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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (49 page)

BOOK: Mataelfos
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—No hay manera —dijo jadeando.

Con una maldición, Félix tiró de Gotrek para subirlo al primer escalón y arrojarlo escaleras abajo. El Matador, laxo, bajó rebotando y quedó tendido al pie de la escalera. Félix se apresuró a seguirlo, con Max detrás, y comenzó a arrastrarlo hacia la puerta.

Ahora la galera había dejado atrás la zona atestada de basura flotante, y pasaba ante las otras naves druchii que continua-

ban en torno a la zona de la catástrofe. Ante ellos no había más que mar abierto, y Félix comenzaba a abrigar la esperanza de que tal vez lo lograrían, cuando de repente, con el cuerpo de Gotrek aún a dos metros de la puerta por la que se accedía bajo cubierta, una enorme detonación golpeó los oídos de Félix y una cegadora luz verde destelló hacia popa, a cierta distancia.

Max maldijo y derribó a Claudia sobre la cubierta, mientras Félix se lanzaba al suelo para tenderse junto a Gotrek. El magíster gritó un breve encantamiento, y surgió una frágil burbuja de luz dorada que los envolvió. Justo a tiempo, porque, con un impacto como un martillazo, un viento caliente se estrelló contra el barco, haciéndolo rotar y escorándolo.

Félix miró hacia atrás y vio que una descomunal nube de humo destellante iba hacia ellos a una velocidad superior a la de una bala de cañón. Y de inmediato la tuvieron encima, espesa como fango, impulsada por un aullante viento recalentado y llena de girantes trozos de metal, madera y carne. Cuerpos, vergas y retorcidas planchas metálicas se estrellaron contra la cubierta, hicieron agujeros en las velas y arrancaron aparejos.

La dorada burbuja de Max mantuvo fuera el humo y la lluvia de destellante polvo que aullaban por la cubierta, pero los objetos más pesados la atravesaban. La cercenada mano de un druchii abofeteó a Félix y casi le dislocó la mandíbula. Una palmatoria de plata pasó volando y se estrelló contra el mamparo que tenían detrás.

—¡Vamos dentro! —gritó Max—. ¡Deprisa! —Gateó hacia la puerta, y la burbuja de puro aire se desplazó con él.

Claudia se arrastró tras el magíster. Félix volvió a coger el cuerpo de Gotrek por debajo de los brazos y tiró de él.

Max llegó a la puerta y la abrió, y luego metió a Claudia dentro. Con una fuerza nacida de la desesperación, Félix pasó al Matador por encima del umbral, y luego se desplomó junto a él. Max empujó la puerta con un hombro para cerrarla a pesar del horrible viento caliente, corrió el cerrojo y se desplomó contra ella.

—¿Estamos a salvo? —preguntó Félix, que alzó la cabeza.

Antes de que Max pudiera responder, el barco ascendió como si fuera el Espíritu de Grungni, y por un momento Félix se sintió casi ingrávido. Luego volvieron a bajar con un impacto colo-

sal que los lanzó a todos de un lado a otro por el corredor como si fueran muñecas de trapo. Félix se estrelló de cabeza contra la puerta de un camarote, y volvió a caer mientras entraba agua por debajo de la puerta de la cubierta y desde el techo.

Lo último que vio antes de perder el conocimiento fue el sólido pecho de Gotrek, que subía y bajaba. «Ah —pensó—. Eso está bien.»

Y luego todo se volvió negro.

Cuando despertó, Félix aún se encontraba en el estrecho corredor forrado de ébano de la galera de guerra de los elfos oscuros, y los demás aún yacían en torno a él como habían estado cuando se desmayó, pero algo había cambiado. El barco estaba quieto. Ya no entraba agua por debajo de la puerta, ni aullaba el viento en torno a ellos. De hecho, apenas si se oía nada.

Félix intentó sentarse, pero su cuerpo se negó; le dolía espantosamente cada músculo, y la cabeza le palpitaba de dolor y le daba vueltas. Después de varios intentos más, por fin lo logró, y luego se concentró en el proceso todavía más complicado de ponerse de pie.

Un minuto más tarde y con ayuda de las paredes, ya se había levantado y se tambaleaba lenta y dolorosamente hacia la puerta, pasando con cuidado por encima de los inconscientes Max y Claudia. La abrió y salió cautelosamente a la cubierta, que ofrecía un espectáculo digno de observarse: estaba ennegrecida, destrozada y sembrada de cuerpos y pecios lanzados allí por la explosión del sumergible. El mástil estaba partido por la mitad, y el extremo roto colgaba sobre la borda de babor, con la vela caída dentro del agua.

Fue un poco más allá y miró hacia el mar. Salvo por la capa de humo que ascendía y ocultaba la mayor parte del horizonte septentrional, era una hermosa tarde de finales de otoño. El sol se ponía en el oeste, soplaba una suave brisa desde el sudeste, y el océano estaba azul y desierto hasta donde llegaba la vista.

Sacudió la cabeza. Increíblemente, habían sobrevivido, algo que había parecido imposible casi desde el momento en que salieron de Marienburgo, hacía mil años. Y no sólo habían sobrevivido; gracias a la suerte, la estrategia y la firme deter-

minación de Gotrek de obtener una buena muerte, habían logrado evitar el desastre predicho por Claudia. El Arpa de Destrucción había sido destruida, y se habían frustrado los planes que los druchii y los skavens tenían. Marienburgo no sería arrasada. Altdorf no se inundaría. El Imperio y el Viejo Mundo no caerían… al menos por esa causa.

Por supuesto, aunque habían sobrevivido y vencido, también habían muerto muchos. En la cubierta que lo rodeaba, en medio de los retorcidos pecios, yacían docenas de contorsionados cadáveres —corsarios, esclavos y flacos cuerpos peludos de skavens—, todos con la carne medio devorada por el destellante veneno que había llovido desde el humo generado por la explosión del sumergible.

Y éstos eran sólo unos pocos de los muertos. Aethenir, Rion y los guardias elfos de su casa, la escolta de la Guardia del Reik que había acompañado a Max, Farnir, su padre Birgi, y miles más. Había perecido toda una ciudad, y no sólo de malvados druchii, sino también esclavos y prisioneros humanos, elfos y enanos, no todos los cuales habían entregado voluntariamente sus vidas por la causa. Félix intentó no sentirse culpable por esa legión de fantasmas. Ciertamente, no había sido él quien los había esclavizado, ni quien había despertado el mortífero instrumento que había sacudido la isla flotante hasta hacerla pedazos, pero, una vez más, si él y Gotrek no hubiesen estado presentes, no habrían muerto. Por otro lado, si él y Gotrek no hubieran estado presentes, habría perecido Marienburgo, y Altdorf habría sido anegada, y habrían muerto cientos de miles.

Y podría haber un muerto más.

En el momento en que lo pensó, su corazón latió con fuerza y quiso hallarse instantáneamente en casa. Su padre. Tenía que averiguar qué le habían hecho los viles skavens a su padre. Tenía que descubrir si el anciano estaba vivo o muerto.

El pensamiento lo arrancó de la ensoñación y miró en torno. La galera iba silenciosamente a la deriva, con el mástil roto y las velas flojas y desgarradas. La mayor parte de los aparejos colgaban, enredados y rotos. Fue hasta la borda. No vio tierra en ninguna dirección. Habían sobrevivido, sí, pero ¿cómo iban a volver a casa? ¿Cómo iban a hacer dos hombres, un enano y una muchacha que no era particularmente hábil con las manos para llevar una galera de elfos oscuros de vuelta al Viejo Mundo? Aunque cualquiera de ellos supiera navegar, sería imposible. Había que hacer demasiadas cosas al mismo tiempo. Necesitarían toda una tripulación.

El pensamiento lo hizo detenerse. Tal vez la tenían. Dio media vuelta y subió, dolorido, hasta el castillo de popa. Allí encontró al druchii del látigo y el alfanje, o lo que quedaba de él. Le quitó un aro con llaves de hierro que llevaba al cinturón —el cuero corroído se rasgó como si fuera papel—, y luego volvió a bajar la escalera y se adentró en las entrañas del barco a la máxima velocidad que le permitía su vapuleado cuerpo.

Los encontró en el infierno húmedo y mugriento de sudor de la cubierta de remeros, y, por un milagro, la mayoría aún estaban vivos; los únicos muertos eran lo que se encontraban más cerca de los agujeros de los remos, por los que debía haber entrado la nube venenosa. Los que aún vivían alzaron la mirada de los remos cuando abrió la reja de hierro que los aprisionaba, y se quedaron mirándolo fijamente al ver que era humano. Componían un conjunto macilento y flaco, hombres y enanos con piel ennegrecida por la mugre y cubierta de cicatrices de látigo, con la barba y el pelo sumamente enredados, todos encadenados por un tobillo a los bancos de dura madera dispuestos en hileras.

—Os saludo, amigos —dijo Félix, mientras iba hasta el primer candado de hierro y lo abría con la llave—. ¿Sabe alguno de vosotros cómo gobernar un barco?

El vidente gris Thanquol se encontraba sentado, con el agua hasta el pecho, en el fondo de un barril de cerveza que flotaba en medio del mar del Caos, contemplando las locuras de la ambición mientras su sirviente, Issfet Colamocha, achicaba agua usando un casco druchii.

Durante casi veinte años, Thanquol sólo había anhelado una cosa: vengarse del alto humano de pelaje amarillo y del demente enano de pelaje rojo. Durante casi veinte años había alimentado su odio hacia aquellos dos, y soñado con modos nuevos y más creativos de destrozarles el cuerpo y el alma. Y después de veinte años los había tenido por fin en sus manos. Habían estado a su merced. Habría podido hacer con ellos lo que le hubiera venido en gana.

Pero, entonces, las palabras del vanaglorioso orejas-punta, el cuento del Arpa de Destrucción y lo que podía hacer, habían orientado su mente hacia pensamientos de posesión, de poder, y hacia su legítimo regreso a la posición y privilegios de que se había visto privado. Y, al igual que un humano que está dentro de un laberinto que deja caer un trozo de carne para coger otro más grande y los acaba perdiendo a ambos, había dejado en libertad a sus Némesis, los había usado para sembrar la confusión entre los druchii, a quienes les había robado el arpa… Y justo cuando todo parecía suceder según lo planeado, lo había perdido todo.

El humano y el enano se le habían escapado, el arpa había sido destruida, el sumergible, sin duda el más glorioso invento de la historia de la innovación skaven —y que había alquilado a un muy elevado precio y haciéndole muchas promesas de favor político a Riskin, del clan Skryre—, había estallado en pedazos, y… y…

Se miró la muñeca derecha, en la que llevaba una ligadura, y cuyo muñón ya se curaba gracias a sus atenciones mágicas. El enano pagaría por aquella dolorosa y humillante mutilación. Nunca acabaría de pagar. Aunque Thanquol no tenía nada, ahora, porque había gastado todo su dinero e influencias en alquilar el sumergible y contratar al corredor nocturno Colmillo Umbrío, volvería a rehacerse. Amasaría riqueza, poder e influencia, y cuando los tuviera extendería la zarpa que le quedaba y aplastaría al malvado enano de negro corazón hasta reducirlo a pulpa, pero no antes de arrancarle una a una las repugnantes extremidades rosadas, como si fuera una mosca.

—¿Y ahora qué, oh, el más despojado de los señores? —preguntó Issfet, mientras vertía fuera del barril el último casco de agua y se apoyaba, jadeando, contra el borde.

—¿Ahora qué? —le espetó Thanquol, quejumbroso—. ¿Qué otra cosa hay, necio? ¡Comienza a remar con las patas, rápido-rápido!

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