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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataorcos

BOOK: Mataorcos
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Gotrek y Félix arriban a la costa meridional, de regreso al Viejo Mundo, y descubren que los orcos son dueños de la situación. Mientras el ejército del Imperio lucha desesperadamente, tierra adentro, para rechazar una invasión del Caos, el territorio queda desprotegido. Para cumplir un antiguo juramento, Gotrek consiente en ayudar a un príncipe enano a recuperar su fortaleza natal de manos de los invasores pieles verdes que la han tomado, pero, en las frías profundidades de las montañas, los intrépidos héroes encuentran más cosas de las que esperaban.

Nathan Long

Mataorcos

Las Aventuras De Gotrek Y Félix 8

ePUB v1.0

Arthur Paendragon
08.04.12

Título original:
Orcslayer

Año de edición: 2006

Traducción: Diana Falcón

ISBN: 978-84-4803-560-0

Idioma: Español

Preámbulo

Ésta es una época oscura, una época de demonios y de brujería. Es una época de batallas y muerte, y de fin del mundo. En medio de todo el fuego, las llamas y la furia, también es una época de poderosos héroes, de osadas hazañas y de grandiosa valentía.

En el corazón del Viejo Mundo se extiende el Imperio, el más grande y poderoso de todos los reinos humanos. Conocido por sus ingenieros, hechiceros, comerciantes y soldados, es un territorio de grandes montañas, caudalosos ríos, oscuros bosques y enormes ciudades. Y desde su trono de Altdorf reina el emperador Karl Franz, sagrado descendiente del fundador de estos territorios, Sigmar, portador del martillo de guerra mágico.

Pero estos tiempos están lejos de ser civilizados. A todo lo largo y ancho del Viejo Mundo, desde los caballerescos palacios de Bretonia hasta Kislev, rodeada de hielo y situada en el extremo septentrional, resuena el estruendo de la guerra. En las gigantescas Montañas del Fin del Mundo, las tribus de orcos se reúnen para llevar a cabo un nuevo ataque. Bandidos y renegados asuelan las salvajes tierras meridionales de los Reinos Fronterizos. Corren rumores de que los hombres rata, los skavens, emergen de cloacas y pantanos por todo el territorio. Y, procedente de los salvajes territorios del norte, persiste la siempre presente amenaza del Caos, de demonios y hombres bestia corrompidos por los inmundos poderes de los Dioses Oscuros. A medida que el momento de la batalla se aproxima, el Imperio necesita héroes como nunca antes.

«Tras larga ausencia, por fin navegábamos de vuelta a casa. Después de casi dos décadas de seguir al Matador mientras él buscaba la muerte al este y al sur, y al este otra vez, a través de Arabia, Ind y Catai, regresaba con él al Viejo Mundo, a nuestro territorio natal. Durante años había ansiado ese día, pero, cuando llegó, no fue para proporcionarnos el júbilo y la paz que ambos esperábamos que nos daría. Por el contrario, nos encontramos con que el terror y la contienda nos aguardaban en el momento en que posamos los pies sobre tierra firme. Mi compañero se encontró con un viejo amigo que le pidió que cumpliera un antiguo juramento, poco sabedor del horror y derramamiento de sangre que tendría como resultado.

Antes de que la pesadilla llegara a su amargo fin sangriento, vi al Matador más feliz que nunca antes, pero también más desdichado. Fue una época extraña, y es muy a desgana que despierto aquellos tristes recuerdos con el fin de dejar constancia de ellos.»

De "Mis viajes con Gotrek", vol. VII,

Por herr FÉLIX JAEGER (Altdorf Press, 2527)

Capítulo 1

—¿Orcos? —Gotrek se encogió de hombros—. Ya hemos luchado contra suficientes orcos.

Félix miró al Matador en la penumbra del estrecho camarote de proa del barco mercante. El musculoso enano se encontraba sentado en un camastro, con el mentón cubierto de roja barba hundido en el pecho, una inmensa jarra de cerveza en un enorme puño, y un barrilete espitado y medio vacío a su lado. La única iluminación del ambiente procedía del pequeño ojo de buey, un ondulante resplandor de color verde mar enfermizo, que proporcionaba la luz que se reflejaba sobre las olas.

—Pero han bloqueado Barak-Varr —dijo Félix—. No podremos atracar. Tú quieres ir a Barak-Varr, ¿no es así? Quieres volver a caminar sobre tierra firme.

No cabía duda de que Félix sí quería atracar. Los dos meses pasados dentro de aquel ataúd flotante, donde incluso el enano tenía que inclinar la cabeza cuando estaban bajo cubierta, le habían provocado fobia al movimiento.

—No sé qué quiero —tronó la voz de Gotrek—, salvo otro trago.

Bebió de nuevo.

Félix frunció el entrecejo.

—Muy bien. Si vivo, en el grandioso poema épico de tu muerte escribiré que te ahogaste heroicamente bajo cubierta, borracho como un halfling en el día de la cosecha, mientras tus camaradas luchaban y morían en lo alto.

Gotrek alzó lentamente la cabeza y clavó en Félix su único ojo destellante. Pasado un largo momento, durante el cual Félix pensó que el Matador atravesaría el camarote de un salto y le arrancaría la garganta con las manos desnudas, Gotrek gruñó.

—Te las apañas bien con las palabras, humano.

Dejó la jarra de cerveza y recogió el hacha.

* * *

Barak-Varr era un puerto de enanos construido en un gigantesco acantilado situado en el extremo oriental del golfo Negro, una bahía en forma de garra curva que se adentraba profundamente en los páramos sin ley situados al sur de las Montañas Negras y del Imperio. Tanto el puerto como la ciudad estaban dentro de una cueva tan gigantesca que el más alto de los barcos de guerra podía penetrar en ella y atracar en los concurridos muelles. La entrada estaba flanqueada por estatuas de guerreros enanos de quince metros de alto, que se encontraban de pie sobre enormes proas de piedra. A la derecha quedaba un espolón en cuyo extremo había un sólido y robusto faro; la llama, según se decía, podía verse desde veinte leguas de distancia.

Félix casi no pudo ver esa maravilla arquitectónica porque los botes de una horda de orcos flotaban entre ellos y la amplia y umbría entrada de Barak-Varr: un bosque de velas remendadas, mástiles, toscos estandartes y cadáveres de ahorcados le tapaba la vista. La línea parecía impenetrable; había una barricada flotante de barcos de guerra, buques mercantes, balsas, gabarras y galeras, que una vez capturados, habían sido atados entre sí, para componer una formación curva de más de un kilómetro y medio de largo, situada ante el puerto. De la cubierta de muchas de esas embarcaciones ascendía humo de fuego de cocina, y en el agua que los rodeaba flotaban cadáveres hinchados y pecios.

—¿Lo veis? —dijo el capitán Doucette, un comerciante bretoniano de extravagante bigote que había aceptado llevar a Gotrek y Félix desde Tilea—. Parece que construyen con cada presa y barco de guerra que intenta pasar, y yo debo atracar. Tengo que vender aquí todo un cargamento de especias de Ind y recoger acero de enanos para Bretonia. Si no lo hago, el viaje tendrá pérdidas.

—¿Hay algún punto por el que podáis atravesar? —preguntó Félix, cuyo largo pelo rubio y roja capa de lana de Sundenland se agitaban a causa del fuerte viento veraniego—. ¿Lo resistirá el barco?


¡Ah, oui!
—replicó Doucette—. El Reine Celeste es fuerte. Hemos rechazado a muchos piratas y hemos destrozado cuantas pequeñas barcas se nos han puesto delante. El comercio no es una vida fácil, ¿no? Pero… ¿orcos?

—No os preocupéis por los orcos —dijo Gotrek.

Doucette se volvió y miró al enano —desde la erizada cresta roja, pasando por el parche ocular de cuero, hasta llegar a las robustas botas—, y sus ojos volvieron atrás.

—Perdonadme, amigo mío. No dudo de que seáis formidable de verdad. Los brazos como troncos de árbol, ¿sí? El pecho como un toro, pero sois sólo un hombre…, eh…, un enano.

—Un Matador —gruñó Gotrek—. Ahora, izad las velas y avanzad. Tengo que acabar un barrilete.

Doucette le dirigió a Félix una mirada implorante.

Félix se encogió de hombros.

—Lo he seguido en situaciones peores.

—¡Capitán! —llamó el vigía desde la cofa—. ¡Tenemos más barcos detrás!

Doucette, Gotrek y Félix se volvieron para mirar por encima de la borda de popa. Dos balandros y un barco de guerra tileano giraban al salir de una pequeña ensenada para navegar velozmente hacia ellos, con las velas hinchadas por el viento. Habían sido despojados de todas las tallas decorativas de madera, que entonces reemplazaban arietes, catapultas y onagros. La cabeza del hermoso mascarón de proa de pechos desnudos del barco de guerra había sido sustituida por el cráneo de un troll, y del bauprés colgaban por el cuello cadáveres medio podridos. A lo largo de la borda había orcos que bramaban guturales gritos de guerra. En torno a ellos, cabriolaban y chillaban los goblins.

Doucette inspiró a través de los dientes apretados.

—Ésos cierran la trampa, ¿no? Pinzan como cangrejos. Ahora no tenemos elección. —Se volvió para observar la barrera flotante, y luego señaló al mismo tiempo que le gritaba al timonel:— Dos puntos a estribor, Luque. ¡Hacia las balsas! ¡Feruzzi! ¡A todo trapo!

Félix siguió la mirada de Doucette mientras el timonel giraba el timón y el piloto enviaba a los marineros a lo alto de los palos para desatar y soltar más velas. Había cuatro balsas desvencijadas, cargadas con barriles y cajas saqueados, atadas con cuerdas largas entre un vapuleado crucero auxiliar del Imperio y una galera estaliana medio quemada. Ambas naves hervían de orcos y goblins, que gritaban y agitaban las armas hacia el navío de Doucette.

Las velas del buque mercante restallaron como disparos de pistola al hincharse con el viento, y la nave adquirió velocidad.

—¡A los puestos de combate! —gritó Doucette—. ¡Preparados para un abordaje! ¡Cuidado con los garfios!

Pieles verdes grandes y pequeños pasaban por encima de la borda del crucero auxiliar y la galera, y corrían por las balsas hacia el punto por el que el buque mercante tenía intención de atravesar la barrera. Fieles a la advertencia del capitán, la mitad de ellos hacían girar garfios y rezones por encima de la cabeza.

Félix se volvió a mirar atrás. Los balandros y el barco de guerra acortaban distancia. Si el buque mercante lograba atravesar el bloqueo, podría sacarle ventaja a los perseguidores; pero si le daban alcance…

—¡Por la Dama, no! —jadeó Doucette, de repente.

Félix se volvió. A lo largo del crucero auxiliar al que se encontraban unidas las balsas, estaban asomando bocas de cañón a través de troneras cuadradas.

—Nos harán pedazos —dijo Doucette.

—Pero…, pero si son orcos —observó Félix—. Los orcos no son capaces de apuntar bien aunque les vaya la vida.

Doucette se encogió de hombros.

—¿A una distancia tan corta, tienen necesidad de apuntar bien?

Félix miró a su alrededor, desesperado.

—Bueno, ¿no podéis hacerlos pedazos disparando antes de que nos disparen?

—Debéis estar bromeando,
mon ami
—rió Doucette al mismo tiempo que señalaba las pocas catapultas que constituían la única artillería del buque mercante—. Tendrían poco efecto contra la madera de roble imperial.

Se aproximaban rápidamente al bloqueo. Era demasiado tarde para apartarse a un lado. Félix percibía el olor de los pieles verdes, el repulsivo hedor animal mezclado con el de la basura, los excrementos y la muerte. Veía los aros que destellaban en las irregulares orejas, y distinguía la tosca insignia que llevaban pintada en los escudos y las desparejadas piezas de armadura.

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