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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (34 page)

BOOK: Mataelfos
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—Nada es imposible —gruñó Gotrek.

—Ciertamente, es algo que podría lograr un ejército —dijo Aethenir—, pero no nosotros. A menudo, los druchii están en guerra entre sí tanto como con el mundo exterior, por lo que sus casas y palacios están protegidos contra los asedios e intentos de asesinato de todo tipo. Habrá un centenar de puertas vigiladas entre este sitio y ella, así como miles de druchii dedicados a sus asuntos por las calles, cada uno de los cuales nos reconocería como intrusos. Nunca lo lograríamos.

Félix le lanzó una mirada.

—Pensaba que erais vos quien nos instaba a ir a buscar el arpa.

—Debe intentarse, si yo quiero continuar en la senda del honor, pero no tenemos ninguna probabilidad de lograrlo —argumentó Aethenir.

—No es de extrañar que seáis una raza agonizante —murmuró Gotrek.

Félix tuvo que mostrar su acuerdo.

—Tal vez tendríamos mejores probabilidades si pusierais vuestra mente de erudito a trabajar en la búsqueda de una solución, en lugar de lamentaros de nuestra suerte.

El elfo sorbió por la nariz.

—Pensaré en ello.

—Bueno, no tardéis mucho —le advirtió Félix—. ¿Quién sabe a qué distancia estamos del mar de Manaanspoort?

Guardaron silencio mientras le daban vueltas al problema en la cabeza. A Félix se le ocurrían ideas descabelladas, planes sacados de los melodramas de peor calidad.

Esperarían hasta que regresara el esclavista, y entonces matarían a todos los guardias, vestirían a Aethenir con el uniforme de uno de ellos, y se presentarían así ante la suma hechicera. No. Ni siquiera Gotrek podría matar a ocho guardias con las manos desnudas. Y aunque pudiera, ¿qué probabilidades había de que el esclavista regresara antes de que el arca llegara al mar de Manaanspoort?

Fingirían su muerte tan bien que el capataz no se molestaría en degollarlos, y escaparían cuando los hubiesen sacado al exterior con los otros cuerpos. No. El capataz degollaba a todos los cadáveres, sin excepción.

Le dirían al capataz que Aethenir era un maestro de la sabiduría de Hoeth que le podría contar a la suma hechicera secretos sobre las defensas de Ulthuan, si lo llevaban ante ella. No. Aunque los creyeran, el capataz se llevaría a Aethenir y dejaría a Gotrek y Félix en la celda.

Dejó caer la cabeza con desesperación. No se le ocurría nada. Aethenir tenía razón. Era imposible. Tenían demasiado poco conocimiento de qué había en el exterior de la cel-

da. No había manera de hacer planes realistas. Ni siquiera sabían si podrían atravesar las primeras tres puertas.

Miró a Aethenir y Gotrek. No parecían estar teniendo más éxito que él. Aethenir permanecía sentado sin más, pasándose los dedos por el pelo y murmurando la misma frase una y otra vez:

—Tengo que permanecer en la senda. Tengo que permanecer en la senda.

Gotrek tenía la mirada fija ante sí, con su único ojo inexpresivo y remoto, y hacía crujir sus nudillos con aire ausente.

Félix suspiró, se recostó contra la pared y cerró los ojos, decidido a repasarlo todo una vez más. Tenía que haber algún modo. Tenía que haberlo.

Félix despertó cuando Gotrek gruñó y se sentó. Abrió los ojos y miró en torno. No parecía haber cambiado nada. Los prisioneros yacían tosiendo, gimiendo o roncando en el suelo, como de costumbre. No se oía ningún sonido extraño en el exterior de la celda. La llave no giraba en la cerradura y, sin embargo, Gotrek miraba en torno, alerta y despierto.

—¿Qué sucede? —masculló Félix, soñoliento.

—El arca se ha detenido —dijo Gotrek.

—¿Detenido? —preguntó Félix—. ¿Cómo lo sabes?

—Créeme, humano —dijo Gotrek—. El estómago de un enano sabe cuándo un barco navega… y cuándo no.

A Félix se le cayó el alma a los pies.

—Hemos llegado al mar de Manann —susurró—. ¡Nos hemos quedado sin tiempo!

Al otro lado de Félix, Aethenir alzó la cabeza.

—¿Qué decís? ¿El arca se ha detenido?

Gotrek asintió, mientras se ponía de pie.

—Debemos actuar ya.

Félix gimió, resignado. No tenían elección.

Aethenir se sentó más erguido y se apartó el pelo de los ojos.

—Dais mucho por supuesto, enano. ¿Podemos estar seguros de que es ése el motivo por el cual nos hemos detenido? Podría ser por otra razón.

—Podría ser —concedió Félix, mientras se ponía de pie junto a Gotrek—, pero ¿podemos correr el riesgo de que sea por otra razón? La hechicera podría tocar el arpa en cualquier momento. Puede que ya sea demasiado tarde.

—Pero continuamos sin tener un plan —objetó el alto elfo—. No funcionará.

—En ese caso, moriremos gloriosamente —replicó Gotrek, al tiempo que cogía las cadenas con las manos—. Faltan dos horas para la comida de la noche. Saldremos entonces, y lucharemos hasta que nos maten.

Félix lo miró.

—¿Esperarás dos horas?

Gotrek miró la puerta de la celda.

—Pasar por esa puerta sin herramientas me llevaría más de dos horas, y me detendrían en dos minutos. Tenemos que esperar. —Se irguió de golpe, y la cadena que unía sus muñecas con sus tobillos se rompió como si estuviera hecha de bizcocho seco.

Aethenir suspiró.

—Yo había esperado tener una oportunidad de rectificar mi pecado. Esta muerte será sin sentido.

Gotrek le lanzó una mirada feroz mientras se esforzaba por romper las cadenas que le unían las muñecas.

—Es mejor una muerte sin sentido que una vida de vergüenza. —Las cadenas se rompieron con un agudo tintineo. Se volvió hacia Félix y le rompió las cadenas en cuestión de segundos—. Dile a Euler que traiga a sus hombres y haré lo mismo con sus cadenas.

Félix asintió, pero antes se irguió en toda su estatura y se desperezó, levantando los brazos por encima de la cabeza. ¡La sensación fue gloriosa! Luego atravesó la muchedumbre y le dio la vuelta al comedero hasta el otro lado de la celda. Dar largas zancadas constituía otro gran placer. Se sentía como si durante los últimos días hubiera vivido como un anciano, encorvado y comiendo gachas. Ya se sentía más optimista.

Euler y algunos de sus hombres estaban jugando a un juego con guijarros y un círculo trazado en el suelo. Los otros dormían o miraban fijamente las paredes.

El pirata medio calvo alzó los ojos al aproximarse él y reparó en las cadenas colgantes.

—¿Así que ha llegado el momento, herr Jaeger?

—Sí —contestó Félix—. Saldremos cuando vuelva el carro. Id a ver a Gotrek para que rompa vuestras cadenas.

Los hombres de Euler profirieron exclamaciones de alegría al oír esto, y comenzaron a levantarse. Félix estaba a punto de dar media vuelta para volver junto a Gotrek, cuando se detuvo y se encaró otra vez con Euler.

—Eh, Euler.

—¿Sí? —preguntó el comerciante, mientras se ponía trabajosamente de pie.

—Escuchadme un momento —dijo Félix—. Las hechiceras druchii contra las que luchasteis tienen un arma, el Arpa de Destrucción, un instrumento mágico que puede levantar o hundir montañas. Tienen intención de usarla para cerrar el mar de Manaanspoort.

—¿Eh? —dijo Euler—. ¿Qué habéis dicho?

Algunos de sus hombres estaban girándose para escuchar.

—Van a hacer ascender el fondo del mar para bloquear la entrada del mar —explicó Félix—. Eso provocará una marea que destruirá Marienburgo y posiblemente Altdorf, por no mencionar que impedirá todo comercio por mar.

—¿Es una broma, Jaeger? —preguntó Euler—Porque no me parece divertido.

Félix negó con la cabeza.

—No es una broma. Es la razón por la que os engañamos para que fuerais tras las hechiceras. Queríamos intentar arrebatársela antes de que pudieran usarla. —Miró a Euler a los ojos—. Van a usarla ahora, a menos que se lo impidamos. ¿Nos ayudaréis? ¿Lucharéis con nosotros hasta llegar la superficie del arca para buscar a la hechicera y el arpa?

—¿Qué? —bufó Euler—. Eso sería un suicidio.

—Sí —reconoció Félix.

Euler alzó una mano y le volvió la espalda.

—Lo lamento, herr Jaeger. Aquí no hay héroes. Nos separaremos en el puerto, como estaba planeado.

—¿De verdad que podéis quedaros al margen y observar cómo destruyen Marienburgo? —preguntó Félix con enfado—. Es lo que sucederá si la hechicera libera el poder del arpa. Vuestra ciudad será barrida de la faz de la tierra. Vuestro precioso imperio comercial dejará de existir.

Euler se encogió de hombros.

—¿Qué me importará eso si muero ayudándoos?

—¿No tenéis familia allí? ¿Permitiréis que mueran por vuestra cobardía?

El pirata alzó hacia él una mirada de ferocidad, y sus cadenas tintinearon al cerrar los puños.

—Me engañasteis una vez con vuestras mentiras, desgraciado, pero no me dejaré engañar otra vez. Si queréis ir a la superficie en busca de tesoros o lo que sea que perseguís, es asunto vuestro, pero no volveréis a arrastrarme a mí también. No voy a sacrificar mi vida y la de mis hombres por vuestra codicia. —Rió con sequedad y enojo—. Un arpa que eleva montañas… ¿No se os ha ocurrido una mentira mejor?

Empujó a Félix con un hombro al pasar, y comenzó a rodear el comedero hacia Gotrek, seguido por sus hombres, aunque algunos se volvieron a mirar atrás, con el ceño fruncido.

Félix suspiró mientras se preguntaba si debería intentar una vez más convencer a Euler. No parecía tener sentido. Poseía un corazón tan mezquino que era incapaz de creer que el resto de las personas no fueran ladrones.

Desanduvo sus pasos tras los piratas. El Matador había roto las cadenas de Aethenir, y ahora estaba rodeado por un apiñamiento de prisioneros asombrados por aquella demostración de fuerza. Intentaban llegar hasta él desde todas partes, hombres y mujeres le tendían las muñecas. Gotrek rompía las cadenas según iban llegando, sin cansarse: tres tirones secos los dejaban en libertad.

Entonces, los hombres de Euler se abrieron paso a través de los prisioneros más débiles y se acercaron a Gotrek, con una ancha sonrisa. Gotrek también rompió sus cadenas, sin alzar siquiera los ojos para mirar a quién liberaba.

Félix miró la multitud de prisioneros que avanzaban. La mayoría de ellos estaban tan desnutridos y débiles que apenas podían tenerse en pie. Sólo unos pocos eran algo más que cadáveres animados. No servirían prácticamente para nada en un combate. No obstante, sin Euler y sus hombres, Félix, Aethenir y Gotrek eran sólo tres, y tres no llegarían muy lejos si estaban solos.

Félix atravesó la multitud y se detuvo junto a Gotrek para dirigirles la palabra.

—Los elfos oscuros tienen intención de destruir Marienburgo y el Imperio —dijo—. Si podéis blandir una espada, necesitamos voluntarios que nos ayuden a impedírselo. Equivaldrá a la muerte, pero salvaréis a vuestras familias.

Sólo unos pocos se ofrecieron. La mayoría parecían estar demasiado aturdidos para entender lo que decía, y sólo quería poder mover los brazos y las piernas.

Félix suspiró y abandonó el asunto. Lo había intentado.

La llave giró en la cerradura y entraron los cuatro guardias con las espadas desenvainadas. Félix miró con nerviosismo a sus compañeros de cautiverio, con la esperanza de que no saltaran demasiado pronto. Pero, en todo caso, vacilaron durante demasiado tiempo mientras observaban, nerviosos, a los esclavos humanos que comenzaban a avanzar por la celda en busca de cuerpos, y los esclavos enanos entraban caminando trabajosamente, cargados con la barra de hierro de la que pendía el pesado caldero. Gotrek, Félix y Aethenir se pusieron en marcha hacia el comedero, arrastrando los pies y con las muñecas unidas para ocultar que las cadenas estaban rotas, mientras, al otro lado del comedero, Euler y sus más corpulentos hombres hacían lo mismo y ocupaban posiciones lo más cerca posible del caldero. El resto de los prisioneros avanzaron tras ellos, y la mayoría recordó no separar demasiado ni los tobillos ni las muñecas.

Félix intercambió nerviosos asentimientos de cabeza con Euler y Aethenir, mientras los esclavos enanos avanzaban hasta el comedero y comenzaban a inclinar el caldero. Y entonces sucedió. No pudieron esperar para comer, por mucho que a él le habría gustado que lo hicieran. El engaño sería descubierto en cuanto intentaran hundir las manos en las gachas.

Con un rugido animal, Gotrek dio un salto y empujó al enano más joven hacia atrás. Éste retrocedió con paso tambaleante, la barra de hierro se le deslizó del hombro y el caldero cayó al suelo, donde lo salpicó todo de gachas. Antes de que el capataz o los guardias entendieran qué sucedía, Gotrek cogió la enorme olla por las cadenas y comenzó a hacerla girar, mientras los enanos se lanzaban fuera de su alcance, alarmados. El capataz gritó y entró corriendo, sólo para ser derribado al suelo por el caldero.

Los guardias lanzaron gritos y alzaron las espadas, pero Félix, Euler y los otros ya avanzaban, y atacaron a dos de ellos, a los que derribaron al suelo, y les reventaron la cabeza contra las losas de piedra.

Los otros dos fueron tan necios como para meterse dentro del arco de giro del caldero de Gotrek, y fueron derribados, con los brazos y las costillas rotos. Las gachas lo salpicaban todo. También los recolectores de cadáveres se volvieron y gritaron de sorpresa, pero los prisioneros les saltaron encima y los derribaron.

Aethenir fue lo bastante prudente como para no ponerse en medio.

Félix volvió a erguirse y vio que el capataz intentaba incorporarse y manoteaba en busca de su espada. Le saltó encima y lo hizo caer otra vez con todo su peso, a continuación le quitó la daga que llevaba al cinturón y se la clavó en el estómago, para luego hundírsela por debajo de las costillas.

—Esto es por el latigazo —le susurró al oído, mientras moría.

Cogió la espada del capataz, y le arrancó la anilla de llaves que llevaba al cinturón para arrojársela a otro de los prisioneros.

—Abre las otras celdas cuando salgamos.

Miró en torno. Euler y los otros estaban acabando con los dos guardias que habían derribado, y Gotrek estaba alzando el caldero para dejarlo caer sobre la cabeza del segundo guardia al que había golpeado. El cráneo del druchii se rajó con un repugnante crujido. Los sesos del otro ya se derramaban sobre las losas de piedra. Los prisioneros habían matado a los recolectores de cadáveres.

Félix sacudió la cabeza, asombrado. ¡Lo habían logrado! No habían pasado más de treinta segundos, y los guardias y el capataz estaban muertos. Pero los cuatro guardias que estaban fuera de la celda hacían preguntas a voz en grito. Félix se volvió hacia la puerta mientras Euler, Una Oreja, Nariz Rota y uno de los otros tripulantes se armaban con las espadas de los guardias muertos. Gotrek recogió la barra de hierro que los esclavos habían usado para transportar el caldero. Félix tragó saliva, temiendo lo que vendría a continuación. Esta lucha había sido sólo el principio, y las extremidades ya le temblaban de agotamiento y hambre. Se sentía demasiado débil para levantar la espada.

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