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Authors: Marta Rivera De La Cruz

Tags: #prose_contemporary

Maldito amor (5 page)

BOOK: Maldito amor
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   —¿Qué pasa? ¿Es que no tienes hambre?
   —Sí... Digo, no. Es que todavía me quedan un par de temas por repasar
   —Bueno, hombre, pero tampoco nos vamos a quedar hasta las mil... Hay una pizzería ahí abajo, nos tomamos algo rápido y te vuelves. Venga, anímate, yo invito.
   —No, Sandra, de verdad. Te lo agradezco, pero estoy hasta arriba.
   Así la despachó: «estoy hasta arriba», y se quedó tan a gusto con la frase. Podía estar loco por una chica, pero tenía su orgullo, y no le apetecía que Sandra Balboa le regalase una cena de compasión: la guapa de la clase alternando con el empollón feúcho y cambiando tiempo por apuntes. Sonaba muy cutre, así que la acompañó a la puerta y la dejó marcharse sola. Recordaba perfectamente la sensación de desánimo que le había invadido mientras escuchaba los pasos de la chica de sus sueños repiqueteando en los escalones de su casa sin ascensor. Nunca en su vida se había sentido tan triste.
   Luego pasó unos días sin saber nada de Sandra: no había clases, sólo exámenes, y por lo visto, a ella no le hacían falta más apuntes. La echó tanto de menos que incluso maldijo no haber aceptado su oferta de una cerveza compasiva en un bar del barrio. Víctor recreó mil veces en su imaginación aquella escena, los dos juntos y solos en una mesa de formica, delante de unas cañas bien tiradas, con un plato de patatas bravas o unos boquerones en vinagre, mientras ella vigilaba el reloj con el rabillo del ojo hasta que se cumpliese el plazo para poder irse en paz con su conciencia.
   La última vez que la vio fue en la famosa fiesta de graduación. Habían cenado todos juntos (unos cincuenta, más o menos) en un restaurante inhóspito y desangelado, pero a los veintitrés años, con la carrera terminada y la vida por delante, nadie reparaba en los manteles de papel ni en el vino barato. Había sido una celebración ruidosa. Algunos bebieron más de la cuenta y Sandra fue una de ellos. Acabó enrollándose con un chico que no pintaba nada en la fiesta, porque no se licenciaba aquel curso (ni el próximo, ni el siguiente) y que se había sumado a la celebración sin necesidad de que nadie lo animara. Cuando Víctor vio marcharse a Sandra Balboa enganchada de aquel guaperas de espalda ancha y pelo revuelto, tuvo la sensación de que la tierra iba a abrirse debajo de sus pies. La posibilidad le atraía: parecía menos doloroso desaparecer engullido por el mundo que quedarse en él para ser testigo de cómo la chica de sus sueños salía de su vida para entrar en la de otro que, a buen seguro, no iba a ofrecerle apuntes ni temas clasificados por un código de colores.
   No volvió a encontrarse con Sandra. Y sería absurdo decir que la recordó durante todos aquellos años, porque el tiempo hace de las suyas. Había empezado a trabajar y había tenido un par de relaciones serias y media docena que no lo eran. El éxito profesional —en diez años de ejercicio había llegado a ser socio de un despacho de abogados importante, y ganado algunos casos que le dieron dinero y prestigio— le había sacudido un poco aquella timidez y el complejo de inferioridad que había marcado una parte importante de su vida. No es que ahora fuese uno de esos ejecutivos arrogantes que miran a todo el mundo por encima del hombro, pero tampoco era el estudiante inseguro incapaz de aceptar una cita con una chica por la simple razón de que ella era guapísima y él no.
   En los últimos tiempos no había vuelto a pensar en Sandra Balboa, pero entonces apareció su perfil en Facebook —su precioso perfil de rubia natural y nariz respingona— y volvió a acordarse de ella. Se hizo las preguntas inevitables, si estaría casada, si tendría hijos, pero Sandra era de esas personas que ocultan sabiamente sus datos personales a los millones de curiosos que pululan por la red. Lo único que pudo saber de ella fue que vivía en Valencia y que trabajaba en un despacho de abogados. Le entraron ganas de mandarle un mensaje, pero el Víctor antiguo emergió de las profundidades y no se atrevió: volvía a ser el chaval apocado al que intimida una chica preciosa. Renunció a ponerse en contacto con Sandra, pero no a volver a verla. Y entonces se le ocurrió lo de la reunión: justo aquel año se cumplían diez de la graduación. Era un momento estupendo para reunirse, contar batallitas y ver qué tal les había tratado la vida. Y se puso en marcha. Unas cincuenta personas respondieron a la convocatoria. Sandra era una de ellas. Luego hubo bajas, claro, pero Sandra no estaba en el grupo de los que se habían desdicho. Así que allí estaba él, ejerciendo de anfitrión, en aquel restaurante de las afueras, esperando ver llegar a las personas que habían formado parte de su vida diez años atrás.
   Esperando a Sandra.

 

   El almuerzo resultó mejor de lo que todos habían esperado. Hubo momentos para intercambiar buenos recuerdos, para ponerse al día y para gastarse bromas. También para la nostalgia, por supuesto, y para añorar la época en que tenían toda la vida por delante, muchos sueños y muy pocas obligaciones. La sobremesa se alargó hasta bien entrada la tarde. Luego, poco a poco, los convocados se fueron marchando. Para entonces, Víctor no había tenido mucha ocasión para charlar con Sandra. Se habían saludado al principio con el mismo alborozo y los mismos comentarios amables que se habían dedicado todos los unos a los otros: «Cuánto me alegro de verte después de tanto tiempo. Estás igual que hace diez años». Luego, en la mesa, se sentaron tan separados que apenas pudieron intercambiar un par de frases. Cuando se iniciaron las despedidas, Víctor sintió un ramalazo de desánimo al pensar que —una vez más— allí se había acabado todo. Pero Sandra no se fue con el primer grupo, ni tampoco con los que se quedaron a acabar el segundo gin-tónic. Eran las seis y media cuando se marcharon los últimos.
   —¿Te marchas, Sandra? —dijo la que había sido su mejor amiga durante los años de facultad.
   —No. Tengo un billete para el Ave de las nueve y media.
   —Pues... No sé, si te quieres venir a casa con nosotros... Yo es que tengo a los niños con mi madre...
   —No. —Se volvió hacia Víctor, con su sonrisa de veinte años—. ¿Tú te quedas un rato? Se supone que el anfitrión no tiene prisa, ¿no?
   Víctor contestó algo entre dientes dejando claro que no, que no tenía prisa, ninguna prisa, y de buena gana le habría dicho a Sandra que tenía para ella no un par de horas, sino media vida si llegaba el caso. Porque, a pesar del tiempo transcurrido, a pesar de los años, y de todas las cosas que habían pasado, acababa de darse cuenta de que aquella mujer seguía haciéndole perder el sentido. Como iban a cerrar el restaurante, él propuso ir a tomar otra copa en un bar que conocía, porque a veces iba allí con sus compañeros de despacho.
   Salieron juntos. El bar que Víctor había elegido era un lugar agradable, con una terraza bajo los árboles. Se estaba bien allí. Pidieron otra copa y se miraron.
   —Bueno, cuéntame de ti... —dijo Sandra.
   —No hay mucho que contar. Me va bien, supongo. Estoy contento en el despacho, no puedo quejarme...
   —¿Te has casado?
   —No. Estuve a punto, pero se torcieron las cosas.
   —Yo me casé a los dos años de acabar la carrera. Me separé hace unos meses.
   —Lo siento...
   —Yo no. Bueno, sí. Siento haber tardado siete años en darme cuenta de que mi marido era un imbécil.
   Se echaron a reír. Durante un rato hablaron de amigos comunes a los que habían perdido la pista, de algunos profesores de la facultad con los que habían vuelto a coincidir.
   —¿Te acuerdas de Hernando?
   —Cómo no. Me amargó la vida con el Procesal.
   —Ahora está jubilado y colabora en mi despacho. Como le encargo asuntos, es de lo más simpático conmigo. Hay que fastidiarse, con el miedo que le teníamos a sus parciales.
   —Yo los estudiaba todos por tus apuntes. —Víctor tuvo la sensación de que Sandra se había pensado dos veces el comentario—. La de veces que te los pedí prestados...
   —Ya. Tú y toda la clase. Es lo que tiene tener buena letra... En la época de exámenes, me convertía en el tipo más popular de la universidad. Ya ves, hasta las chicas guapas se me acercaban.
   Esta vez el silencio de ella fue ostensible. De pronto se puso seria y respiró hondo.
   —¿Tienes un papel?
   —¿Cómo?
   —Un papel. Bueno, da igual, me apaño con este posavasos. Quiero enseñarte una cosa.
   Sacó un bolígrafo del bolso y escribió unas líneas, que le entregó a Víctor.
   «Yo también tengo una letra preciosa.»
   Eso decía. Y era verdad. Sandra tenía una limpia caligrafía digna de las alumnas aventajadas de un colegio de monjas. Una letra alargada y clara, que se leía sin dificultad. Víctor le dedicó una mirada de desconcierto. ¿A qué venía eso?
   —Estaba loca por ti.
   Víctor estuvo a punto de tirarse por encima todo el contenido de su vaso casi intacto.
   —Sí, Víctor. No me mires con esa cara, por favor. Me gustabas muchísimo, y la única forma que se me ocurría de acercarme a ti era pedirte los dichosos apuntes que no necesitaba para nada. Tenía mis propias notas, ¿sabes? No me hacía ninguna falta que me dejaras las tuyas.
   —Pero...
   —Ahora me vas a decir que no te dabas cuenta. ¡Por favor! Si no hacía otra cosa que enviarte señales...
   —¿Señales? ¿Qué señales?
   —Si hasta te pedí los mismos apuntes dos veces... Si te hacía preguntas estúpidas y te rogaba que me aclarases cosas que entendía mucho mejor que tú.
   Víctor estaba blanco como el papel. No sabía qué decir, pero tenía la sensación de encontrarse al borde de un pozo profundísimo. Sandra seguía hablando, entre indignada y divertida.
   —Si te miraba con ojos de cordero degollado... Si me toqueteaba el pelo para que te fijases en la melena tan bonita que tenía.
   —No sé... Pensaba que era una costumbre tuya...
   —Te regalé una bufanda, Víctor. Que, por cierto, me costó una pasta y nunca en la vida te vi puesta. Te dejaba notitas estúpidas, te sonreía a todas horas... Te esperaba a la entrada de clase, a la salida...
   —Creí que era por los apuntes...
   —Ya. Pues mira, te pedía los apuntes porque siempre te veía tan serio y tan a lo tuyo que no se me ocurría mejor forma de hablar contigo.
   —Joder.
   Se quedaron en silencio los dos. A Víctor le pareció que de pronto Sandra se había puesto triste.
   —Sólo dime una cosa: ¿por qué no quisiste venir conmigo a cenar el día que te invité?
   Víctor se pasó la mano por la cara. Podía decir que no se acordaba. Que hacía mucho tiempo de aquello, pero se dio cuenta de que prefería no mentir.
   —Porque pensé que te sentías obligada. Por favor, no pongas esa cara. Llámame idiota si quieres, pero estaba convencido de que me estabas invitando sólo para compensarme por hacerte un favor. Estaba colado por ti. Te lo juro. Pero ni siquiera se me ocurrió pensar que yo podía... En fin... Por eso no quise cenar contigo. Habría dado... habría dado el brazo derecho por decirte que sí.
   —¡Mierda, Víctor! Eres completamente idiota... Aquel día volví a la residencia llorando como una magdalena.
   Al evocar a Sandra con diez años menos, pequeña y frágil, hecha un mar de lágrimas tras sufrir el primer desengaño de su vida, Víctor sintió algo como... Sí, como un latigazo. Le había hecho daño a aquella chica. A aquella chica de la que estaba enamorado como un imbécil.
   —Mis amigas dijeron que eras un capullo. Un capullo integral, eso dijeron.
   Se miraron los dos unos segundos y luego se echaron a reír. A reír con fuerza, con ganas, con una alegría real. Ninguno de los dos era capaz de decir de qué exactamente, pero se estaban riendo juntos.
   —Oye —dijo Sandra, tras secarse los ojos—, creo que para que te perdone vas a tener que trabajártelo un poco.
   —Tú dirás.
   —De momento, me debes una cena.
   —¿No te vas a Valencia?
   —Pues mira, no. Me quedo en casa de mi hermana y me voy el domingo por la tarde.
   Volvió a mirar a Víctor con aquellos ojos suyos tan grandes y tan bonitos. Por un segundo, él tuvo la sensación de que no habían pasado diez años desde aquella noche en que la dejó marchar sola por no saber interpretar las señales. Mientras sonreía, se preguntó si aún estaba a tiempo de aprender.

 

   
El juego amoroso

 

   
Si algo hemos aprendido a lo largo de miles de años es a saber detectar y a emitir las señales que nos permiten atraer a una pareja. La evolución nos ha provisto de un mecanismo muy inteligente: el
juego amoroso
.
El juego amoroso

 

   Lo llamamos
juego
porque no tenemos la presión de alcanzar un fin o de ser evaluados. Durante el juego del cortejo se avanza en la proximidad de los cuerpos y en la intimidad (en el caso de los humanos) sin ser mutuamente dañados. Se progresa o se retrocede, emitiendo señales y esperando las respuestas a las mismas, a la vez que se disfruta todo el tiempo de una placentera excitación. Si se interrumpe en algún momento la cadena, no pasa nada, la persistencia es la clave.

 

   Pero la psicología humana ha hecho del juego amoroso, en numerosas ocasiones, un asunto complejo, hasta el punto de alterar ese dulce y lúdico equilibrio
exploración-seguridad
. En algunas ocasiones, exploramos impulsivamente sin pararnos a observar y ponemos en riesgo nuestra seguridad. En otras, somos excesivamente recelosos y, por protegernos demasiado, dejamos de atender a las señales que, paradójicamente, nos indican que podemos seguir avanzando en la relación sin riesgo a ser dañados. Éste es el caso de Víctor.
Coquetear, flirtear, cortejar...

 

   Los seres humanos hemos abandonado los ciclos hormonales y las señales predominantemente olfativas para lograr atraer a una pareja y hemos desplegado una compleja red de comunicación en torno a la atracción sexual y la seducción. Aunque la diversidad de respuestas es enorme, podemos extraer entre todas ellas unas pautas comunes y universales y configurar un proceso de intercambio de señales, en el cual se avanza más o menos veloz dependiendo de las respuestas recíprocas a cada señal. Los investigadores han distinguido
cinco fases
¹
secuenciales.
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