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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

Máscaras de matar (7 page)

BOOK: Máscaras de matar
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—Sólo una cosa más. —Astiri titubeó, báculo en mano—. Aquel día, ¿venció Tucatuca sin ayuda al jayán? ¿Logró escapar? ¿O se apartaron los dos?

—Le acogotó, amigo. —El hombre-serpiente esbozó otra sonrisa lejana—. Le acogotó con sus manos desnudas.

3

Esa conversación llevó, un par de días después, a Palo Vento a los subterráneos de la Casa de las Serpientes, convocado por sus máscaras mayores. En una cámara amplia y umbría, abierta en la roca viva, estuvo largo tiempo sentado, con la vaina de la espada sobre los muslos, mientras daba cuenta de hasta el último detalle de todo lo acaecido aquella mañana en el mercado. Las luces de las velas titilaban, el polvo danzaba en la penumbra de la caverna y, a intervalos, los labios de piedra de una fuente goteaban a sus espaldas sobre un pilón de aguas oscuras, con un chapoteo hueco que resonaba por todas las esquinas de la gruta. Ocioso, el hombre-serpiente había buscado en vano alguna cadencia en esa lenta reverberación; en el son caprichoso de las salpicaduras del agua a sus espaldas.

—Me conocéis —había concluido con voz suave—. Sabéis de sobra que no soy hombre susceptible, ni suspicaz, y que siempre he confiado más en la cabeza que en el corazón o las entrañas. Así que creedme cuando os digo, porque estoy seguro, que aquella mandrágora estaba demasiado interesada en lo que Astiri tenía que contarme.

Tras eso, guardó silencio. Cientos de velas alumbraban la cámara, haciendo bailar las sombras, y en un lateral de la gran estancia hipóstila, rugían las llamas ante una efigie de Bagalagagcú, el padre de las serpientes. El agua seguía cayendo a sus espaldas y él dejó correr los dedos por el terso lacado de la vaina de su espada, esperando a que sus interlocutores hablasen.

El resplandor inquieto de las velas animaba las sombras de cinco figuras instaladas frente a él. Las contempló con párpados entornados. Permanecían inmóviles, los tres hombres con las piernas cruzadas y las espadas sobre el regazo, las mujeres sentadas sobre los talones y con los aceros junto al costado izquierdo; todos igualmente inescrutables tras las máscaras familiares que portaban. Debían de dar mucha importancia al incidente del mercado, se decía Palo Vento, ya que, de las trece máscaras familiares de la gente-serpiente, había allí cinco, el mínimo que la costumbre establecía para tomar una decisión.

El Ramanamer estaba en el centro, arropado en la oscuridad y con las manos sobre la funda de su acero. Al moverse, las luces resbalaban por los rasgos de bronce y oro de su máscara, fríos y masculinos, cincelados según los del legendario Bagalagagcú. Le franqueaban el Orcajo Negro y el Orcajo Pardo, como imágenes gemelas de mantos con estampados de helechos y culebras, lorigas de escamas lacadas y máscaras de mosaico.

A la zurda del Orcajo Pardo estaba la Bibruela, perdida entre las sombras. Una manamaraga desnuda, aceitada, con crótalos en las muñecas y una inquietante máscara semihumana de bronce —mitad ofídica, mitad femenina— sobre el rostro. Se mantenía completamente inmóvil, con las manos sobre los muslos y, al mirarla a veces de soslayo, Palo Vento no podía evitar cierta desazón ante esa postura inmutable.

Por último, junto al Orcajo Negro se sentaba el Escamón, con un costado iluminado por el fuego ceremonial. Alto y flaco, desnudo y pintarrajeado, con el cabello recogido en una trenza que nacía en su sien izquierda. Su máscara de barro, un trabajo arcaizante y abstracto, trasmitía una vaga sensación de amenaza.

—¿Qué interés podrían tener las altacopas por una máscara como el Cufa Sabut? —se preguntó por fin el Orcajo Negro; el hombre con la máscara de mosaico negro y verde, y ropas a juego.

—Es una máscara hermafrodita; una altacopa podría llevarla —le respondió de inmediato el Orcajo Pardo, su contrapartida femenina, ataviada de castaño y pardo.

—Eso es una locura. El Cufa Sabut es demasiado poderoso. Anularía a su portadora y no les serviría…, suerte tendrían si no acabara volviéndose contra ellas.

—Ya. Pero quizás ellas piensan otra cosa.

Los dos mellizos bamboleaban sus cabezas enmascaradas como culebras, alternativamente y como haciéndose eco el uno del otro, como si no fueran sino una sola persona que estuviese discutiendo consigo misma.

—Supongamos que quieran el Cufa Sabut. No es posible que se ponga en evidencia así, de una forma tan torpe. Eso no es propio de las altacopas, y menos de una lai que fue mandrágora.

—Hasta las mandrágoras cometen errores.

—Sí, pero…

—Basta —siseó el descarnado Escamón, cortando el interminable diálogo entre mellizos—. Las altacopas son un mundo en sí mismas. Nadie sabe con certeza qué es lo que ocurre tras los muros de Escarpa Umea.

—¿Y qué? —le espetó el Orcajo Pardo.

—Que lo que sí sabemos es que en Escarpa Umea hay facciones y luchas de poder. Hay que tener en cuenta la posibilidad de que una camarilla altacopa trate de apoderarse del Cufa Sabut y otra de impedírselo.

—¿Y?

—Que, de ser así, esa lai del mercado se habría delatado voluntariamente y todo habría sido una forma sibilina de ponernos sobre aviso de que al menos algunas altacopas están demasiado interesadas en el Cufa Sabut.

—Retorcido pero posible —admitió renuente el Orcajo Negro—. Pero lo cierto es que nadie sabe lo que se cuece en Escarpa Umea.

Palo Vento asintió para sí mismo. Años antes, remontando el río Ondo en una peregrinación, había tenido la oportunidad de avistar Escarpa Umea, una fortaleza sita en las hoces del río, a caballo sobre despeñaderos que caían a pico hasta el agua. Una ciudadela inexpugnable; un mundo secreto y prohibido en el que no rige más ley que la de las lais altacopas.

—A mí no me acaba de convencer esa explicación. —La máscara de mosaico del Orcajo Pardo osciló una vez más en la penumbra.

—¿Por qué no? Los odios entre altacopas son implacables.

—Ya lo creo. Si la mitad de los rumores son ciertos, el asesinato es moneda corriente en Escarpa Umea. Pero os recuerdo que nunca conseguimos otra cosa que eso, rumores. Hagan lo que hagan, las altacopas son siempre discretas y jamás implican a terceros en sus ajustes de cuentas.

—Nadie ha venido a contarnos nada. Tan sólo una lai altacopa se ha comportado de forma sospechosa, y eso es algo que no compromete a nadie. Suponiendo, además, que las sospechas de Palo Vento sean fundadas y no estemos discutiendo sobre espejismos.

—Yo ya os he contado lo que ocurrió.

—¿Y si después de todo no fuese más que un espionaje inofensivo? —apuntó el Orcajo Negro.

—¿Inofensivo? —Palo Vento miró desconcertado a la máscara de piezas de malaquita verde y obsidiana negra.

—Las mandrágoras saben leer los labios, y puede que aquella vieja, simplemente, captase por casualidad vuestra conversación y se dejase llevar por la curiosidad.

Palo Vento le mostró las palmas de las manos. El irritable Escamón golpeó la funda de su arma.

—Estamos perdiendo el tiempo. Olvidémonos de momento de las altacopas. El Cufa Sabut ha vuelto, y eso es lo que ha de preocuparnos…

Se interrumpió indignado porque, en el otro extremo de la reunión, la Bibruela entrechocaba ruidosamente sus crótalos.

—Las altacopas no deben tener el Cufa Sabut —silbó ella—. Nunca.

—Claro que no. Con ellas no estaría segura.

—Ni con ellas ni con nadie. Es nuestra, nuestra.

—¡Tonterías! Hay que ponerla a buen recaudo; eso es lo que importa. Si es junto a las máscaras de nuestros antepasados, mejor. Pero si no…

Palo Vento se frotó la cabeza y se desentendió a medias de esa discusión. De las trece máscaras familiares del consejo de las Serpientes, la Bibruela era una de las más arcaicas y conflictivas. Manamaraga por tradición, de apetitos apenas menos mortíferos que los de una mujer-araña y viciada por multitud de rasgos infantiles, era impulsiva, cruel y caprichosa. Pero sin embargo, reflexionó el hombre-serpiente, era a cambio un contrapunto útil a la parsimonia, incluso inacción de algunos otros miembros del consejo.

Estudió con disimulo a las cinco máscaras, mientras se preguntaba qué conjunción secreta las habría reunido para la ocasión. Cinco entre trece con autoridad sobre el feral de las serpientes. Trece máscaras mayores sujetas a complicados sistemas que regulaban tanto la elección de portadores como las combinaciones de las mismas a la hora de formar consejo. Había todo un ritual oculto que decidía cuándo podían asistir dos juntas, cuándo no, cuándo sí pero a condición de que estuviese presente una tercera…

—¿Te aburre este consejo, Palo Vento? —se interesó con voz melosa la Bibruela.

Él abandonó sus pensamientos para contemplar los rasgos metálicos, repulsivos y seductores a un tiempo, de la mujer-serpiente.

—En absoluto. Pero me estoy preguntando si con tanta discusión no estaréis olvidando algo. —Sonrió sin humor—. Si Astiri no me ha mentido, el Cufa Sabut ya tiene quien lo lleve y, por tanto, volverá a matar gente-serpiente. ¿No es eso importante pata vosotros?

—Claro que lo es. —El Ramanamer le dio la razón, hablando por vez primera—. No hay nada más importante que proteger a los nuestros, y todo lo demás es secundario. Hay dos circunstancias: no sabemos quién ni por qué ha hecho volver al Cufa Sabut, ni sabemos cuál puede ser el interés de las altacopas en la máscara. Pero lo primero de todo es parar al Cufa Sabut. ¿Estamos de acuerdo en eso?

Hubo gestos de asentimiento.

—Entonces…

—¡Yo lo haré! —interrumpió la impetuosa Bibruela.

—Bibruela —le advirtió el Ramanamer—, no me quites la palabra.

Los demás miembros del consejo se agitaron y Palo Vento, inquieto, creyó ver cómo, en los claroscuros engañosos de las velas, los rasgos de bronce y oro del Ramanamer se teñían de amenaza. La manamaraga levantó las palmas de las manos a modo de disculpa.

—Bien —prosiguió el jefe del consejo de las Serpientes, luego de un silencio espeso—. Está decidido. Hay que recuperar, esta vez sí, esa máscara. Ahora hemos de pensar quién o quiénes se ocuparán del asunto.

—Yo lo haré —insistió la Bibruela—. Mataré al portador y os traeré la máscara. Y voy a sacar las tripas a quien sea que la ha despertado, para que todos sepan que…

—Haz lo que quieras, Bibruela –aceptó con suavidad el Ramanamer.

—Ese brujo montañés, Astiri, le pronosticó a Palo Vento que su camino se cruzaría con el del Cufa Sabut —el Orcajo Pardo se volvió hacia el aludido—, ¿no es cierto?

—Sí —aceptó con hosquedad—. Y ya os he dado mi opinión al respecto.

—Ya. Pero ¿si se te mandase en busca del Cufa Sabut, irías?

Palo Vento contempló hastiado a aquella máscara de piezas de encina y obsidiana.

—¿Es que no soy un hombre-serpiente? Si así me lo indicáis, iré.

—Pero ¿y si pudieras elegir? —medió el Ramanamer.

—¿Acaso tengo elección?

—La tienes.

Ahora Palo Vento se frotó la cabeza calva, dejando correr los dedos por la franja verdinegra que la atravesaba.

—Es todo un dilema —suspiró al cabo—. Aunque, si es verdad que tengo que cruzarme con el Cufa Sabut, cuanto haga o diga da igual.

—¿Entonces?

—Entonces, elijo que elijáis vosotros.

La máscara del Ramanamer pareció sonreír en la trémula penumbra.

—Escamón —dijo luego, simplemente.

El aludido cabeceó en silencio y Palo Vento volvió los ojos a ese sujeto de máscara de barro, dotada para la hechicería. El jefe del consejo había puesto la decisión en sus manos. Hubo un intervalo muy largo.

—Dame un nombre —dijo al cabo.

—¿Cómo?

—Dime el nombre del que habrá de ir en busca del Cufa Sabut.

—¿Qué dices? —Palo Vento se removió muy incómodo—. ¿Es que quieres que te diga yo quién de los nuestros ha de perseguir al Cufa Sabut?

—Eso es. Dame un nombre que no sea ni el tuyo ni el de ninguno de los presentes.

—El Cufa Sabut es un mal enemigo. Aquel a quien yo mencione irá a una muerte casi segura. Esto es injusto y, además, me parece una tontería.

—¿Acaso te he pedido tu opinión? No. Te he pedido un nombre. —El Escamón se arqueó levemente—. Dámelo, y cuida esa lengua.

Ahora intimidado, Palo Vento acarició el pomo de su espada. Las velas chisporroteaban, las llamas brincaban ante la imagen semihumana de Bagalagagcú, y las sombras de sus interlocutores bailoteaban. Se frotó una vez más la cabeza calva, buscando consternado algún nombre. El agua goteaba sonora a sus espaldas. Alzó por fin la mirada, para fijarla con resentimiento en sus cinco interlocutores.

—Viboraz —musitó.

S
e dice que la Máscara Real carece de recuerdos. Eso no es cierto: recuerda; pero tal aforismo refleja la esencia de esa máscara única, ya que su carácter es fijo e inmutable, y no es obra del tiempo o la experiencia, y sí de los ideales que condujeron a su forja.

Forjada en tiempos antiguos por el Rey Rojo, para llevar a cabo una misión sagrada. Forjada para pacificar Los Seis Dedos y regir a todos los pueblos que lo habitan mediante una ley única y superior.

Su naturaleza fija hace que no conozca las dudas ni el temor. En eso reside su fuerza y también la de sus seguidores —los benditos—, que por ella están dispuestos a los mayores sacrificios y aun a la muerte. Tampoco sabe lo que es el desaliento: porque la Máscara Real y aquellos que la siguen en su largo camino no combaten por odio o movidos por la ambición, sino por un ideal. Y su lucha es, por tanto, una verdadera guerra sagrada. Ni siquiera aquel día aciago en que recibió la noticia de que sus más valiosos partidarios en Los Seis Dedos habían sido asesinados en una sola jornada, perdió la Real —envuelta en sus ropas blancas, adornadas con soles y pájaros dorados— la compostura.

Durante cerca de un año había vagabundeado por los caminos de Los Seis Dedos, expuesta a toda clase de peligros. Realizó milagros, convenció con su oratoria y a veces con su simple presencia, y derrotó a toda clase de enemigos. Y, antes de que tuviera lugar aquella larga peregrinación, ya algunos habían preparado su llegada. Porque siempre hubo quienes reverenciaron en secreto el recuerdo de la Máscara Real y su causa. A su mentor, Pogar, le gustaba decir que aquellos custodios de la tradición habían roturado, y que luego él había ido sembrando. Que los adeptos conseguidos eran como los primeros brotes de un roble en tierra dura, que nace en forma de carrasca, un arbusto de muchas ramas. Ramas que, con el tiempo, al crecer, dan paso a un solo árbol, alto, recio, frondoso.

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