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Authors: Nancy Huston

Tags: #Narrativa, #Drama

Marcas de nacimiento (12 page)

BOOK: Marcas de nacimiento
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Paso la mañana entera viendo la tele, cosa que sé haría enfadar a mamá, pero papá me deja; dice que la gente inteligente tiene que saberlo todo acerca de la estupidez del mundo, así que puedo ver la tele pero debe ser un secreto entre nosotros. Esta mañana la programación es bastante buena con
Garfield
y
G.I. Joe
, y sobre todo
Spiderman
, que es mi preferido; a veces papá viene y ve la tele conmigo y le hace reír porque todo eso es de cuando era adolescente y solía leer cómics.

Después de comer empieza a hacer un calor de aúpa en el apartamento y papá sugiere que nos demos un baño en la piscina del vecindario, de manera que nos ponemos el bañador debajo de la ropa y bajamos a la calle. Es como si entráramos directamente en un horno y hay olor a brea derretida en el aire. Me gusta ir de la mano de papá cuando cruzamos la calle juntos, dentro de uno o dos años ya seré muy mayor para eso, así que quiero asegurarme de disfrutarlo mientras dure.

La piscina es un auténtico pandemonio de unos mil críos de todos los colores y tamaños chapoteando y gritando con voces que resuenan contra las paredes; me asusta un poco pero papá me coge en brazos al entrar en el agua y entonces me siento bien. Me lleva casi hasta donde más cubre y deja que me tire desde sus hombros unas cuantas veces hasta que el socorrista hace sonar el silbato y nos dice que no hagamos eso porque va contra las normas. Si algo me gusta de papá es que no se ciñe a las normas con demasiada rigidez. Hay que jugar siempre con las normas y no según las normas, dice, porque una vida sin peligro no es vida. Al cabo, sale de la piscina no sin esfuerzo, chorreando y con el pelo pegado al cráneo un poco calvo y la piel blanca y fofa, lo que le da un aspecto más bien poco atractivo en comparación con otros padres más jóvenes, morenos y esbeltos, pero a mí me trae sin cuidado porque es el mejor padre del mundo. Se echa una toalla sobre los hombros y se sienta con las manos encima de la cordial barriguilla, como la llama él, que es su estómago, y me mira mientras juego a mi aire en la parte menos honda. Aún no sé nadar pero lo que sí me gusta es saltar arriba y abajo, hundirme hasta quedar en cuclillas bajo el agua mientras expulso el aire por la nariz y la boca y luego saltar bien alto y tomar aire para sumergirme de nuevo; me gusta mucho el sonido del agua en los oídos y el ritmo, la sensación de ingravidez y el movimiento mecánico. Podría seguir horas así pero transcurrido un rato viene papá, me coge en brazos y me dice que es hora de que vuelva al trabajo.

Me deja en casa de Barry, que está a un par de manzanas, y juego allí el resto de la tarde. Barry tiene toda clase de juegos bélicos, muñecos de acción y Masters del Universo, y algunas metralletas que parecen reales y con las que es divertido hacer el tonto. La madre de Barry siempre es simpática conmigo porque es fan de Erra, así que para merendar, además de un cuenco de cereales, nos deja tomar un poco de polvo de gelatina de limón lamiéndolo de la palma de la mano, algo que mamá sería incapaz de hacer porque dice que no son más que sustancias químicas que te provocan cáncer. Papá me recoge a las seis y vamos a hacer la compra de regreso a casa; compra pescado blanco y luego una botella de vino blanco para acompañarlo y, con un poco de suerte, poner de buen humor a mamá. Pero cuando mamá llega a casa a las siete tras su jornada dedicada a la investigación no da la impresión de que el vino, al margen de la cantidad y el color, vaya a surtir efecto. Me voy al cuarto y me pongo a jugar a la guerra con mis muñecos de Playmobil porque no se me permite tener soldados, ya que mamá está en contra de la guerra y no quiere que me convierta en un macho violento como la mayoría de los hombres.

—La gente no lo sabe, Aron —la oigo decir desde lejos con una voz llena de emoción que me asusta—. Saben lo de los campos pero esto no.

Y luego no alcanzo a entender lo que responde mi padre pero entonces ella dice:

—¡Más de doscientos mil niños! ¡Secuestrados! ¡Raptados! Arrancados de sus familias en Europa del Este…

Y empiezo a ponerme nervioso de verdad. Mi marquita de nacimiento en forma de murciélago me sugiere hacer ruidos de explosiones con la boca y convertir los juguetes Lego en helicópteros, bombarderos y misiles tierra-aire para ahogar el sonido de la voz de mi madre, así que lo hago y funciona.

Cuando papá me llama para cenar, mamá está sentada con los codos apoyados en la mesa, la cabeza entre las manos, como si le pesara una tonelada, y papá se está quitando el delantal. Trae una vela y dice medio en broma:

—Sadie, es viernes por la noche, ¿quieres una vela de Sabbath?

Pero mamá se yergue de repente en la silla, su mano se levanta como por voluntad propia y tira la vela al suelo.

—¡Si eres incapaz de seguir la tradición —dice—, lo menos que puedes hacer es no reírte de ella!

No creo que haya roto la vela a propósito, pero se rompe de todas maneras y papá recoge los dos trozos y los tira a la basura sin decir palabra.

Mientras comemos el pescado blanco que papá ha fileteado para mí porque me da miedo clavarme una espina en la garganta y ahogarme hasta morir, mamá se vuelve hacia mí y dice «Randall», en un tono que me hace desear encontrarme de nuevo en casa de Barry lamiendo gelatina de limón de la mano sin la menor preocupación.

—¿Sí, mamá?

—Randall, voy a tener que irme una temporada, a Alemania. Sé que a ti debe de parecerte que paso fuera mucho tiempo… pero los documentos que necesito para la tesis están casi todos en Alemania, así son las cosas.

—Sadie —dice papá—, el crío no sabe de qué le hablas. No sabría encontrar Alemania en un mapa.

—¡Bueno, pues ya va siendo hora de que aprenda dónde está Alemania porque lleva sangre alemana en las venas! ¿Lo sabías, Randall? ¿Sabías que tu abuela Erra nació en Alemania?

—No —susurro—. Creía que había nacido en Canadá.

—Creció en Canadá —responde mamá—, y no habla nunca de los primeros años de su vida, pero lo cierto es que los pasó en Alemania. Escucha, cariño, es importante que averigüe tanto como me sea posible del asunto. También es por tu bien, ¿sabes? Me refiero a que no podemos construir un futuro juntos si no sabemos la verdad acerca de nuestro pasado, ¿verdad?

—Por el amor de Dios, Sadie, el niño tiene seis años.

—Vale, vale —dice mamá en un tono sorprendentemente quedo—. Lo que pasa es que… tengo muchas preguntas acerca de una parte concreta de nuestro pasado. Cantidad de preguntas… Y la abuela Erra no puede o no quiere contestarlas. Así que… tengo que irme a Alemania.

—Eso ya lo has dicho —señala papá.

—Lo sé, Aron —replica mamá, sin levantar el tono de voz aún—. Si me repito es porque me he dejado lo más importante… y si me he dejado lo más importante es porque sólo pensarlo hace que me dé vueltas la cabeza. Hoy he recibido una carta… de la hermana de Erra. Dice que si voy a verla a Múnich me contará todo lo que sabe.

Un espeso silencio sigue a este anuncio. Levanto la mirada hacia papá y parece desesperado, y además ha dejado en el plato la mayor parte de la cena, cosa que casi nunca ocurre.

La conversación nos ha incomodado a todos, y cuando me escabullo a mi cuarto, intentando no llamar la atención, oigo que papá le dice a mamá:

—Estás tan obsesionada con el sufrimiento de esos niños hace cuarenta años que ni siquiera ves el sufrimiento de tu hijo delante de ti. Déjalo, Sadie. ¿No puedes dejar todo ese asunto?

—No, no puedo —responde mamá—. ¿No lo entiendes? Este… mal… no es una suerte de concepto abstracto para mí. ¡Tiene que ver con mi propia madre! Conseguir que hable de su primera infancia es como arrancarle los dientes. Le llevó quince años reconocer que Janek fue raptado, no adoptado, veinte años soltar el nombre de su familia alemana y la ciudad donde vivían; tengo que averiguar más al respecto, seguro que puedes entenderlo, ¿no? ¡Tengo que saber quiénes eran mis abuelos! Si les dieron un niño polaco para sustituir a su hijo muerto, debían de ser nazis o al menos estar congraciados con los nazis. ¡Necesito saberlo!

Cierro la puerta y retomo mi guerra con muñecos y piezas de Lego donde la he dejado.

Mis padres lavan los platos y cuando llega la hora de acostarme papá viene y se esmera en que olvide el malestar dándome un vapuleo. Eso significa que me tumbo boca abajo en pijama y me recorre el cuerpo de arriba abajo propinándome palmadas rítmicamente al tiempo que canta a pleno pulmón. Esta noche canta esa canción cuya letra suena como un galimatías cuando la escuchas por primera vez.

Ooooooh, syeguascomenavena y sícomenavena y sovejitasiedra,

Uniño comraiedratambién, ¿rdad? Uniño comraiedratambién, ¿rdad?

Es un galimatías de cuidado pero luego la canción explica:

Si las palabras parecen caprichosas

y al oído suenan graciosas,

un poquito revueltas y de cualquier manera,

es: ¡Las yeguas comen avena y, sí, comen avena, y las ovejitas hiedra!

Oh…

Luego la canta rápido de nuevo y esta vez se entiende todo, incluida la última estrofa: «Un niño comerá hiedra también, ¿verdad?» Ojalá los adultos se sentaran conmigo y me lo explicaran todo poco a poco como hace esta canción, pienso a menudo.

Igual que ocurre siempre, el palmeteo de papá me hace reír a voz en grito y suplicarle que siga pero justo entonces viene mamá y dice que es demasiado alboroto justo antes de dormir y que tengo que calmarme. Así que papá me da un fuerte abrazo y un beso en la frente y mamá se sienta a mi lado en la cama para contarme una historia que también me gusta. Cuando tenía mi edad sabía leer pero yo aún no he aprendido, así que tengo que esperar a que alguien me lea, otro ejemplo de que nunca soy lo bastante bueno, aunque lo intento. Esta noche me cuenta el cuento del Negrito Sambo, para lo que ni siquiera le hace falta el libro porque aún se lo sabe de memoria de cuando era pequeña. Yo también prácticamente lo he memorizado, que es otra forma de decir que me lo he aprendido de corrido y puedo decir todas las palabras antes de que el Negrito Sambo diga: «Oh, por favor, señor Tigre, si no me come le daré mi precioso Abriguito Rojo», y demás, el cuento entero hasta que los tigres se han derretido en un charco de mantequilla y Sambo dice: «¡Oh! ¡Qué mantequilla derretida tan rica! Se la voy a llevar a la Negra Mumbo —que es su madre— para que cocine con ella», y luego la Negra Mumbo prepara tortitas y el Negrito Sambo se come ciento sesenta y nueve porque tiene muchísima hambre. Una vez terminado el cuento, mamá me rodea con los brazos y me mece suavemente, tarareando entre dientes, y la piel de sus brazos es muy suave, pero no así su manera de abrazarme.

La mañana en que se marcha a Alemania despierto temprano, no son más que las seis y media. Me gusta saber la hora, cosa que aprendí la primavera pasada en el parvulario. Papá cuenta un chiste que dice: «¿Por qué el tontorrón tiró el reloj por la ventana? Porque quería que el tiempo pasara volando». Es un chiste bastante bueno pero al mismo tiempo me preocupa que el tiempo pase volando. Mamá dice que cuanto mayor te haces más deprisa pasa, y me da miedo que si no tengo cuidado la vida entera se me pase de un plumazo y me despierte un día dentro del ataúd y todo haya terminado sin haber tenido tiempo de apreciarlo. Ya sé que los muertos en realidad no se despiertan ni se dan cuenta de que están en el ataúd bajo tierra, pero aun así da muchísimo miedo pensar que los han metido allí, como al abuelo cuando fuimos a su funeral en Long Island. Me pareció espantoso que el padre de mi propio padre estuviera de veras dentro de esa caja y todo el mundo pareciera dar por sentado que eso estaba bien, que así se hacían las cosas. Los enterradores pusieron el ataúd sobre unas cuerdas y las ataron, luego lo alzaron, lo dejaron en suspenso sobre la tumba y lo bajaron hasta que tocó fondo y entonces volvieron a desatar las cuerdas y las sacaron de golpe de la tumba. Bueno, estaban dejando una persona humana en ese agujero pero no querían echar a perder un par de buenas cuerdas, ¿no? Saltaba a la vista que estaban acostumbrados a ello, que lo hacían todos los días y no era más que un trabajo para ellos, mientras que para mí la persona que metían en la tierra era mi único abuelo (ya que mamá no conoció a su padre) y no iba a volver a verlo y fue entonces cuando entendí de veras el sentido de la palabra
nunca.

Miro de reojo el reloj y veo que mientras estaba aquí tumbado pensando en la muerte, han transcurrido exactamente tres minutos.

Después de la muerte del abuelo, la abuela tuvo que vender su casa en Long Island. Esa casa era uno de mis sitios preferidos para ir de visita, con cantidad de rincones y grietas, armarios y despensas, pero la abuela dijo que no podía ocuparse ella sola, así que se fue a vivir a una residencia con otros ancianos. Ahora no hay ningún lugar para que nos reunamos todos los primos a jugar al escondite como solíamos hacer en su casa, no se puede jugar al escondite en un apartamento en Manhattan. Una vez me escondí acurrucado en una caja de cartón grande en el sótano y cuando bajaron mis primos oí que me llamaban —«¡Randall! ¡Randall!»—, pero era un escondite tan bueno que no me encontraron, y después de un rato se dieron por vencidos y se fueron a jugar al
frisbee
y se olvidaron de mí. Mientras tanto, me quedé allí y aguardé y seguí aguardando y cuando por fin salí tenía frío y estaba rígido de la cabeza a los pies, y cuando mis primos me vieron ni siquiera me dijeron: «¿Dónde estabas? ¡Te hemos estado buscando por todas partes!» Me dolió que no me hubieran echado de menos y pensé: así debe de ser cuando estás muerto, la vida sencillamente sigue adelante sin ti.

Ahora son las siete en punto y oigo que suena el despertador de mamá, así que tengo derecho a entrar en su dormitorio si quiero, cosa que hago. Me deslizo muy suavemente de rodillas y puños y me pego a los pies de la cama, donde no pueden verme. La manta está arrebujada en el suelo, sólo están cubiertos con la sábana y sus cuatro pies sobresalen del borde del colchón. Los pies de papá son enormes y están un poco sucios en las plantas porque le gusta deambular por el apartamento descalzo y lo que me fascina especialmente es la gruesa piel amarillenta en torno a los rebordes de los talones, que cuando la tocas parece madera en vez de piel. Los pies de mamá son más limpios pero en la base del dedo gordo tiene unos bultos huesudos llamados juanetes que tampoco resultan atractivos. En general, los pies adultos me parecen bastante feos y debo reconocer que una de las cosas de hacerse mayor que no me hace ilusión es ver cómo los pies se me van afeando conforme pasan los años.

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