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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Matahombres (6 page)

BOOK: Matahombres
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—Es algo peor —dijo Groot—. Para lograr eso, los demonios podrían haber prendido fuego a la gabarra y haber hecho estallar la pólvora. En cambio, la han robado. Eso significa que, quienesquiera que sean, tienen intención de usar la pólvora para su propio provecho.

—Y deduzco que no será para fabricar fuegos de artificio —acabó Malakai, ceñudo.

Capítulo 3

Un fuerte viento alzaba oleosa agua pulverizada de las olas del Reik y transportaba los acres olores de la plaza Industriel al otro lado del río. Félix frunció la nariz y reprimió la náusea. Olía a aceite quemado, azufre, curtiduría, grasa fundida, pescado y otros olores cuyo nombre desconocía y cuyo origen prefería no averiguar. En el centro del río, donde la corriente era rápida, largas gabarras de fondo plano y buques mercantes de alta proa maniobraban de un lado a otro, procedentes de los muelles principales situados más al oeste. Las gaviotas chillaban en lo alto, demasiado sonoramente para un hombre en sus condiciones.

El señor Groot les había pedido a Malakai y al mago Lichtmann que lo acompañaran al río para que vieran el lugar en que se había producido el robo, y Gotrek y Félix los habían acompañado a falta de algo mejor que hacer. Ahora esperaban mientras Groot, Malakai, Lichtmann y unos cuantos miembros más de la Escuela Imperial de Artillería discutían con un grupo de funcionarios de la ciudad y de representantes del Gremio de la Pólvora de los enanos sobre el terraplén que estaba situado por encima del muelle de piedra del que había sido robada la gabarra la noche anterior.

Félix se reclinaba, aturdido, contra un poste que había a un lado, ya que aún sufría de resaca, y observaba cómo Gotrek deambulaba con inquietud por el muelle situado debajo, mirando el agua y examinando atentamente los postes.

—Me resulta muy sospechoso —estaba diciendo un acicalado hombre ataviado con los colores de la guardia de la ciudad—. La gabarra estaba amarrada aquí, en un espacio abierto, y sin embargo no hubo ningún testigo del robo, y no se ha encontrado ni a la tripulación ni a los guardias. —Sorbió por la nariz—. Eran guardias de la Escuela Imperial de Artillería, ¿no?

El señor Groot se irguió.

—Sin duda, no estaréis sugiriendo que nuestros guardias han robado la gabarra.

—En absoluto —replicó el hombre en un tono que dejaba claro que, en efecto, estaba sugiriendo eso mismo—. Es sólo que me resulta raro, eso es todo.

Su nombre, al parecer, era Adelbert Wissen, capitán de distrito del Neuestadt, cargo que le confería autoridad sobre cualquier puesto de guardia situado al norte del río y al sur de la muralla de Altestadt. Se comportaba como si pensara que tenía autoridad sobre los vientos, las mareas y los movimientos del sol. Era un apuesto dandi de pelo oscuro, vestido con un uniforme de impecable confección de sastre y un pulimentado peto de acero, con los aires de altanería y arrogancia típicos de alguien de noble cuna. Félix se sentía terriblemente tentado de salpicarle de fango las lustrosas botas.

—¿Qué necesidad habría habido de apostar guardias si se hubiera descargado la pólvora de inmediato? Entonces, no se habría producido el robo.

—¿No acabo de deciros que, por edicto de la condesa, tenemos prohibido almacenar una cantidad tan grande dentro de la escuela? —preguntó Groot, exasperado—. ¿Es que queréis que contravenga la ley? ¿Y por qué perdéis el tiempo hablando conmigo? ¿Por qué no estáis buscando la gabarra? No puede haberse esfumado.

—Tengo hombres buscándola en ambas márgenes del río —replicó Wissen—. La situación está bien controlada.

—Lo que quiero saber es si voy a tener que pagar dos veces por la misma pólvora —preguntó un hombre de más edad y boca mezquina, que llevaba una capa de terciopelo color chocolate y visón—. Yo sólo accedí a financiar una vez esos cañones. Si ahora van a producirse gastos adicionales, tendré que cargarle más intereses a Middenheim.

—¡Si pensáis que vamos a regalaros pólvora, cuando habéis perdido la que acabamos de venderos, estáis bien arreglados! —gritó un robusto enano pelirrojo que llevaba un jubón verde y botas marrones—. Descuido, llamo yo a eso.

—Qué patriotismo, señor Pfaltz-Kappel —dijo el mago Lichtmann, haciendo gestos con su única mano—. Y qué espíritu de cooperación, maestro gremial Firgigsson. Es tan alentador ver que la gente del Imperio deja a un lado sus insignificantes agravios y se une para cooperar en la lucha contra nuestro enemigo común en esta época de guerra…

Ni el noble ni el enano parecieron reparar en el sarcasmo de su voz.

—Yo he cumplido con mi parte —dijo el señor Pfaltz-Kappel—. Si no fuera por mí, ni siquiera tendríais los cañones. Sería muy típico de los enanos robarnos la pólvora que nos han vendido para hacer que la compráramos dos veces. Avaros ávidos de oro.

—¿A quién estáis llamando avaro, tacaño que cuenta hasta el último céntimo? —le contestó Firgigsson—. Rebajé el precio casi a la mitad porque la pólvora era para ayudar a Middenheim. ¡Lo más probable es que la hayáis robado vos, para obtener dos gabarras por el precio de una!

—¿Por qué no dejáis los insultos para después? —intervino Malakai con sequedad—. ¿No deberíais estar decidiendo qué vais a hacer para encontrar la pólvora y a quienes la han robado?

—La robaron los agitadores —dijo el capitán de distrito Wissen—. Y no me cabe ninguna duda de que tienen intención de usarla. He enviado mensaje a la condesa y al condestable mayor para pedirles que apuesten hombres en torno a los graneros y el palacio. Y, a juzgar por los acontecimientos, tal vez deberían, también, destinarse algunos hombres a la Escuela Imperial de Artillería, dado que no parecen capaces de organizar su propia defensa.

Félix veía que los hombros de Gotrek se tensaban a medida que la discusión se volvía cada vez más ruidosa. Finalmente, el enano subió por la escalera con pesados pasos y clavó en ellos una mirada feroz.

—¡Callaos! —bramó.

Todos los hombres se volvieron a mirarlo con expresión de sorpresa e indignación. Malakai sonrió.

El capitán de distrito Wissen se llevó una mano al pulimentado peto.

—¿Os atrevéis a hablarle a un comandante de la guardia con semejante…?

—¿De qué color era la gabarra? —lo interrumpió Gotrek.

Los hombres se miraron unos a otros, confusos.

El maestro gremial Firgigsson alzó una hirsuta ceja.

—Era roja y azul, Matador —replicó—. Con ambos colores separados por una franja dorada. Los colores de nuestro gremio, si os interesa.

—¿Nos habéis interrumpido por eso? —se mofó el señor Pfaltz-Kappel—. Groot, ¿esta persona es huésped vuestro?

Gotrek hizo caso omiso de ellos, que se habían puesto nuevamente a parlotear, y volvió a bajar por la escalera. Félix lo siguió, lleno de curiosidad. El Matador se puso a mirar otra vez los postes, mientras, una y otra vez, mascullaba: «Rojo, dorado, azul; rojo, dorado, azul».

Félix lo miró fijamente, preocupado. ¿Acaso el Matador aún estaba borracho? ¿Se había vuelto loco, al fin?

—¡Ajá! —Gotrek alzó la cabeza, sonriente—. ¡Rojo, dorado, azul! —Se volvió a mirar a Félix—. Mira esto, humano. La gabarra ha raspado contra los postes y han quedado marcas de pintura.

Félix se inclinó sobre el agua y miró los toscos postes de madera por el lado que daba al río. Estaba cubierta de débiles rayas de pintura: capas y más capas de rojo, verde, blanco, negro, azul, amarillo, gris y marrón.

—Eh…, veo rojo, dorado y azul, pero también otros colores. ¿Cómo puedes…?

—Los humanos estáis ciegos —gruñó Gotrek. Señaló con los romos dedos tres puntos de uno de los postes—. Aquí, aquí y aquí. El rojo, el dorado y el azul están por encima de los otros colores, y son mucho más recientes.

Félix se encogió de hombros.

—Te creo. Pero ¿de qué nos sirve eso a nosotros?

—Ciegos y duros de mollera —bufó Gotrek, que señaló las aguas donde se levantaban olas coronadas de blanco—. Mira cómo está de picada. Apuesto a que está así desde que el viento arreció la pasada noche. Dondequiera que los ladrones hayan amarrado la gabarra, ésta habrá dejado su marca. —Miró hacia el oeste—. Ahora, lo único que tenemos que hacer es comprobar todos los muelles y amarres que hay río abajo, hasta encontrar otra vez rojo, dorado y azul.

Félix rió.

—¿Eso es todo? Podríamos tardar días.

—Será mejor que no —gruñó Gotrek.

—¿Por qué no se lo dices al capitán de distrito Wissen? —sugirió Félix—. Podríamos tardar menos si nos ayudara la guardia.

Gotrek escupió al agua.

—¿Crees que ellos ven mejor que tú? Quiero partir esta noche, no dentro de un mes. Además… —le lanzó una mirada feroz al capitán Wissen—, no me gustan los modales de ése.

El Matador subió la escalera y echó a andar por la orilla, sin dirigirles una sola palabra o gesto a Malakai o a Groot, con la cabeza baja como un sabueso. Félix suspiró y echó a andar tras él. ¡Vaya uno para hablar de modales!

* * *

Cinco horas más tarde aún estaban revisando postes. Gotrek había examinado cada palmo de la orilla del río, cada embarcadero y amarradero, cada ramificación y canal, así como la parte inferior de todos los puentes, y entonces estaban llegando a los muelles comerciales oficiales que bordeaban Las Chabolas. Félix no había creído que existieran tantos escondrijos, recovecos y remansos ocultos en las orillas de piedra del Reik. Le dolía la espalda a fuerza de inclinarse por los lados de los muelles. Le escocían los ojos. Tenía hambre y necesitaba un trago.

—Es imposible. Nunca lo encontraremos —dijo.

—Ese es el problema de los humanos —murmuró Gotrek—. No sois minuciosos. No tenéis paciencia.

—Eso se debe a que no vivimos quinientos años.

Los muelles comerciales se adentraban en el río como quebrados dedos grises. La madera azotada por los elementos sonaba hueca bajo sus pies mientras los recorrían uno a uno, hasta el extremo y de vuelta, comprobando ambos lados. Félix no vio ni rastro de pintura roja, dorada y azul, pero en un poste observó otro símbolo de la antorcha toscamente dibujado. Había visto decenas de ellos durante la búsqueda, así como los símbolos de otros grupos de agitadores. Estaban por todas partes en la zona portuaria.

Estibadores y trajinantes se movían en torno a Gotrek y a Félix para transportar mercancías desde barcos a carros y desde carros a barcos. Los guardias de carga los miraban ferozmente, como si esperaran que uno de ellos robara algo o intentara subir a bordo de una nave como polizón. Félix se sentía tonto y le daba la impresión de que estorbaba. Era un mal plan. No resultaría. El sol estaba poniéndose detrás de las hileras de almacenes de ladrillo que miraban al río. Dentro de poco estaría demasiado oscuro como para ver. Los doloridos ojos de Félix ya estaban teniendo problemas para distinguir unas de otras las débiles rayas de pintura. Aquella de allí, por ejemplo, ¿era roja o anaranjada? Y aquélla, ¿dorada o verde? Y la que estaba debajo, ¿era azul o negra?

—¡Rojo, dorado y azul! —jadeó Gotrek.

El enano echó una rodilla en tierra y se inclinó para olfatear como un sabueso. Un momento después pasó un rechoncho dedo por una grieta que había entre dos tablones deformados. A la punta del dedo se le adhirieron granos negros. Los olió.

—Pólvora —dijo.

Gotrek alzó la cabeza y miró alrededor para abarcar las naves, los almacenes y las siluetas de las casas de viviendas de Las Chabolas, que, como dientes de una sierra, se alzaban por detrás.

Félix gimió. Si habían descargado los barriles allí, ahora podían estar en cualquier parte. Y si Gotrek pensaba ser minucioso, la noche podía ser muy larga.

—Tú —le dijo Gotrek a un estibador que pasaba—, ¿has visto a alguien que esta mañana descargara aquí barriles de una gabarra roja y azul?

—¿Esta mañana? —dijo el hombre sin ralentizar el paso—. Estaba durmiendo. Mi turno comienza al ponerse el sol.

Gotrek maldijo y avanzó hacia los almacenes, mientras les lanzaba miradas especulativas a los hombres junto a los que pasaba.

Félix lo siguió.

—Déjame intentarlo a mí —pidió, temeroso de que la brusquedad de Gotrek acabara por meterlos en una pelea.

Recorrió la zona de los muelles con la mirada. Allí había una taberna, en alguna parte. La recordaba de sus tiempos de patrulla con otros guardias de las cloacas, cuando él y Gotrek habían vivido en Nuln la vez anterior. ¡Ah!, allí estaba. A unos cuantos centenares de metros al este vio que se mecía en la brisa un cartel que tenía pintado un oso risueño, de pie sobre una pelota amarilla y roja, y como había esperado, media docena de hombres de aspecto sospechoso haraganeaban ante la puerta que había debajo y bebían en jarras de cuero mientras observaban las idas y venidas de los muelles con ojo rapaces.

Félix rebuscó en el bolsillo del cinturón hasta encontrar una corona de oro, una de las últimas que le quedaban, y a continuación se acercó cautamente a un villano de aspecto prometedor, con barba de tres días y un copete grasiento sobre un ojo.

—Buenas noches, hermano —dijo Félix mientras hacía girar la moneda entre los dedos—. ¿Estabas aquí esta mañana?

El hombre se volvió y miró fijamente la moneda.

—Puede que sí.

—¿Viste a unos hombres descargar barriles de una gabarra roja y azul en aquel muelle? —Señaló con la mano en la que tenía la moneda.

Copete miró a Félix a la cara por primera vez, y sus ojos se volvieron negros como botones.

—Yo no veo nada para ningún caballerete —dijo, y dio media vuelta para entrar en la taberna.

Gotrek lo apresó antes de que llegara a la puerta. Lo hizo girar para encararlo y lo estampó contra la pared, donde sujetó el hacha muy cerca del copete.

—¿Ves esta hacha?

El hombre se atragantó, pálido y con los ojos desorbitados. Los otros se levantaron de los bancos, gritando al mismo tiempo que las manos se desplazaban hacia las dagas. Félix desenvainó la espada rúnica y se encaró con ellos. Los hombres se detuvieron para considerar las probabilidades que tenían; luego, se encogieron de hombros y entraron en la taberna con fingida indiferencia, arrastrando los pies.

—Por favor, no me matéis —gimoteó Copete.

Gotrek señaló a Félix con el barbudo mentón.

—Responde a su pregunta.

—Pero…, pero me matarán.

—Yo te mataré ahora. Ellos te matarán más tarde. Escoge.

Copete tragó, mientras el sudor le bajaba por la frente.

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