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Authors: Nancy Huston

Tags: #Narrativa, #Drama

Marcas de nacimiento (6 page)

BOOK: Marcas de nacimiento
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Es hoy. Hoy es el día. Mamá me despierta agitándome con delicadeza y ya noto que es una clase de día diferente. El cerebro no se me inunda de luz ni se precipita a colmar el mundo, más bien se acurruca en un rincón.

Es temprano, las siete menos cuarto, pero papá ya se ha ido a trabajar. Me ha dejado una nota en el cuenco de los cereales: «Estoy contigo, chaval. Mantén el tipo. Con cariño, papá», y pienso en cómo todo el mundo me dice una y otra vez que esta operación no es nada, pero los adultos no les dicen a los niños que mantengan el tipo por cualquier cosa, así que debe de ser algo, la cuestión es exactamente qué clase de algo.

Mamá y yo no cruzamos palabra mientras me lleva a la clínica. Salta a la vista que está bastante tensa, o al menos impresionada ante la importancia de la situación. Melanoma melanoma melanoma, oigo la palabra deambulando por mi cabeza, una palabra de agradable resonancia para algo horrible. «El melanoma es una de las cosas, como el veneno de serpiente —me explicó mamá cuando tenía unos cuatro años—, que pueden propagarse por el sistema linfático hasta las glándulas linfáticas. Y de ahí al resto del cuerpo, lo que se denomina
metástasis.
Y cuando ocurre eso puedes morir. Sí, querido Solly. No sabemos por qué Dios lo permite en Su plan universal, pero hasta los niños pueden morir de cáncer». Pero vamos a dar marcha atrás: yo no voy a morirme, no voy a tener metástasis, ni siquiera melanoma, porque vamos a someternos a lo que se conoce como cirugía preventiva. Papá dice que debería estarle agradecido a mi madre por su visión de futuro, y lo estoy, lo que pasa es que no me hace gracia la idea de que me rajen.

—¿Preferirías que te durmieran?

—¡No!

(La conciencia clarividente de SOL no debe quedar abolida en ningún momento).

El desvestirse. El sentirse muy pequeño. El pene diminuto de verdad y arrugado cuando voy a hacer pis antes de la operación. Los médicos y las enfermeras me hablan como si me conocieran en persona, cosa que me molesta. Guantes blancos de plástico y máscaras quirúrgicas azul celeste. Me ponen boca arriba, incorporan la cama con una manivela de manera que quede en ángulo y me ladean la cabeza. Detesto que me manipulen así, detesto que me muevan de aquí para allá como si fuera un mono en un experimento de laboratorio. Ahora la anestesia, una palabra que significa «sin sensibilidad». Una aguja en la sien de Solomon. Toda la parte izquierda de la cabeza entumecida, incluida la mejilla izquierda. Mamá me ofrece una sonrisa desde donde se encuentra, en el extremo opuesto de la sala, pero tiene los ojos llenos de miedo.

—No reviste ninguna complicación —asegura el médico—. Es pan comido.

Me hunde el filo en la carne. La enfermera está a su lado para restañar el flujo de sangre.

—Ahora voy a quitarlo raspando… un poco más profundo aquí… para asegurarnos de retirarlo todo… ¿Ves? Hurgándome la nariz, como dicen los franceses.

La enfermera lanza un bufido de risa.

—¡Espero que no! —dice mamá.

—No, no, no —asegura el médico—. No es más que una expresión que aprendí cuando estudiaba en París, hace mil años.

—Bueno, esos franceses tienen malos modales, y le agradecería que se abstenga de utilizar esa clase de expresiones delante de mi hijo.

—No se preocupe, señora. Venga, ya casi hemos terminado.

La sangre me gotea cuello abajo, la noto, la enfermera la restaña.

mi sangre la sangre de sol que fluye de su sien

un agujero en la cabeza

la herida está exactamente donde uno pone el dedo para hacer como que se pega un tiro,

papá me contó cómo el marido de G.G. de hace muchos años se suicidó, así

el cerebro esparcido por todo el suelo de la cocina

pero mi cerebro sigue dentro

no puede derramarse por el agujero en la sien

está pensando a toda máquina para aferrarse a sí mismo

mantenerlo todo en orden sin que se le escape un solo detalle

El médico ha salido del quirófano. Mamá me aprieta la mano y me dice lo increíblemente valiente que he sido y cómo soy su hombrecito y lo orgullosa que está de mí. Intento sonreírle pero tengo petrificado el lado izquierdo de la cara y sólo consigo ofrecerle media sonrisa.

Transcurre el día y recupero la sensibilidad y tengo una sensación desagradable, también conocida como dolor. No hablo de ello. Me niego a quejarme. Puedo soportarlo. Esto es una prueba y voy a superarla con éxito.

Me traen una cena blanda e insípida, así que puedo comer la mayor parte: puré de patatas cremoso, yogur y compota de manzana. Papá llega justo cuando estoy terminando el postre pero es como si no estuviera aquí del todo, veo a través de él, como un holograma de mi padre que se materializa en la clínica mientras él sigue a años luz de distancia. Me alegro cuando vuelve a desmaterializarse.

Mamá pasa la noche en una cama plegable en mi habitación. Las enfermeras me traen pastillas que restan intensidad al dolor para que pueda conciliar el sueño. Me encuentro con un bloque sólido de sueño sin ensoñaciones y cuando despierto el dolor sigue ahí y no digo nada.

Ese mismo día nos vamos a casa y mamá tiene instrucciones pormenorizadas de la enfermera acerca de cómo cuidarme la sien para que cicatrice. Me habla de la dermis, la epidermis y la división de las células de la piel: es bueno que se dividan rápidamente y de una manera ordenada para reparar un área dañada como la que ha surgido a raíz de la operación, pero es malo cuando se dividen rápidamente y de una manera desordenada, lo que se conoce como cáncer. Me retira las vendas y me unta levemente la herida con desinfectante y le digo que es la mejor enfermera del mundo y ella me dice que soy el paciente más paciente: sonrío de manera que vea que me supone un gran esfuerzo sonreír.

Un día tras otro el dolor es atroz, algo así como si estuviera siendo crucificado.

Cuatro días después de la operación, mamá llama a papá mientras me está cambiando las vendas y él echa un vistazo a la herida y veo que palidece y caemos en la cuenta de que el asunto no mejora, empeora, hay infección. No sabemos cómo, después de todo el desinfectante que ha estado poniéndome mamá, pero alguna especie de germen se ha colado en la herida. Los gérmenes son como animales microscópicos que proliferan en la carne viva e intentan matarla, y ahora hay un absceso.

—El pus —me explica mamá— está compuesto por células que los gérmenes se las han arreglado para destruir. Hay diversas razas de gérmenes, de la misma manera que hay diversas razas de seres humanos.

—Sí, tienes unas células terroristas de lo más chungas atacándote —comenta papá—. Tenemos que hacer una biopsia para ver qué causa el problema, no sabemos si son chiíes o…

—¡Randall! —lo interrumpe mamá con una exclamación.

—No te preocupes —me dice papá—, nos los cargaremos.

—Los exterminaremos —digo yo.

—Desde luego que sí. Enviaremos carros blindados antibióticos y nos ocuparemos de ellos.

Resulta que el médico tiene que llevar a cabo una segunda operación.

Esta vez me duerme. Se apagan las luces. Se pone el sol. Sol queda arrasado en pleno día. Cuando vuelvo en mí y veo a mamá inclinada sobre mi cara, sufro varios segundos de pánico porque no consigo recordar quién soy. Es una sensación terrible, pero al final me las arreglo para nadar hasta la superficie.

Esta vez me quedo en la clínica un día y una noche en observación. Cuando nos envían a casa, mamá tiene una lista de medicamentos para comprar más larga que su brazo.

Me encuentro fatal. Las vacaciones de verano se escapan, ya estamos a mediados de julio y paso la mayor parte del día en cama o paseando por la casa medio aturdido, sin ganas de entrar en ninguna página web de Google ni de sobarme porque aún no estoy bien.

Me duele la cabeza.

Volvemos a la clínica. Ahora mamá tiene que enseñarme una palabra nueva, concretamente «necrosis», que significa que parte del tejido de la piel en torno a la sien ha muerto debido a que las bacterias han lanzado un ataque de lo más eficaz.

—Y ahora, cariño —me dice—, te van a hacer un injerto.

—¿Qué es eso?

—Bueno, significa que van a sustituir el tejido muerto, que está en una parte muy visible de tu cuerpo, con tejido vivo de otra parte menos visible.

—¿Qué parte?

—Las posaderas de su alteza —dice papá, que intenta tomárselo con buen ánimo, aunque la verdad es que los dos parecen a punto de vomitar.

Así que el doctor vuelve a dormirme y esta vez cuando despierto noto dolor en todas partes y tengo toda la cabeza afeitada y además fiebre. Me veo obligado a pasar la semana entera recuperándome antes de que me den de alta.

John Kerry intenta vencer a George W. Bush en la carrera hacia la Casa Blanca, pero apenas prestamos atención a la campaña electoral: mi salud es el único tema de conversación en casa. Al bendecir la mesa y a la hora de acostarme mamá reza para que me recupere, los domingos por la mañana papá se queda en casa para cuidarme y mamá va sola a la iglesia y reza sin parar para que me ponga bueno otra vez, pero sigo sintiéndome fatal. Ahora papá está furioso con mamá por haber organizado la operación, y mamá está furiosa con papá por habérselo contado a su madre, porque al parecer la abuela Sadie se ha puesto histérica y ahora ha decidido venir a visitarnos desde Israel.

—De verdad, Randall —dice mamá—, tengo que reconocer que ahora mismo estoy bastante alterada, y no sé cuánto tiempo seré capaz de vivir bajo el mismo techo que tu madre, que me pone de los nervios incluso cuando estoy de maravilla. ¿Cuánto tiene previsto quedarse?

—No estoy seguro —responde papá—. Creo que ha comprado un billete abierto.

—¿Crees? ¿Qué significa eso? ¿Ha comprado un billete abierto o no?

—Sí, creo que sí —dice papá—. ¿Y qué?

—Ay, Dios santo…

Papá, que suele tener problemas con la abuela Sadie, de pronto salta a defenderla porque alguien la está atacando.

—Mi madre tiene muchos contactos, Tess —dice—. Conoce a gente importante en California. Podrá ponernos en contacto con un buen abogado.

—¿Un abogado?

—¡Claro que un abogado! ¿Crees que voy a quedarme sentado viendo cómo someten a mi hijo a una carnicería? Voy a meterle un pleito a ese médico que se va a enterar. Puto cabrón. Puto cabrón.

—¡Randall!

—Lo siento, Tess. Es que… sencillamente no puedo soportarlo.

Y mi padre sale de la habitación porque los hombres deben tener siempre cuidado de no dejar que nadie los vea llorar, aunque llorar es humano, como dice Schwarzenegger en
Terminator
II.

Paso mucho tiempo durmiendo y cuando estoy despierto me siento completamente depre. La perspectiva de la visita en ciernes de la abuela Sadie tampoco me entusiasma. Sé que cuenta con que me convierta en el Gran Genio que ninguno de los hombres de su vida llegó a ser: ni su padre, al que en realidad no conoció, ni su marido, que fracasó como autor teatral y murió joven, ni su hijo, a quien una vez le oí llamarle a la cara
yuppie
sin carácter. Tengo intención de colmar sus expectativas, de verdad, pero ojalá viniera de visita cuando estoy sano en vez de enfermo. A quien me vea ahora mismo le costará creer que soy el salvador de la humanidad.

Papá recoge a la abuela Sadie en el aeropuerto de San Francisco y la trae a casa con la silla de ruedas plegada en el maletero, junto con varias maletas de gran tamaño que nos producen una gran desazón respecto al tiempo que prevé quedarse. Mamá y yo salimos y permanecemos en el porche delantero cogidos de la mano, esperándolos mientras papá la empuja por la rampa construida especialmente para su madre con capacidades disminuidas; está más gorda aún que en su última visita, de manera que la rampa cruje bajo su peso. En cuanto entra en la cocina se vuelve y me indica que me acerque, y yo renqueo hasta ella, intentando no ofrecer un aspecto demasiado lastimoso a pesar de las vendas en la cabeza y las otras vendas ocultas bajo el pantalón del pijama.

—¡Solomon! —dice a voz en cuello—. ¡Mira! ¡Te he traído un regalo!

Hurga en su bolso y saca algo envuelto en papel de seda. Cuando lo desenvuelvo resulta ser una kipá de hecho bastante bonita, recubierta de terciopelo negro y adornada con estrellas y naves espaciales bordadas en hilo dorado y las palabras «La guerra de las galaxias».

—Pruébatela, Solomon. Era de tu padre. ¿Te acuerdas, Randall? Te la regalamos en tu Bar Mitzvah, cuando estabas entusiasmado con el nuevo videojuego de
La guerra de las galaxias.
¡Mira, está como nueva! ¿Verdad que es increíble?

—Cualquiera pensaría que no me la puse muy a menudo —masculla papá.

—¡Pruébatela, Solomon! ¡A ver si te queda bien!

—Perdona, mami —dice mamá, y siempre me suena raro cuando llama mami a la abuela Sadie, porque, claro, no es su madre y sólo se trata de un término afectuoso—, ya sé que la intención es buena, pero somos una familia protestante.

—Pruébatela, pruébatela —insiste la abuela Sadie, haciendo caso omiso de la objeción, de modo que no sé muy bien qué hacer.

Miro de soslayo a papá y él asiente de manera imperceptible, tras asegurarse de que mamá no lo mira, así que me pongo la kipá. Me queda grandísima, pero la ventaja es que me cubre por completo los vendajes.

—¡Preciosa! —declara la abuela con firmeza—. Te sienta como un guante. Esto no es veneno —le dice entonces a mi madre—. No le va a meter ideas judías en la cabeza. Puede llevarla cuando le venga en gana, como recuerdo de su abuela en Israel, ¿de acuerdo?

Mamá se mira las manos.

—Supongo que no pasa nada si a Randall le parece bien —susurra.

—A mí me parece bien —dice papá, aliviado de poder reconciliar a su madre y su esposa con cinco palabritas—. Ahora, a la cama, jovencito, que ya tenías que estar acostado.

Obedezco, tan cansado que ni siquiera escucho a escondidas su conversación desde lo alto de la escalera, como habría hecho si estuviera en plena posesión de mis poderes.

A partir de ese día la atmósfera en la casa empieza a crepitar por causa de una electricidad perniciosa. Papá está ausente de la mañana a la noche y estas dos mujeres pasan el día entero en mutua compañía manteniendo una conversación llena de cortocircuitos. Ahora, además de ocuparse de mí y hacer la compra, cocinar y las faenas de la casa, mamá tiene que encargarse de las necesidades de su suegra judía ortodoxa lisiada, incluida la comida
kosher.

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