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Authors: Nancy Huston

Tags: #Narrativa, #Drama

Marcas de nacimiento (10 page)

BOOK: Marcas de nacimiento
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—He seguido tu carrera, Kristina —dice Greta, con la esperanza de que el nuevo tema funda de alguna manera el hielo de su hermana—. Me parece que tengo una colección entera de tus discos, ¡mira!

Hace un gesto hacia el reproductor de CD y todo el mundo menos G.G. volvemos la cabeza. Tras otro silencio, la abuela Sadie se suma a la conversación para aligerar la atmósfera.

—¡Qué cruel por tu parte, Greta —le dice con guasa—, torturarme con todos estos fiambres de cerdo de aspecto tan delicioso!

—Ay, Dios mío —exclama Greta—. No ha sido a propósito.

—No, no, sólo bromeaba. Tengo más que suficiente para comer —asegura la abuela Sadie, que se sirve otra montaña de ensalada de patatas en el plato.

—¿Quieres un poco más de
leberswurst
, Kristina? —le ofrece Greta.

G.G. rehúsa, agita el puro en el aire y responde:

—Estoy bien.

Así que Greta dice en voz bien alta, con la intención de hacernos reír:

—¿No es increíble que esta delgaducha soñara de pequeña con ser la Gorda del circo?

Mamá y papá ríen por cortesía, aunque han oído la historia cientos de veces, igual que yo, y la abuela Sadie dice con la boca llena:

—Yo casi podría optar al puesto, ¿eh?

Todo el mundo ríe un poco el comentario y, al ver a Sadie, inmensa, impresionante, debo decir que resulta difícil creer que saliera de una mujer con aspecto de elfo como Erra.

—¿Ha desaparecido el reloj? —dice G.G. de repente—. Antes había un reloj precioso… ahí mismo.

Se abre otro silencio. Mamá y yo nos miramos porque este silencio parece diferente de los demás.

—¿No te acuerdas? —dice Greta en voz queda, como si no pudiera creerlo—. Lo rompió el abuelo…

—Ah, ¿lo rompió? No; lo había olvidado.

—Cómo es posible… cómo… fue el día que lo rompió todo… el día… ¿Quieres decir que no…?

—No; lo siento. Supongo que he vivido demasiadas vidas desde entonces. Mis recuerdos de ésta son… bueno… incompletos, como poco. Además, no olvides que soy menor que tú. Tú tenías… diez, ¿no?, al final de la guerra. Yo sólo tenía seis y medio. Eso supone mucha diferencia.

—Sí, es verdad —dice Greta, y aparta el plato y se pone en pie no sin esfuerzo—. Por favor, Tessa —le dice a mamá—, ¿te importaría preparar café para tu familia? Tengo que tumbarme un ratito.

Vacila. Da dos pasos, se detiene y vacila de nuevo. No sabemos qué hacer. Sadie no puede ayudarla y el resto no nos atrevemos a tocarla porque es una desconocida. Al final, Erra se levanta lentamente de la silla.

—Déjame ayudarte, Greta —dice, y las dos ancianas salen cojeando de la habitación.

—¡Qué porcelana tan exquisita! —exclama mamá mientras alza con cuidado diminutas tazas y platillos floreados de la alacena de la cocina.

—Sí, ¿verdad que son preciosos? —coincide Sadie—. Fabricados en Dresde, claro.

Siguen así. No sé cómo las mujeres no se vuelven locas con su constante cotorreo sobre que si «esto es precioso» y «eso es encantador» y «lo de más allá es exquisito», pero puesto que no tengo que quedarme sentado a la mesa durante el café, me voy pasillo adelante, en busca de un cuarto de baño donde descargar.

La caca es perfecta, en forma de misil, firme sin ser dura. Chaval, pienso mientras la expulso, cómo hecho de menos Internet. ¡Cómo hecho de menos Google! Me pregunto si alguien habrá oído hablar siquiera de Internet en este pueblucho de paletos.

Cuando me dirijo de regreso al salón, a paso suave pasillo adelante, echo un vistazo a mi reloj digital y veo que, por suerte, ya son las tres y cuarto. Mamá me dijo que nos marcharíamos hacia las cuatro, lo que supone que en apenas media hora puedo empezar a tirarle de la manga, fingiendo que estoy indignado: «Lo dijiste… me lo prometiste».

Justo mientras imagino mi propia voz pronunciando esas palabras, oigo que G.G. las pronuncia exactamente con el mismo tono de voz indignado:

—¡Lo dijiste! ¡Me lo prometiste!

Greta le responde algo en alemán.

La puerta del dormitorio ha quedado entornada, y cuando miro a hurtadillas para ver qué ocurre, no puedo creerlo: ¡las dos ancianas se pelean por una muñeca! G.G. la abraza contra su pecho —una estúpida muñeca vieja con vestido de terciopelo rojo— y tiene la cara congestionada de ira.

—¡Es mía! —protesta con un siseo—. ¡Siempre fue mía, pero al margen de eso, aunque no fuera mía, me lo prometiste, Greta!

Greta vuelve a responderle en alemán. Parece agotada por completo. Llega a su cama y se deja caer, tan pesadamente que los muelles chirrían. Lanza un suspiro y luego no se mueve.

Aferrada aún a la muñeca, G.G. se acerca a los pies de la cama. Se queda mirando a su hermana un buen rato, pero por desgracia ahora está de espaldas a mí y no puedo ver la expresión de su cara.

II.- Randall, 1982

Esta primavera percibí la configuración de un año por primera vez. Cuando empezaron a salirles hojas a los árboles, recordé con toda precisión cómo habían salido la primavera pasada y me dije con asombro: «Así que esto es un año».

Cada estación tiene sus juegos en los que puedes abstraerte. En primavera son las canicas, en cuanto el empedrado está lo bastante seco para jugar. Las lanzo con un capirotazo hasta que la tercera uña se me pone morada. El satisfactorio chasquido cuando colisionan. A pillar en el patio con otros chicos del edificio. Trepar a los armazones en los columpios. Quedarse colgando de las barras paralelas. Balancearme pasando las manos de una barra a la siguiente y encontrarme con que puedo llegar de un extremo al otro, ya tengo los brazos lo bastante fuertes y no me dejarán en la estacada como el año pasado, cuando a medio camino de pronto me entraba la debilidad y tenía que darme por vencido y dejarme caer al suelo. En verano es jugar al
softball
con papá en Central Park. Lanzo la pelota una y otra y otra vez hasta que me duele el hombro, y él la coge, a veces. Mi padre no es especialmente atlético, así que la pelota se le escapa bastante a menudo, y cuando se le escapa no corre como loco a recogerla tal como hacen algunos padres, se limita a trotar sin prisas hasta donde ha caído la pelota y yo me aburro, pero al menos parece pasárselo bien. Luego le llega el turno de batear y a mí el de tener el guante, que me queda un poco grande, pero cuando comience el colegio en otoño van a comprarme un guante de mi talla. En cuanto la pelota golpea la gruesa palma de cuero, cierro los inmensos dedos acolchados y atrapo la pelota y digo: «¡Eliminado!» Cuando me canso vamos al diamante del campo de béisbol, me agarro a la verja metálica y trepo para ver a los mayores jugar al béisbol como es debido. Tengo que quedarme detrás de la verja porque mamá teme que me den un pelotazo en los dientes, un temor bastante raro, pero la entiendo en la medida en que ya se me han caído los dientes de leche delanteros, de modo que estos incisivos son todo lo que me queda. Si pierdes la segunda dentadura, lo llevas claro.

En otoño están los inmensos y boyantes montones de hojas secas para atravesarlos corriendo o revolcarse como si de un colchón crujiente se tratara.

El invierno consiste en batallas de bolas de nieve: el brusco, gélido y delicioso dolor al recibir un bolazo justo en el cogote y notar que el agua empieza a deslizarse por la espalda debajo de la ropa. Abalanzarse sobre los otros chicos, restregarles la cara en la nieve, venga a jadear, empujar, forcejear, golpear. Hacer muñecos de nieve. Enterrar a alguien, o dejar que te entierren, en la nieve. Lanzarse en trineo en las montañas Catskills. El zumbido del trineo cuando alcanza una buena velocidad y el viento te silba en los oídos y golpeas una placa de hielo y la madera del trineo cruje y te da la impresión de que vas a hacerte daño pero no ocurre nada, lo único que haces es convertirte violentamente en una ventisca de nieve. El golpetazo seco de todos los cuerpos amontonados cuando el trineo se detiene de repente. Uno se pone en pie, atolondrado de alivio, se tambalea y ríe.

Yo preferiría estar siempre jugando que hacer cualquier otra cosa porque puedes abstraerte por completo. El resto del tiempo tienes que preocuparte por si estás haciendo las cosas lo bastante bien.

Lo que sí sé es que nunca volveré a dibujar gente sin estómago. La primavera pasada traje a casa un montón de dibujos del parvulario, estaba muy orgulloso de ellos pero cuando se los enseñé a mamá me dijo: «Pero Randall, ¿dónde están los estómagos? ¡Se te ha olvidado dibujar los estómagos!», y yo miré los dibujos y vi que tenía razón, los brazos y las piernas de todo el mundo brotaban directamente de la cabeza, así que a la semana siguiente hice otra remesa de dibujos y el viernes se los llevé a casa pero justo cuando iba a sacarlos de la mochila caí en la cuenta: «¡Ay, no! ¡Se me ha vuelto a olvidar dibujar los estómagos!» No podía creer que hubiera cometido exactamente el mismo error. Estaba muy decepcionado conmigo mismo y ni siquiera se los enseñé a mamá porque temí que pensara que soy estúpido.

No es que tus padres no te quieran tal como eres, es que cuando eres pequeño tienes un montón de cosas que aprender, y tal vez (sólo tal vez) cuanto más aprendas más te quieran y quizá cuando llegues a casa con un título universitario no tengas que volver a preocuparte del asunto. No todo el mundo tiene la oportunidad de ir a la universidad como mamá y papá, que se conocieron en Bernard Baruch, donde papá era autor teatral residente y mamá estudiaba historia como siempre pero también se había apuntado al club de teatro y representaron
Alicia a través del espejo
, en la que mamá hacía de Lirón y papá de Tweedledum. No tengo dificultad para imaginar a papá en el papel de Tweedledum porque él es así, más bien regordete y divertido, pero me resulta casi imposible imaginarme a mamá en el papel del Lirón. La Reina de Corazones sí, dando órdenes a todo el mundo en tono incontestable y gritando arbitrariamente: «¡Que le corten la cabeza!» cada vez que le viene en gana, pero mi madre, tensa e hiperactiva, en el papel del roedor distraído y soñoliento que se adormila una y otra vez y al que el Sombrerero Loco y la Liebre de Marzo tienen que llevar de platillo en platillo… resulta increíble. Sea como sea, así se conocieron y enamoraron. Es raro pensar en tus padres enamorándose, he hablado de ello con chicos en la escuela y cada vez que voy a casa de un amigo y conozco a sus padres intento imaginarme a esos individuos enamorándose; con algunos padres puedo hacerlo, pero no con los míos. Mi padre es tan despreocupado y mi madre anda tan estresada que no entiendo qué llegaron a ver el uno en el otro. ¿Cómo creyeron que sería su matrimonio? ¿Cómo creyeron que podrían llevarse bien?

No se llevan bien, eso seguro. Se pelean casi a diario de un tiempo a esta parte y uno de sus temas de discusión preferidos son los judíos. Mamá está mucho más interesada en ello que papá, cosa irónica porque es papá quien nació judío mientras que mamá nació gentil. Insistió en convertirse cuando se casó con papá, a quien le importa un carajo la religión pero la quería tanto que accedió a la ceremonia, lo que significa que yo también soy judío porque el carácter judío proviene de tu madre aunque naciera gentil. A cambio de dejarla convertirse, papá tuvo la oportunidad de bautizarme, y ahora se pelean porque me puso el nombre de Randall, en recuerdo de un amigo suyo que murió, pero mamá dice que no es nombre para un niño judío, mientras que papá (cuyo nombre es Aron) dice que teniendo en cuenta cómo se ha tratado a los judíos a lo largo de los últimos dos mil años, no tiene sentido que los niños judíos anden llamando la atención precisamente ahora, y que más les valdría tratar de pasar desapercibidos durante los próximos milenios hasta ver de dónde sopla el viento. Mamá dice que en Israel los judíos ya no se esconden, todo el mundo está orgulloso de llevar nombre judío, y papá dice que regresar a Israel le apetece tanto como volver a la era de las cavernas. «Eso sería más auténtico aún, ¿no? —dice—. ¿Por qué detenerse en el cuatro mil antes de Cristo? ¿Qué tiene de malo el cuarenta mil antes de Cristo? Podríamos remontarnos más incluso, podríamos arrugarnos hasta convertirnos en moluscos y regresar al océano de donde salimos. La gente se llevaba bien por aquel entonces, recuerdo que se celebraban unos cócteles deliciosos…», y mamá sale irritada de la habitación porque los judíos no deberían comer marisco. Esto no es más que un ejemplo de sus peleas.

Mamá tiene que dictar una conferencia esta tarde y se está preparando en su tocador, en la habitación de papá y ella. No sabe que la observo porque estoy tumbado boca abajo en el pasillo fingiendo jugar con mis cochecitos Dinky. Primero se pone pintalabios rojo y frunce los labios, luego se inclina hacia delante y se mira los dientes para asegurarse de que siguen blancos y luminosos sin mota alguna de barra de labios. Se pasa la mano por el cabello y asiente, cruza la habitación con un fajo de papeles, regresa, se sienta, coge el cepillo para utilizarlo a modo de micrófono, carraspea, sonríe a su reflejo en el espejo y comienza: «Señoras y señores», pero no queda convencida con el sonido de su voz, así que dice «Joder» y se golpea la boca, lo que hace que quede una mancha de pintalabios en el reverso del cepillo, y repite «Joder» más alto incluso. Limpia el cepillo con un pañuelo de papel y empieza de nuevo: «Señoras y señores», esta vez con distinto tono de voz. «Me alegra ver a tanta gente reunida aquí esta noche…», y luego se pone a mascullar, lee la conferencia y levanta la mirada hacia el espejo como si su reflejo fuera el público, consulta el reloj de vez en cuando para ver cuánto tiempo le queda para hablar. No oigo lo que está diciendo, pero conforme pasa las páginas se va acalorando cada vez más y eso me preocupa, así que empujo los cochecitos por el pasillo durante un rato para no oírla, pero cuando regreso sigue dale que te pego y parece más disgustada que nunca. Al cabo, se va corriendo al cuarto de baño, abre el botiquín y engulle unas pastillas, y la veo aferrada al borde del lavabo mientras se mira en ese espejo y luego literalmente se abofetea la cara, sólo una vez en cada mejilla con cada mano pero fuerte de veras, ojalá no lo hiciera, así que digo:

—Mamaaá —en un tono de voz de lo más gemebundo, y ella se yergue y se da la vuelta con una mirada acusadora, pero repito, muy quejumbroso—: Mamaaá… me duele la tripa.

Así que se acerca y me dice:

—Pobrecillo. —Cosa que me agrada oír—. ¿Por qué no vas a acostarte? Le diré a tu padre que te prepare una infusión de hierbas. Yo tengo que marcharme antes de treinta segundos.

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