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Authors: Nancy Huston

Tags: #Narrativa, #Drama

Marcas de nacimiento (9 page)

BOOK: Marcas de nacimiento
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Sea como sea, Erra no responde, toma sorbitos de un vaso de cerveza y se limita a mirar el mantel y nadie sabe qué le ocurre.

—Y luego me preguntaste qué era un
wiener
, ¿recuerdas?

Sigue sin responder.

—¿Qué es un
wiener
, Solly? —pregunta la abuela Sadie volviéndose hacia mí.

—No lo sé —respondo.

—Es un perrito caliente —dice papá, con una sonrisa de oreja a oreja como la del que sabe el remate del chiste.

—¡No, tonto, es una persona de Viena! —dice la abuela Sadie y los dos rompen a reír a carcajadas y Sadie añade—: ¿Qué es una hamburguesa, Solly?

—Eso que se compra en McDonald's —respondo sin mucha convicción.

—¡No, tonto, es una señora de Hamburgo!

Otra vez papá y ella se parten de risa.

—Y luego estaba… Ay, échame una mano, Randall… ¿Cuál era la tercera?

Por suerte, papá no recuerda la tercera, así que ese tema de conversación se agota.

G.G. no dice ni palabra en toda la velada.

Duermo como un tronco.

Más alboroto por la mañana, porque sólo tienen huevos duros fríos en este hotel asqueroso y a mí me gustan calientes y blanditos. Mamá va a la cocina para razonar con el personal pero como no habla alemán no puede hacerse entender así que le pide a la abuela Sadie que la acompañe y traduzca sus palabras y Sadie, que ya ha empezado a desayunar, dice en voz bien alta mientras sigue zampándose su desayuno:

—¡Deja de mimar a tu hijo, Tessa! Si tiene hambre, se comerá cualquier huevo. Si no tiene hambre, no tiene sentido tocar las narices.

Mamá regresa y se encoge de hombros en un gesto de disculpa y yo estoy tan furioso con esta gente por humillarla que prácticamente podría hervir un huevo yo mismo.

Por desgracia, esa hermana a la que G.G. no ve desde hace tanto tiempo y que está a punto de morir no vive en la ciudad de Múnich propiamente dicha, sino que aún vive en el pueblecito donde se criaron, que está a dos horas en coche. Se me cae el alma a los pies.

—¡Eso es un viaje interminable, mamá! —gimoteo.

—No queda otra opción, cariño —me responde.

—Dos horas es lo que tardo yo en llegar al trabajo todas las mañanas —señala papá.

—No compares, Randall —le espeta mamá—. Para un niño es mucho más.

—En eso te equivocas —replica papá—. A mí también se me hace interminable.

Ocupamos los mismos asientos que ayer, G.G. a mi izquierda y mamá a mi derecha en la parte de atrás. Nos cuesta una eternidad salir de la ciudad pero finalmente estamos atravesando verdes campos.

—Vamos directamente hacia el este rumbo a la frontera austriaca —anuncia la abuela Sadie—. Berchtesgaden está en los Alpes al sur de aquí, ya sabéis, el denominado Reducto Bávaro, el retiro preferido de Hitler. Él y sus secuaces se hicieron construir unas madrigueras subterráneas increíbles en la montaña, y las llenaron a rebosar de champán, puros, alimentos selectos y ropa, ¡suficientes para aguantar durante décadas! Ahora van a convertir todo eso en un hotel de lujo.

—¡Así que estamos a tiro de piedra de donde nació el gobernador Schwarzenegger, en Austria! —comenta mamá, encantada de aprovechar la oportunidad de demostrar que se ha estudiado los mapas.

—Bueno, supongo que se puede decir que estamos a tiro de piedra… ¡para un gigante! —dice la abuela Sadie con una buena carga de ironía—. Schwarzenegger nació cerca de Graz, a más de doscientos kilómetros al sudeste de aquí.

—¡Ah! ¡Qué suerte que hay alguien en el coche que lo sabe todo! —dice papá.

—No, no, el comentario de Tessa tenía su importancia —asegura la abuela Sadie en tono conciliador—. La familia de Schwarzenegger tenía fuertes tendencias nazis.

Pero mamá no quiere dar cuerda a Sadie en ese asunto, así que se vuelve hacia G.G. y dice:

—Debe de resultarte raro viajar por este paisaje, ¿no? —Y luego, en un susurro—: ¡Vaya, se ha dormido!

G.G. tiene la cabeza caída hacia atrás, se le ha abierto la boca y ronca un poco. No puedo sacudirme la sensación de que está envejeciendo por minutos. Vista así de cerca, su piel es como pergamino blanco transparente recubierto por un millón de líneas diminutas, y es delgada, delgadísima y pequeña, nunca me había dado cuenta de lo pequeña que es, parece un fantasma o un gorrión muerto, ¿y si se ha muerto? No, ronca, así que no puede estar muerta, pero me aparto de ella y me cojo al brazo de mi madre, por favor, Dios, no quiero que mi madre se haga nunca vieja, por favor, Dios, haz que sea siempre joven y guapa…

Todo me resulta raro dentro de la cabeza algo así como fluctuante y a medio disolver como si no estuviera aquí del todo nadie me presta atención avanzamos sin parar

Cuando le pregunto a mi padre cuánto falta, el consejo de mamá suena a algo sacado directamente de su clase de yoga budista:

—No pienses en llegar, cariño. Convéncete de que ya estás allí. ¡Éste es un momento real de tu vida real! ¡Embébete! ¡Mira qué paisaje tan precioso!

Hago el esfuerzo de mirar: pastos ondulantes, verdes prados, vacas, tractores, graneros y granjas, más pastos ondulantes, más vacas y graneros. Parece una especie de maqueta, como una de esas granjitas estúpidas que a veces hay en los zoos para familiarizar a los niños urbanos con el campo. Hasta la autopista parece pequeña en comparación con las de California. Respiro hondo y me estrujo las rodillas con ambas manos para asegurarme de que estoy aquí.

Hasta el momento este viaje es un rollo de cuidado.

• • •

G.G. despierta justo cuando estamos entrando en la ciudad donde vivía de niña. Despierta igual que yo, abandona el sueño de repente y se conecta a la vigilia con un clic, alerta y vigilante de inmediato, sin cansancio en la mirada.

De alguna manera, el coche entero parece haberse contagiado de su silencio. Nadie dice nada. Diez labios inmóviles. Mi padre conduce muy lentamente hacia el centro de la ciudad.

De pronto la abuela Sadie hace algo inesperado: tiende la mano hacia el asiento de atrás y toma la de G.G. Más inesperada aún es la reacción de G.G., que toma su mano y la acaricia con suavidad.

Es ella quien dice:

—Aquí, Randall. Puedes girar a la izquierda aquí y aparcar. Sí. Es ese edificio de ahí.

Pasamos por el lío habitual, sacar la silla de ruedas del portaequipajes, abrirla, ayudar a la abuela Sadie a sentarse, cerrar las puertas del coche y todo el rollo. La gente en la calle nos mira como si fuéramos un número circense y detesto ver cuánto llamamos la atención, una panda de bichos raros angloparlantes, incluida una lisiada con peluca y una bruja de pelo ralo y canoso y un niño con una kipá de
La guerra de las galaxias.
Ojalá pudiera abrasarles los ojos con un rayo láser y obligarlos a apartar la mirada, pero, al final, nos las arreglamos para entrar en el edificio.

El pasillo parece oscuro por completo tras la luminosidad del exterior, pero la abuela Sadie lo enfila con decisión, abriendo camino. Mientras mamá y yo la seguimos, cogidos de la mano, mamá se inclina y me dice en un susurro:

—Quizá deberías quitarte la gorra, cariño.

Cerrando la marcha, G.G. se aferra al brazo de papá, cosa que no haría normalmente, pero hoy camina con lentitud, tanto que van muy rezagados, y al final ella se detiene.

—¿Qué ocurre? —grita Sadie, que a estas alturas ya ha llegado al ascensor en el otro extremo del pasillo.

—El corazón le late muy rápido —responde papá—. Va a tomar nitro. ¿Podéis esperar un momento?

—Claro que podemos esperar un momento —dice la abuela Sadie—. Vamos a esperar un momento.

G.G. saca un frasquito de medicina del bolso, hace caer dos pastillas en la palma de la mano, se lleva la palma a la boca abierta y espera. Tras unos instantes, asiente y vuelve a aferrarse al brazo de mi padre.

Estamos reunidos delante de la puerta 3W y la abuela Sadie, tras mirarnos intensamente uno por uno para que el momento resulte más impresionante de lo que ya es, pulsa con fuerza el timbre.

Unos segundos después oímos abrirse un montón de cerraduras y aparece una inmensa figura femenina, su silueta perfilada en el vano de la puerta. La abuela Sadie le habla en alemán y ella contesta en alemán y tengo la sensación de que me moriré si he de pasar la tarde entera escuchando hablar alemán pero entonces la abuela Sadie traduce:

—Dice que hoy libra la enfermera, de manera que por desgracia está sola. Su enfermedad le impide tratarnos con la hospitalidad que querría, pero el almuerzo ya está listo y nos espera en la mesa. Ésta es Greta —añade, cosa que resulta totalmente innecesaria.

Greta vuelve a decir algo en alemán pero de pronto resuena la voz de G.G. alta y clara:

—Hoy vamos a entendernos en inglés —anuncia.

Se suelta del brazo de mi padre, avanza con paso teatral y todos nos hacemos a un lado.

Las dos ancianas hermanas se encuentran ahora cara a cara, a unos dos palmos de distancia. No se parecen, eso desde luego. Greta tiene rasgos toscos, profundas arrugas que dividen sus mejillas mofletudas y su barbilla en porciones rojizas, lleva el largo cabello entrecano recogido en una trenza y posee un cuerpo bien rotundo que se bambolea y ondula bajo el chándal de color rosa intenso cuando avanza con los brazos abiertos hacia G.G.

—¡Kristina! —dice en un susurro, nombre que, en vez de Erra, desde luego me sorprende, pero puesto que nadie parpadea siquiera, supongo que debe de ser el antiguo nombre de G.G., de cuando era alemana—. ¡Kristina! —repite, con lágrimas que le relucen en los ojos, prácticamente enterrados en la grasa de su cara.

En vez de echarse a los brazos tendidos de Greta, G.G. la coge firmemente por las muñecas y le dice en un feroz susurro en inglés:

—Vamos dentro, por favor.

—Sí, claro —dice Greta, con acento—. Perdonadme. Pasad, por favor, todos, pasad. Quitaos los zapatos si queréis, hay mucho polvo en la calle.

La abuela Sadie acaba con las presentaciones y Greta nos da la mano uno por uno. Cuando me ve la cicatriz en la sien, las cejas se le juntan en una arruga en forma de W.

—¿Ha sido un accidente? —pregunta con un gesto hacia su propia sien.

—Ah, no es nada —dicen los cuatro adultos al unísono, cosa que les hace romper a reír, también al unísono, lo que les hace reír con más fuerza, pero, personalmente, no le veo ninguna gracia.

La mesa está servida con docenas de platos que no puedo comer, diferentes clases de fiambres en lonchas con manchas de grasa encima o alrededor, pepinillos y rábanos, huevos rellenos, quesos apestosos, ensalada de patatas con cebolla, pan negro y duro… Por suerte, mamá ha visto una caja de cereales Kellogg's al pasar por la cocina y le pregunta a Greta si podría tomar un cuenco, a sabiendas de que papá no se atreverá a meterse con ella por mis hábitos alimenticios delante de una desconocida.

Mamá sugiere que nos cojamos de la mano y mientras bendice la mesa da las gracias a Dios por esta milagrosa reunión de dos hermanas tras seis décadas de separación. Sin embargo, nadie parece muy entusiasmado al respecto, ni siquiera la abuela Sadie, que nos ha traído a todos aquí a la fuerza, y al ver que nadie aplaude ni me besa tras bendecir la mesa, empiezo a pensar que todo este viaje no es sino un inmenso error. Me como los cereales uno a uno, tan lentamente como puedo porque mamá me ha prohibido levantarme de la mesa: «No estamos en casa —me ha dicho—, así que tienes que portarte muy bien, cariño». Los ojos me revolotean de aquí para allá. Estar en este salón comedor es como estar en el interior de una casita de muñecas, resulta completamente sofocante con todo el mobiliario y los chismes, cojines bordados, muñequitas, cuencos de vidrio tallado, estatuillas, empapelado con dibujo floral, fotos enmarcadas y cuadros en la pared, hasta el último centímetro ocupado y decorado, sin sitio para respirar por ninguna parte, ojalá pudiera convertirme en una Joven Tortuga Ninja Mutante y abrirme paso fuera de aquí a fuerza de patadas golpes cortes y tajos: no, Superman sería mejor incluso, me bastaría con levantar el brazo y salir disparado como un cohete, hacia las alturas bien lejos, atravesando el tejado para salir directamente al cielo azul y despejado. ¡Oxígeno! ¡Oxígeno!

—Así que has conservado la casa —dice G.G.

—Sí —responde Greta—. He criado aquí a mis hijos.

Silencio. Deducimos que G.G. no tiene ninguna pregunta que plantear sobre esos hijos.

—Veo que han cerrado la escuela —dice al cabo.

—¡Oh! Hace muchos años. Toda esta zona es únicamente residencial desde entonces, en los años setenta, creo. Poco después de la muerte de mamá.

Ese comentario también se topa con el silencio pétreo de G.G. ¿Por qué ha venido a Alemania? Empiezo a preguntármelo. Si no quería ver a su hermana y recordar el pasado, ¿por qué votó que sí? Nada de lo que le cuenta Greta sobre su familia parece interesarle.

—Averigüé quién nos denunció a la Agencia, la que envió a la señora americana, la señorita Mulyk, para que te llevara… Fue nuestra vecina, la señora Webern, ¿la recuerdas? Su marido era comunista…

No hay respuesta por parte de G.G.

—Papá regresó en mil novecientos cuarenta y seis —continúa Greta, y la abuela Sadie asiente enérgicamente para instarla a que continúe con su historia sin prestar atención a la actitud tan grosera de G.G.—, tras un año de estar prisionero de los rusos. Lloró toda la noche cuando mamá le contó que tú y Johann os habíais ido para siempre. Volvió a trabajar de maestro, y llegó a director de la escuela, y por último fue alcalde del pueblo en los sesenta hasta que se jubiló, pero el abuelo nunca regresó del… del… ya sabes, de aquel… hospital.

Escucho todas y cada una de las palabras que dice esta mujer gorda y rosada y las almaceno minuciosamente en un rincón del cerebro para futura referencia —nada debe escapar a mis conocimientos sobre el universo—, pero de momento no tengo ni idea de qué habla y mientras tanto la persona con quien habla, concretamente G.G., no le hace ni caso, de hecho ahora mismo está haciendo algo de lo más espantoso, que es encender un puro en medio de una comida, pero ni siquiera mamá tiene valor para decirle que lo apague porque no estamos en nuestra casa.

Se hace un silencio durante el cual mi padre eructa levemente, sin querer, debido a toda la cerveza alemana que ha estado engullendo desde que llegamos, y alcanzo a ver que mi madre le lanza una patada por debajo de la mesa.

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