinas. Unos de sus compañeros le entregó los vientres aletargados, sacándolos uno por uno de sus embalajes criónicos.

No parecían gran cosa. Kress pensó que sólo podía compararlos a trozos de carne cruda moteada y medio podrida. Todos tenían una boca.

El operario los enterró, uno en cada rincón del tanque. A continuación, el equipo de instalación cerró el equipo y se despidió.

—El calor hará que los vientres se despierten —dijo Wo—. En menos de una semana los seres móviles habrán nacido y empezarán a salir a la superficie. Asegúrese de darles mucha comida. Necesitarán toda su fuerza hasta que se hallen bien establecidos. Supongo que usted tendrá los castillos erigidos en, aproximadamente, tres semanas.

—¿Y mi rostro? ¿Cuándo esculpirán mi rostro?

—Proyecte su holograma una vez que haya transcurrido un mes —le aconsejó Wo—. Y tenga paciencia. Si tiene dudas, llámenos, por favor. Wo y Shade están a su servicio.

Wo saludó con una inclinación de cabeza y se fue.

Kress volvió junto al tanque y encendió un cigarrillo de marihuana.

Impaciente, tamborileó con sus dedos en el plástico y arrugó la frente.

El cuarto día Kress creyó vislumbrar movimiento bajo la arena. Sutiles agitaciones subterráneas.

El quinto día vio a su primer móvil, un blanco solitario.

El sexto día contó una docena de ellos, blancos, rojos y negros.

Los anaranjados se retrasaban. Kress introdujo una taza de restos de comida medio estropeada. Los móviles la percibieron al instante, se precipitaron hacia ella y comenzaron a arrastrar trozos hacia sus respectivas esquinas. Todos los grupos de color mostraron una elevada organización. No pelearon. Kress se desilusionó un poco, pero decidió darles tiempo.

Los anaranjados aparecieron al octavo día. Por entonces los demás reyes de la arena habían comenzado a transportar piedritas y erigir toscas fortificaciones. Siguieron sin pelear. De momento tenían la mitad del tamaño de los que había visto en Wo y Shade, pero Kress pensó que estaban creciendo con gran rapidez.

Los castillos adquirieron altura a mitad de la segunda semana.

Organizados batallones de móviles tiraban de gruesos trozos de arenisca y granito hasta sus esquinas, donde otros móviles ponían la arena en su lugar ayudándose de mandíbulas y zarcillos. Kress había adquirido unos anteojos, por lo que pudo observar el trabajo de las criaturas en cualquier parte del tanque que se encontraran. Circundó una y otra vez las elevadas paredes de plástico, sin dejar de observar.

Era fascinante.

Los castillos resultaban algo más simple de los que le habría gustado, pero Kress tuvo una idea. Al día siguiente introdujo obsidiana y fragmentos de vidrios de colores junto con la comida. Los materiales fueron incorporados a los muros del castillo en pocas horas.

El castillo negro fue el primero que estuvo terminado, seguido por las fortalezas blanca y roja. Los anaranjados fueron los últimos, como siempre. Kress hizo todas sus comidas en la salita, sentado en el sofá para poder observar. Esperaba que la primera guerra estallara de un momento a otro.

Fue decepcionándose. Pasaron los días, los castillos fueron aumentando en altura y tamaño y Kress raras veces abandonaba el tanque, a no ser para atender sus necesidades sanitarias y responder llamadas importantes relacionadas con su negocio. Pero los reyes de la arena no guerreaban. Estaba empezando a intranquilizarse.

Finalmente dejó de alimentarlos.

Dos días después que los restos de comida cesaron de caer desde su cielo, cuatro móviles negros rodearon a otro anaranjado y lo arrastraron hacia su vientre. Primero lo mutilaron, rompiendo sus mandíbulas, antenas y patas, y luego lo condujeron a través de la oscura puerta de su castillo en miniatura. La criatura no volvió a salir. Al cabo de una hora, más de cuarenta móviles anaranjados marcharon sobre la arena y atacaron el rincón de los negros. Fueron superados numéricamente por los negros, que se apresuraron a surgir de las profundidades. Al acabar la lucha, los atacantes habían sido masacrados. Los muertos y heridos fueron introducidos en el castillo para alimentar el vientre negro.

Kress, satisfecho, se felicitó por su ingenio.

Al día siguiente, cuando puso la comida en el tanque, estalló una batalla múltiple por la posesión del alimento. Los blancos fueron los grandes vencedores.

Después de eso, se sucedieron las batallas.

Casi un mes después del día en que Jala Wo había entregado los reyes de la arena, Kress conectó el proyector holográfico y su semblante se materializó en el tanque. La imagen fue girando, poco a poco, de modo que fuera visible por igual desde los cuatro castillos. Kress pensó que el parecido era excelente. La proyección tenía la sonrisa de picardía, amplia boca y abultados carrillos de Kress. Sus ojos azules centelleaban, su cabello cano estaba cuidadosamente arreglado, sus cejas eran finas y sofisticadas.

Los reyes de la arena emprendieron el trabajo muy pronto. Kress los alimentó en abundancia mientras su imagen fulguraba sobre las criaturas en el cielo. Las batallas cesaron de forma temporal. Toda la actividad se centró en la adoración.

El rostro de Kress apareció en los muros de los castillos.

Al principio todas las tallas le parecieron semejantes, pero conforme fue prosiguiendo el trabajo y Kress estudió las reproducciones, empezó a detectar diferencias sutiles en la técnica y en la ejecución. Los rojos eran los más creativos; usaban diminutos fragmentos de esquisto para el gris del cabello. El ídolo de los blancos le pareció joven y malévolo, en tanto que el rostro moldeado por los negros —aunque prácticamente idéntico, rasgo a rasgo— le sorprendió por la sabiduría y benevolencia que reflejaba. Los reyes de la arena anaranjados, como era su costumbre, fueron los últimos y los peores. La guerra no había ido bien para ellos y su castillo era un desastre en comparación con los demás. La imagen que tallaron fue tosca y caricaturesca y dieron la impresión que pretendían dejarla así. Cuando terminaron de elaborar la cara, Kress se enfadó bastante con ellos, pero en realidad no podía hacer nada.

En cuanto todos los reyes de la arena concluyeron sus rostros de Kress, éste desconectó el proyector y decidió que era el momento adecuado para dar una fiesta. Sus amigos iban a quedar impresionados. Incluso podría ofrecerles una batalla, pensó. Canturreando con felicidad, Kress inició la elaboración de una lista de invitados.

La fiesta constituyó un éxito tremendo.

Kress invitó a treinta personas: un puñado de buenos amigos que compartían sus diversiones, algunas antiguas amantes y una serie de rivales de negocios y sociales que no podían permitirse el lujo de las invitaciones de Kress. Sabía que algunos de ellos quedarían desconcertados, e incluso se ofenderían, al ver los reyes de la arena.

Kress contaba con ello. Acostumbrada a considerar sus fiestas como un fracaso al menos que un invitado, como mínimo, se marchara de ellas más que enojado.

Un impulso le llevó a añadir el nombre de Jala Wo a la lista.

«Venga con Shade, si lo desea», añadió mientras dictaba la invitación de la vendedora.

La aceptación de Wo sólo le sorprendió un poco. «Shade, por desgracia, no podrá asistir. El no acude a actos sociales. Por lo que a mí respecta, espero con interés la oportunidad de comprobar que tal van sus reyes de la arena».

Kress ordenó preparar una comida suntuosa. Y por fin, cuando la conversación languideció y la mayoría de los huéspedes mostraron el atontamiento de los cigarrillos de marihuana y el vino, Kress asombró a todo el mundo encargándose él mismo de recoger en una taza los restos de la comida.

—Venid, venid todos —ordenó—. Quiero presentaros a mis animalitos más recientes.

Con la taza en la mano, les condujo a la salita.

Los reyes de la arena satisficieron los deseos más caros de Kress. Los había dejado sin comer durante dos días como preparación, y las criaturas se encontraban de un talante pendenciero. Mientras los invitados rodeaban el tanque, mirando por los anteojos que Kress había ofrecido a propósito, los reyes de la arena disputaron una gloriosa batalla por la posesión del alimento. Kress contó cerca de setenta móviles muertos cuando acabó la lucha. Los rojos y blancos, que recientemente se habían aliado, se llevaron la mayor parte de la comida.

—Kress, eres repugnante —manifestó Cath m'Lane. Había vivido con Kress durante un breve período, dos años antes, hasta que su empalagoso sentimentalismo estuvo a punto de volverle loco—. Fui una tonta al volver aquí. Pensé que a lo mejor habías cambiado y deseabas disculparte. —Cath nunca le había perdonado que el
shambler
hubiera devorado un perrito excesivamente encantador del que ella se enorgullecía—. Jamás vuelvas a invitarme, Simon.

Cath se fue rápidamente, acompañada de su amante del momento, entre un coro de risas.

El resto de los invitados tenían infinidad de preguntas que formular.

—¿De dónde has sacado los reyes de la arena? —quisieron saber.

—De Wo y Shade, importadores —replicó, con un gesto cortés hacia Jala Wo, que había permanecido silenciosa y apartada durante la mayor parte de la tarde.

—¿Por qué decoran sus castillos con tus efigies?

—Porque soy la fuente de todas las cosas buenas. Ya deberías saberlo.

Esta réplica arrancó una serie de risitas.

—¿Pelearán de nuevo?

—Sí, claro, pero no esta noche. No os preocupéis. Habrá otras fiestas.

Jad Rakkis, xenólogo aficionado, se puso a hablar de otros insectos sociales y las batallas que disputaban.

—Estos reyes de la arena son divertidos, pero nada del otro mundo, a decir verdad. Deberías leer algo sobre las hormigas soldados terrestres, por ejemplo.

—Los reyes de la arena no son insectos —precisó Jala Wo, pero Jad estaba ensimismado y borracho y nadie prestó la más ligera atención a Wo. Kress sonrió a la mujer y se alzó de hombros.

Malada Blane sugirió que se apostara en la próxima ocasión que se reunieran para presenciar una batalla, y todo el mundo se mostró atraído por la idea. Se produjo una animada discusión sobre las reglas y las apuestas. El debate duró una hora. Finalmente, los invitados comenzaron a despedirse.

Jala Wo fue la última en marcharse.

—Bien —le dijo Kress cuando se quedaron a solas—, parece que mis reyes de la arena son un éxito.

—Se están portando bien —dijo Wo—. Ya son más grandes que los míos.

—Sí, con la única excepción de los anaranjados.

—Lo he notado —replicó Wo—. Parecen ser menos numerosos y su castillo es muy pobre.

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