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Authors: Marta Rivera De La Cruz

Tags: #prose_contemporary

Maldito amor (7 page)

BOOK: Maldito amor
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   En los exámenes finales Sandra insiste en recoger los apuntes en su casa para estar más cerca de él, y se atreve a invitarlo a cenar para tener por fin un espacio especial, para crear un contexto más íntimo, ajeno a la carrera y los apuntes. Pero las atribuciones de tales gestos llevan a Víctor a alejarse más de ella. No será fácil encontrar más excusas para verse. Verla alejarse por la escalera es uno de esos momentos que experimentamos todos alguna vez en la vida, en los que el sentimiento que nos invade nos advierte del valor que tiene esa persona para nosotros. Es un momento crucial, que requiere de gran valentía, para responder a nuestras necesidades y deseos profundos y asumir nuestro destino. Un momento trascendente que hemos visto reflejado en numerosas escenas de películas sobre la atracción y el amor, el momento en que nos damos cuenta de que la vida adquiere todo su sentido al lado de esa persona. Víctor perdió entonces ese momento. Afortunadamente, la vida continúa y nos puede ofrecer más ocasiones, sobre todo si las buscamos.
La ausencia

 

   La intensidad de la atracción o el enamoramiento por alguien se mide no sólo por la intensidad del deseo sexual, sino también por la inmensa
tristeza
que se siente cuando se produce una separación, un desencuentro o la expectativa de que después de ese momento no llegarán más. Aunque resulte una paradoja, la tristeza puede ser una señal inequívoca de enamoramiento profundo. Una tristeza que también ha sido la base de los celos intensos que Víctor experimenta cuando el último día de graduación Sandra se marcha con un tipo de «espalda ancha» (en términos primates diríamos: ¡un macho de «espalda plateada» que se lleva a la mejor hembra!).
   Ya anteriormente había experimentado otros signos de enamoramiento evidente. Por ejemplo, cuando determinadas cosas transforman su valor, como el caso de la carga erótica que adquieren objetos normalmente anodinos: los papeles de los apuntes adquieren un significado diferente después de haber sido tocados por ella. Víctor les atribuye una fragancia que se resiste a oler, porque en nuestro fuero interno en ocasiones podemos resistirnos a confirmar que la atracción nos pierde.

 

   
Ninguna experiencia es comparable en emoción a la que se siente cuando se está en compañía de la persona amada. Para Víctor, las experiencias de pareja o flirteos posteriores no son más que experimentos, posiblemente estímulos para la comparación con el verdadero amor. Son capturas o trampas temporales para la atención. Un sentimiento de ese tipo deja una huella profunda en las personas, hasta el punto de poder convertirse en un motivo organizador de la existencia. Todo lo que se hace a partir de ese momento, se hace para demostrar al amado algo: «Soy importante». Y la historia comienza de nuevo
.
El reencuentro

 

   Mientras que, para muchos, un reencuentro con los antiguos compañeros supone una vuelta atrás, que se vive con cierta incomodidad porque parece que interrumpe el trayecto natural de la vida, para Víctor el reencuentro no supone una regresión sino una nueva oportunidad. Si la parte más primitiva de su cerebro, aquella que guarda el aprendizaje de millones de años de evolución de nuestra especie, no hubiese reaccionado sensiblemente a las señales que Sandra Balboa emitía, seguramente esa motivación no sería tan fuerte. Tiene un asunto pendiente y ahora su Yo no es un obstáculo. Ha logrado una estabilidad profesional, una base de seguridad que le da otra confianza. En otras palabras, podría decirse que el hombre ha encontrado una fuente segura de alimento y se encuentra más fuerte para competir por la mejor mujer... Han transcurrido unos dos millones de años desde que nuestros antepasados intercambiaban las primeras señales de cortejo. Pero, en el fondo, para determinados asuntos seguimos siendo los mismos.

 

   Ahora, diez años más tarde, por primera vez, Sandra y Víctor avanzan en sincronía y sintonía emocional. Comienzan hablando de lo común, con una sonrisa amplia y mantenida para ir abriéndose paso en el tiempo y en la intimidad. Se comprenden, hablan de sí mismos y se miran, embebidos en la admiración. Esta vez Sandra, amparada en que se trata de un sentimiento del pasado y guiada por la apertura demostrada (como nunca) por Víctor, le escribe aún en clave: «Yo también tengo una letra preciosa».

 

   Cuando los sentimientos quedan desvelados y se aceptan, ahora sí, rompen a reír al unísono. Ambos se bañan en un mar de confianza y entonces comienza a fluir, sin obstáculos, una
melodía de señales
: de sonrisas amplias, de miradas a la boca, de proximidad de los cuerpos. Y se tocarán o se rozarán con cualquier excusa, mostrando alguna parte del cuerpo escondida con disimulo y las voces sonarán risueñas —por momentos susurrantes, acariciadoras y, a veces, infantiles— y el lenguaje se irá haciendo cada vez más concreto. Juntos jugarán, sin miedo al riesgo, en el quicio de la puerta de la última fase del flirteo, expresando (todavía indirectamente):
   
Te deseo.

 

   
Mademoiselle llega a las cinco

 

   Nunca había prestado atención a la música. Era una canción que había oído más veces, pero aquella mañana escuchó la letra en francés: «Los amantes que se miran / en una mañana gris y fría / y son capaces / de adivinar el sol que espera tras las nubes». Algo palpitó dentro de ella, como una corriente eléctrica: «Los amantes / que caminan de la mano por París / y ven en el río dibujos / que nadie más ha visto». Ella no conocía París, por supuesto (apenas conocía nada), pero hablaba francés con la soltura de un nativo porque su madre, nacida en Lyon, se había empecinado en conservar su idioma como un código secreto entre ella y su hija. Por eso consiguió aquel trabajo: porque hablaba francés, y el hijo de aquel diplomático viudo —un niño triste que no sabía español y tenía problemas en el colegio— necesitaba unas clases de refuerzo. Buscaban a alguien perfecto en su bilingüismo, pero también alguien paciente y discreto y bueno; alguien que supiese tratar a un niño sin madre, guiarlo con dulzura y sin aspavientos por la gramática española, los secretos del cálculo y los misterios de la historia contemporánea.
   Hasta entonces no había trabajado. Sus padres habían intentado extender su juventud hasta el infinito en una disparatada sucesión de licenciaturas, cursos de especialización, másters y seminarios interminables, que habían hecho de ella una criatura culta e inútil, capaz de hablar de Wittgenstein o de Calvino, de Shakespeare o de Sartre, pero muy mal dotada para seguir una conversación rutinaria o hacerse cargo de cualquier asunto mínimamente práctico.
   Elsa se había plantado en los veintiocho años con dos carreras universitarias, un doctorado a medio hacer y ninguna experiencia laboral. Cuando se atrevía a expresar cierta inquietud por vivir enredada en una serie de estudios encadenados unos a otros, su madre le contestaba en francés que no tuviera prisa, que por suerte, su padre podía mantenerla sin problemas y que su futuro, ocurriera lo que ocurriese, estaba asegurado por el más que discreto patrimonio familiar y su condición de hija única.
   Al principio, cuando era más joven, Elsa se preguntaba por qué demonios sus padres no sólo alentaban su interés por el estudio, sino que a veces llegaban a forzarlo, si le repetían cada dos por tres que nunca tendría necesidad de ganarse la vida. Demasiado tarde comprendió que ninguno de los dos tenía verdadero interés en su doble licenciatura en Filosofía y en Historia Moderna, en sus cursos de posgrado, en aquella tesis interminable en la que comparaba los textos de Sartre con los de Camus: lo que buscaban era tenerla ocupada. Que fuese de una universidad a otra, de la clase de filosofía a las tutorías de inglés, de un seminario en la Facultad de Comunicación a la Biblioteca Nacional. Llenando su cerebro y su tiempo de aquellos conocimientos vastísimos estaban también colonizando su tiempo. Y con su tiempo, su libertad para preguntarse qué vida deseaba llevar.
   «Nosotros sólo queremos que seas feliz», le decían, y ella contestaba con una sonrisa torcida y muda, porque no había sido feliz en toda su vida. Porque desde muy pequeña habían hipotecado sus tardes y sus fines de semana con lecciones de piano, lecturas desmadradas y profesores particulares que la adelantaban de curso pretextando que era una criatura superdotada. Pero Elsa no se sentía más inteligente. Simplemente, era un bicho raro que no tenía tiempo para jugar en el parque, para ir al cine, para acudir a fiestas de cumpleaños. Una empollona a la que nunca se le habría pasado por la cabeza hacer novillos, copiar en un examen o burlarse de un profesor. Y así había llegado a la universidad, y así había llegado a ser la mejor de dos promociones, y así había iniciado sus estudios de posgrado: sin hablar con nadie, sin relacionarse con nadie, sin interesarse por nadie y sin que nadie se interesara por ella.
   Lo de las clases particulares surgió como un favor especial que pidió a sus padres un amigo íntimo que mantenía buenas relaciones con el embajador francés. Había un niño recién llegado a Madrid, hijo de un diplomático, que tenía dificultades con las lecciones en el Liceo. Necesitaban a alguien que le apoyase en sus deberes y a la vez pudiese ayudarle en el aprendizaje del español. «¿No podría Elsa... ella, que es tan formal y tan lista?... Me haría un gran favor...»
   Sus padres, o mejor dicho, su padre, no había podido decir que no. Aquel hombre era un socio privilegiado y una amistad que convenía cuidar. Así que Elsa, con veintiocho años recién cumplidos, sin que nadie le preguntase, se vio convertida en profesora particular de un crío de doce años para que su padre pudiese quedar bien con alguien que tenía compromisos en la embajada francesa.
   Por suerte, Yves no era el adolescente problemático que ella había imaginado, sino un crío de doce años asustado y dulce, a quien la muerte repentina de su madre había vuelto más torpe de lo que era. La llamaba «mademoiselle» y la trataba de usted, y se aplicaba en las lecciones con el rigor de un adulto. No tardó mucho en ponerse al día. Y fue entonces cuando Elsa conoció a su padre, que quiso dar las gracias en persona a la profesora que había acudido a rescatar a su hijo de la última fila de la clase.
   Se llamaba Jerome Lecompte. Tenía una edad que Elsa tuvo que calcular a través de la de su hijo, porque era uno de esos hombres de físico intemporal que igual pueden tener treinta que cincuenta años. Cuando Elsa estrechó aquella mano blanca y fuerte, suave y fría (llegaba de la calle y era invierno en Madrid) notó una cosa extraña que no sabía qué era, como si algo dentro de ella hubiese cambiado de posición. Intentó no dar importancia a aquella sensación desconocida, pero esa noche durmió mal, y al levantarse se asustó al darse cuenta de que lo primero que había hecho tras abrir los ojos era pensar en Jerome Lecompte.
   La tarde siguiente él llegó antes de que ella se marchara, y se mostró muy interesado por los progresos de Yves. Ella se deshizo en elogios hacia el niño: le habló de su interés por aprender, de su buena educación, de sus avances en el idioma..., y Jerome Lacompte se esponjó como un bizcocho ante los halagos que caían sobre su hijo. Estaba muy preocupado por él. La muerte prematura de la madre le había hecho tanto daño como era previsible, pero su timidez natural complicaba las cosas. El traslado a Madrid, explicó, había sido el golpe de gracia: herido por la pérdida, confundido por el ingreso en la adolescencia, alejado del nuevo mundo por la ignorancia del idioma, Yves llevaba meses encerrado en sí mismo, abochornado por su fracaso en el colegio y aterrado por su futuro. Pero todo aquello empezaba a cambiar. Las clases de Elsa le habían hecho avanzar asombrosamente en el manejo del español, y su ayuda con las asignaturas resultaba esencial. En el colegio le habían comentado que parecía otro chico...
   —No sé cómo agradecerle lo que está haciendo —dijo Jerome Lecompte cuando la acompañó a la puerta, y al hacerlo clavó sus ojos grises en los ojos pardos de Elsa, y ella sintió que las piernas se le volvían de mantequilla, y que la piel de su rostro abandonaba fugazmente su palidez ordinaria. Aquel día, al verse reflejada en el espejo del vestíbulo de la casa de los Lecompte, se dio cuenta por primera vez en su vida de que era una mujer hermosa.
   Al día siguiente no se recogió el pelo en el moño bajo que usaba desde hacía tiempo, sino que dejó caer sobre sus hombros el suave cabello castaño del que nunca se había sentido particularmente orgullosa, pero que ahora comprendía que era un buen marco para su rostro de facciones correctas, pómulos levemente marcados, frente despejada, nariz pequeña y labios desiguales (más grueso el inferior que el superior), que cambiaban su expresión al curvarse en una sonrisa.
   —Tiene un pelo muy bonito, mademoiselle —le había dicho Yves, y ella se ruborizó porque el niño hizo el comentario delante de su padre, que no hizo nada más que intercambiar con ella una mirada que podía ser de comprensión o de disculpa ante lo que parecía una impertinencia del chico. Ella agradeció el cumplido y acarició la cabeza de Yves.
   —Echa de menos a su madre —le dijo él al acompañarla a la puerta, pues había asumido la tarea que antes desempeñaba un criado de la casa.
   —Es un niño muy bueno, monsieur Lecompte.
   —Oh, por favor, llámeme Jerome... Al fin y al cabo, es ya como de la familia... No sé qué habría sido de Yves de no haber dado con usted.
   Volvió a mirarla con una intensidad distinta, como si quisiese decirle algo, y Elsa salió a la calle sintiendo los pies más ligeros y el corazón agitado, y el alma libre, como si la hubiesen liberado de un peso.
   La vida cambió. Empezó a ser consciente de los olores: aunque ella no lo había notado nunca, el aire de la ciudad —el aire de Madrid, que algunos encontraban sucio— también olía. Olía a mantequilla derretida y a azúcar quemado al pasar por delante de la pastelería, y olía a las brasas del puesto de castañas asadas, y olía vagamente a cera en la puerta de la iglesia, y empezó a pensar que, cuando llegase la primavera, también olerían las glicinas y las flores de las acacias, y que en los rosales helados del jardín botánico también saldrían brotes rojos y rosados y blancos que tendrían su perfume. Fue también entonces cuando empezó a interesarse por la letra de las canciones en francés que escuchaba su madre, quien parecía obstinarse en conservar su idioma a través de la música. Aquellas canciones hablaban de amores bajo los castaños en flor de las Tullerías, de amantes que paseaban junto a los puentes del Sena; hablaban de Montparnasse, y de la isla de San Louis, de las calles de Pigalle, de los cafés del barrio latino. El señor Lecompte —Jerome— le había dicho que había nacido en París y, con el corazón desbocado, como si hiciese una travesura, buscó en la biblioteca un libro con fotografías de Robert Doisneau para mirarlo mientras escuchaba, desde lejos, aquellas canciones que ponía su madre y que ahora se daba cuenta de que siempre hablaban de amor.
BOOK: Maldito amor
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