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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (9 page)

BOOK: Mataelfos
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—Quitadle las manos de encima al capitán —dijo uno que tenía el ojo izquierdo lechoso.

La orden no era necesaria porque, distraído por la entrada, Félix había aflojado la presa. Euler le dio un puñetazo en la mandíbula con una mano de duros nudillos. Jaeger osciló hacia atrás y Euler se lo quitó de encima de un empujón. Y entonces gritó a sus hombres:

—¡Apresadlos! ¡Sujetadlos! ¡Mantenedlos apartados de la caja fuerte!

Los seis lacayos avanzaron como pudieron, apartando de su camino los muebles partidos. Gotrek se llevó una mano a la espalda, por encima de los hombros, en busca del hacha.

—El hacha no —jadeó Félix, desde el suelo—. Nada de asesinatos, Gotrek, por favor.

El Matador gruñó como un tejón fastidiado, bajó la mano, les rugió un desafío inarticulado a los hombres que se aproximaban, y cargó agitando el puño y la escayola. Desapareció en una tormenta de extremidades recubiertas de terciopelo.

Félix sacudió la cabeza para intentar encajarse otra vez la mandíbula, y se puso de pie. Euler ya se había levantado. Recogió el estoque del bastón y se volvió hacia él con el arma en alto. El ojo en el que Félix le había dado el codazo ya estaba amoratando.

—Creo que he cambiado de opinión —dijo, sonriendo con los labios ensangrentados—. Tal vez la guardia debería encontraros muertos cuando llegue. Un hombre tiene que defender su hogar, ¿no es cierto?

Euler se lanzó a fondo, extendiendo el brazo con la gracilidad de un diestro estaliano. Alarmado, Félix se arrojó hacia un lado. A pesar de todas sus comodidades y finas ropas de burgués, el hombre había sido bien entrenado en esgrima. Félix rodó para ponerse de pie, y corrió hacia la puerta, pasando junto a la lucha que se libraba en medio de la estancia. Habían caído dos de los hombretones, uno de ellos con un brazo doblado en un ángulo espantoso, pero el resto continuaba descargando una lluvia de golpes sobre la figura achaparrada que se debatía en medio de ellos. Guiot, el mayordomo, se encontraba de pie en la puerta, con los ojos muy abiertos, y al verlo se lanzó sensatamente fuera de su camino.

Félix bajó a toda velocidad por la escalera, en uno de cuyos muy desgastados escalones resbaló una vez y estuvo a punto de caer de cabeza. Oía que Euler bajaba detrás de él.

Al llegar al último escalón, corrió hacia el armario que había junto a la puerta principal. Cuando lo abrió, Euler se lanzó hacia él con el arma extendida para asestarle una estocada.

Félix cogió con rapidez la vaina y se apartó a un lado de un salto, mientras el arma de Euler atravesaba la puerta del armario. Félix se dirigió hacia el salón de la parte posterior mientras desenvainaba. Euler se lanzó tras él.

Esa habitación estaba más oscura que la otra, y provista de muebles robustos y más adecuados para la vida cotidiana. El techo era bajo, con las recias y muy espaciadas vigas a la vista. Félix se golpeó la cabeza contra una al saltar por encima de un largo diván de brocado rojo. Se volvió para enfrentarse a Euler, con la espada rúnica extendida en una mano, mientras con la otra se frotaba el chichón, grande como media cebolla, que se le estaba formando en la coronilla. Tenía los ojos llorosos.

Euler rodeó cautelosamente el diván, con la espada en alto, mientras sacudía la cabeza y se desabotonaba el jubón para tener mayor movilidad.

—Habéis jugado mal, herr Jaeger. —Félix apenas podía oírlo por encima de los golpes sordos, choques y mamporros procedentes del piso superior, que hacían vibrar el techo—. Si hubierais dejado la carta en Altdorf, me habríais hecho jaque mate; habría sido una amenaza que quedaba fuera de mi alcance. Vuestro padre jamás habría cometido un error semejante.

—Habláis como si lo admirarais —dijo Félix.

—Y así es —replicó Euler—. Él juega muy bien este juego. —Sonrió burlonamente—. Pero esta vez ha escogido un peón muy malo.

Euler extendió el arma con una rapidez vertiginosa para acometerlo con una estocada. Félix la bloqueó, pero la espada del otro, más ligera que la suya, volvió a avanzar al instante. El joven retrocedió de un salto, pensando que ojalá tuviera más espacio para blandir su espada de gran tamaño. En aquella habitación de techo bajo, Éuler le llevaba ventaja.

Entonces, un horrendo golpe sordo y un coro de gritos enloquecidos procedentes de lo alto hicieron que Jaeger alzara la mirada. El estoque de Euler avanzó como una sierpe hacia su garganta, y Félix retrocedió a toda velocidad. Por desgracia, tropezó con un taburete que tenía detrás, y quedó sin aliento al caer de espaldas sobre la costosa alfombra estaliana.

Euler avanzó y se detuvo junto a él, mientras a su alrededor caían trozos de escayola del techo.

—Le enviaré vuestro cuerpo a vuestro padre —dijo Euler, que gritaba para hacerse oír por encima del estruendo procedente de arriba—, como muestra de mi admiración.

Félix se esforzaba por lograr que las extremidades le respondieran, mientras Euler le apoyaba en la garganta la punta del estoque. Entonces, de modo repentino, los gritos de lo alto se transformaron en alaridos y se oyó un estruendo horrible en la escalera.

Euler y Félix miraron en dirección al ruido y vieron un voluminoso objeto cuadrado que salía rebotando de la escalera en medio de una lluvia de madera, escayola y polvo, y caía al suelo del vestíbulo con un impacto que hacía estremecer la casa. Acto seguido cayó una lluvia de lacayos, todos los cuales quedaron tendidos y laxos en torno al objeto cuadrado.

—Mi caja fuerte —dijo Euler, parpadeando.

Detrás de los lacayos llegó Gotrek, dando volteretas. Aterrizó sobre un estómago cubierto de terciopelo que subía y bajaba trabajosamente. Se puso de pie con paso tambaleante y agitó un puño hacia lo alto de la escalera.

—¡Bajad aquí, cobardes! —La parte posterior de la cabeza le sangraba abundantemente.

Félix aprovechó la distracción de Euler para rodar de debajo de la punta de la espada y ponerse de pie.

Euler estaba fuera de sí.

—¡Mi suelo! —gritó—. ¡Mi revestimiento de madera! ¡Por las escamas de Manann, me costará una fortuna! —Se volvió hacia Félix, echando fuego por los ojos—. ¡Le devolveré vuestro cadáver a vuestro padre, junto con una factura por los desperfectos!

Acometió a Félix con una estocada, pero éste la desvió y, de una patada, le lanzó el taburete a Euler.

—¡Gotrek! —llamó—. ¡Aquí!

El Matador giró y echó a andar hacia él. Uno de los hombres caídos intentó levantarse, empuñando una daga. Gotrek le atizó un revés en la cara con la escayola, y continuó caminando. El golpe sonó como un disparo, y por un momento Félix pensó que había partido el cráneo del hombre. Pero era la escayola lo que se había partido a causa de una grieta en zigzag que la recorría en todo su largo. Con un gruñido de satisfacción, Gotrek se la arrancó para luego flexionar y sacudir el brazo.

—Ya era hora —gruñó, mientras entraba en el salón posterior y comenzaba a rodear el diván de brocado rojo, hacia Euler. El comerciante retrocedió con paso elegante para intentar mantener tanto a Félix como a Gotrek delante de sí. Justo en ese instante se oyó un estruendo de botas en la escalera de caracol, y entraron corriendo en la habitación dos hombres que se detuvieron en seco detrás del diván al ver a Gotrek.

—¡Por el martillo de Sigmar, está vivo! —dijo el de la izquierda, que empuñaba un atizador de la chimenea manchado de sangre.

Gotrek soltó un gruñido grave y les hizo un gesto para que avanzaran.

—Vuelve a intentarlo —dijo con voz ronca—. Te desafío.

—¡Matadlos! —chilló Euler, que retrocedió para situarse detrás de un elegante clavicordio tileano.

—¡No voy a acercarme a ése! —dijo el del atizador—. ¡Está loco!

—¡Le arrojó la caja fuerte a Uwe! —añadió el segundo, que no era otro que Una Oreja, aún en pie y armado con un alfanje de marinero.

—¡O los matáis, o podéis olvidaros de vuestros sueldos atrasados! —gritó Euler.

Félix avanzó para situarse junto a Gotrek, mientras los dos lacayos los miraban con cautela.

—¿Puedo usar el hacha ahora? —preguntó Gotrek, malhumorado.

—Ahora sería un buen momento, sí —replicó Félix.

—Qué bien —dijo el Matador, y la sacó de la funda que llevaba a la espalda.

Una Oreja se inclinó hacia su compañero y dijo algo por la comisura de la boca, pero Félix no pudo oírlo.

—¿Qué estáis esperando? —gritó Euler.

Entonces, antes de que Félix lograra entender qué intenciones tenían, los dos gigantes arrojaron las armas, levantaron el enorme diván como si no pesara, y lo lanzaron contra Gotrek y Félix.

Jaeger retrocedió con paso tambaleante, sorprendido, pero Gotrek acometió con el hacha la barrera de brocado que caía sobre ellos. El arma rúnica se clavó profundamente y atravesó la estructura de madera y el grueso relleno de pelo de caballo, pero no llegó a la profundidad suficiente.

El diván golpeó a Félix y al Matador y los empujó hacia la pared posterior. Ellos intentaron resistir el golpe, pero no sirvió de nada porque la alfombra que tenían bajo los pies se deslizaba por el lustroso suelo y no les permitía afianzarse. Los tacones de Félix chocaron contra el zócalo de madera y luego, con una enorme explosión de cristales, él y Gotrek salieron despedidos de espaldas a través de la ventana, seguidos por las cortinas de terciopelo y unos cuantos cojines de brocado.

Hubo un instante de inmovilidad durante el cual Félix reparó en la belleza de las esquirlas de vidrio que volaban y destellaban al sol de la tarde, en los intrincados labrados de la pared posterior de la casa de Euler, y en las algodonosas nubes blancas de lo alto, y luego el canal le golpeó la espalda y el agua se cerró sobre su cabeza, gélida y sucia.

La conmoción lo dejó sin sentido por un momento, y luego comenzó a patalear en dirección a la superficie, luchando para vencer el peso de la ropa empapada. Salió al aire jadeando y pataleando para mantenerse a flote, y vio a Gotrek a la izquierda, con la cresta pegada al cráneo y al ojo sano, agitando el hacha por encima de la cabeza.

—¡Cobardes humanos! —rugió, mientras él y Félix eran arrastrados canal abajo por la corriente—. ¡Un diván es un arma de cobardes!

Félix alzó la mirada. Desde la ventana destrozada, Euler también les gritaba a ellos, flanqueado por los dos lacayos, mirándolos con expresión asesina en los ojos.

—¡Este vandalismo os costará caro, Jaeger! —gritó—. ¡Ya no me conformaré con la mitad de Jaeger e Hijos! ¡Lo quiero todo!

Gotrek guardó el hacha en la funda de la espalda y comenzó a bracear hacia la orilla del canal.

—Vamos, humano, acabemos con esos lanzadores de muebles.

Félix se dispuso a seguirlo, pero justo en ese momento se reunieron con Euler y sus lacayos unos hombres de uniforme y la boina negra que caracterizaba a la guardia de Marienburgo. Euler gritó y señaló a Félix.

—¡Es ese hombre! ¡Él y el enano hicieron todo esto!

Félix suspiró. Casi estaba dispuesto a gritar «basta» y dejar que su padre se hiciera cargo de sus propios sucios negocios, pero había hecho una promesa, y Euler lo había puesto furioso. El hombre había intentado asesinarlo. Bueno, Félix no iba a responder del mismo modo, pero ya encontraría otra manera de recuperar la carta. Ahora era una cuestión de orgullo.

—Volveremos más tarde —dijo—. Necesito pensar.

Gotrek gruñó, pero se mostró conforme.

—En cualquier caso, me vendría bien un trago. —Dio media vuelta, y él y Félix nadaron hacia la otra orilla.

Capítulo 5

Regresaron a la posada a través de callejas y puentes secundarios para evitar las patrullas de la guardia. Félix se sintió desdichado durante todo el recorrido, mojado y tiritando, con la ropa empapada colgándole del cuerpo como si fuera de plomo, y chapoteando dentro de las botas inundadas. Gotrek, cosa irritante, no parecía molesto en lo más mínimo.

Félix redujo la marcha al llegar a la última esquina antes de la posada, preocupado por la posibilidad de que hubiera una compañía de la guardia esperándolos en la puerta. Asomó la cabeza para echar una mirada, y experimentó un tipo de escalofrío diferente a los anteriores al ver que, en efecto, había Boinas Negras que aguardaban en el exterior de la posada. Se echó atrás por instinto, pero luego volvió a mirar, con el ceño fruncido. Si los guardias estaban allí por ellos, ¿por qué sacaban gente de la posada tendida sobre camillas? ¿Y por qué el posadero y las mozas les estaban hablando?

—Ha sucedido algo —dijo.

Gotrek también echó un vistazo, y se encogió de hombros.

—Mientras aún sirvan.

Echó a andar con determinación, y Félix lo siguió, aunque más precavido y con la cabeza baja, pero los Boinas Negras no parecían ni remotamente interesados en él ni en el Matador. Estaban demasiado ocupados en ayudar a salir a la calle a personas de aspecto enfermo, y entrevistar al dueño de la posada. Había más personas mareadas que tosían y vomita-

ban sentadas sobre el pavimento de adoquines. Unos pocos lloraban. La gente de las tiendas vecinas se apiñaba en las puertas y hablaba en voz baja.

Al aproximarse a la posada, Félix se tambaleó al golpearlo una ola de olor horrible, como una mezcla de huevos podridos y esencia de rosas. Se tapó la boca y la nariz, y continuó caminando. Gotrek lo imitó. El hedor lo mareaba.

Un Boina Negra que estaba ante la puerta, alzó una mano.

—Será mejor que no entréis, mein herr. —Le lloraban los ojos y se cubría la boca con un pañuelo.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Félix.

—Hay algo en la bodega —replicó el guardia—. Dicen que salió como si fuera humo, y todas las personas que lo respiraron cayeron como muertas.

—¿Murieron? —Félix estaba conmocionado.

—No, señor —dijo el Boina Negra—. Sólo se desmayaron.

—Pero ¿qué era?

—Es lo que el capitán está intentando averiguar.

—¡Gas de cloacas, es lo que era! —declaró un comerciante de aspecto próspero al que parecía que habían sacado precipitadamente de la posada cuando estaba a medio vestir—. Esta condenada ciudad no ha hecho obras en esos canales desde hace décadas. Sólo Manann sabe lo que crece ahí dentro.

—¡Fueron adoradores del Caos! —jadeó un camarero que alzó los ojos inyectados de sangre desde donde estaba sentado. Tenía motas de espuma sanguinolenta en torno a la boca. Félix lo recordaba de cuando los había servido antes, en el salón—. Han abierto un agujero en el suelo de la bodega de los barriles. Yo lo vi. Era como una niebla verde. Entonces llegó hasta mí.

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