Memorias de una pulga (16 page)

BOOK: Memorias de una pulga
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Cuando hubo terminado por completo esta descarga, y el enorme miembro del muchacho dejó de estremecerse, el jovenzuelo lo retiró lentamente del cuerpo de Bella, y ésta pudo levantarse.

Sin embargo, ellos no tenían intención de dejarla marchar, ya que, después de abrir la puerta, el muchacho miró cautelosamente en torno, y luego, volviendo a colocar la tranca, se volvió hacia Bella para decirle:

—Fue divertido, ¿no? —observó—, le dije que mi padre era bueno para esto.

—Si, me lo dijiste, pero ahora tienes que dejarme marchar. Anda, sé bueno.

Una mueca a modo de sonrisa fue su única respuesta.

Bella miró hacia el hombre y quedó aterrorizada al verlo completamente desnudo, desprovisto de toda prenda de vestir, excepción hecha de su camisa y sus zapatos, y en un estado de erección que hacía temer otro asalto contra sus encantos, todavía más terrible que los anteriores.

Su miembro estaba literalmente lívido por efecto de la tensión, y se erguía hasta tocar su velludo vientre. La cabeza había engrosado enormemente por efecto de la irritación previa, y de su punta pendía una gota reluciente.

—¿Me dejarás que te joda de nuevo? —preguntó el hombre, al tiempo que agarraba a la damita por la cintura y llevaba la mano de ella a su instrumento.

—Haré lo posible —murmuró Bella.

Y viendo que no podía contar con ayuda alguna, sugirió que él se sentara sobre el heno para montarse ella a caballo sobre sus rodillas y tratar de insertarse la masa de carne pardusca.

Tras de algunas arremetidas y retrocesos entró el miembro, y comenzó una segunda batalla no menos violenta que la primera. Transcurrió un cuarto de hora completo. Al parecer, era el de mayor edad el que ahora no podía lograr la eyaculación.

¡Cuán fastidiosos son!, pensó Bella.

—Frótamelo, querida —dijo el hombre, extrayendo su miembro del interior del cuerpo de ella, todavía más duro que antes.

Bella lo agarró con sus manecitas y lo frotó hacia arriba y hacia abajo. Tras un rato de esta clase de excitación, se detuvo al observar que el enorme pomo exudaba un chorrito de semen. Apenas lo había encajado de nuevo en su interior, cuando un torrente de leche irrumpió en su seno.

Alzándose y dejándose caer sobre él alternativamente, Bella bombeó hasta que él hubo terminado por completo, después de lo cual la dejaron irse.

Al fin llegó el día; despuntó la mañana fatídica en la que la hermosa Julia Delmont había de perder el codiciado tesoro que con tanta avidez se solicita por una parte, y tan irreflexivamente se pierde por otra.

Era todavía temprano cuando Bella oyó sus pasos en las escaleras, y no bien estuvieron juntas cuando un millar de agradables temas de charla dieron pábulo a una conversación animada, hasta que Julia advirtió que había algo que Bella se reservaba. En efecto, su hablar animoso no era sino una máscara que escondía algo que se mostraba renuente a confiar a su compañera.

—Adivino que tienes algo que decirme, Bella; algo que todavía no me dices, aunque deseas hacerlo. ¿De qué se trata. Bella?

—¿No lo adivinas? —preguntó ésta, con una maliciosa sonrisa que jugueteaba alrededor de los hoyuelos que se formaban junto a las comisuras de sus rojos labios.

—¿Será algo relacionado con el padre Ambrosio? —preguntó Julia—. ¡Oh, me siento tan terriblemente culpable y apenada cuando le veo ahora, no obstante que él me dijo que no había malicia en lo que hizo!

—No la había, de eso puedes estar segura. Pero, ¿qué fue lo que hizo?

—¡Oh, si te contara! Me dijo unas cosas…, y luego pasó su brazo en torno a mi cintura y me besó hasta casi quitarme el aliento.

—¿Y luego? —preguntó Bella.

—¡Qué quieres que te diga, querida! Dijo e hizo mil cosas, ¡hasta llegué a pensar que iba a perder la razón!

—Dime algunas de ellas, cuando menos.

—Bueno, pues después de haberme besado tan fuertemente, metió sus manos por debajo de mis ropas y jugueteó con mis pies y con mis medias…, y luego deslizó su mano más arriba…, hasta que creí que me iba a desvanecer.

— ¡Ah, picaruela! Estoy segura que en todo momento te gustaron sus caricias.

—Claro que si. ¿Cómo podría ser de otro modo? Me hizo sentir lo que nunca antes había sentido en toda mi vida.

—Vamos, Julia, eso no fue todo. No se detuvo ahí, tú lo sabes.

—¡Oh, no, claro que no! Pero no puedo hablarte de lo que hizo después.

—¡Déjate de niñerías! —exclamó Bella, simulando estar molesta por la reticencia de su amiga—. ¿Por qué no me lo confiesas todo?

—Supongo que no tiene remedio, pero parecía tan escandaloso, y era todo tan nuevo para mí, y sin embargo tan sin malicia… Después de haberme hecho sentir que moría por efecto de un delicioso estremecimiento provocado con sus dedos, de repente tomó mi mano con la suya y la posó sobre algo que tenía él, y que parecía como el brazo de un niño. Me invitó a agarrarlo estrechamente. Hice lo que me indicaba, y luego miré hacía abajo y vi una cosa roja, de piel completamente blanca y con venas azules, con una curiosa punta redonda color púrpura, parecida a una ciruela. Después me di cuenta de que aquella cosa salía entre sus piernas, y que estaba cubierta en su base por una gran mata de pelo negro y rizado.

Julia dudó un instante.

—Sigue —le dijo Bella, alentándola.

—Pues bien; mantuvo mi mano sobre ella e hizo que la frotara una y otra vez. ¡Era tan larga, estaba tan rígida y tan caliente!

No cabía dudarlo, sometida como estaba a la excitación por parte de aquella pequeña beldad.

—Después tomó mi otra mano y las puso ambas sobre aquel objeto peludo. Me espanté al ver el brillo que adquirían sus ojos, y que su respiración se aceleraba, pero él me tranquilizó. Me llamó querida niña, y, levantándose, me pidió que acariciara aquella cosa dura con mis senos. Me la mostró muy cerca de mi cara.

—¿Fue todo? —preguntó Bella, en tono persuasivo.

—No, no. Desde luego, no fue todo; ¡pero siento tanta vergüenza…! ¿Debo continuar? ¿Será correcto que divulgue estas cosas? Bien. Después de haber cobijado aquel monstruo en mí seno por algún tiempo, durante el cual latía y me presionaba ardiente y deliciosamente, me pidió que lo besara.

Lo complací en el acto. Cuando puse mis labios sobre él, sentí que exhalaba un aroma sensual. A petición suya seguí besándolo. Me pidió que abriera mis labios y que frotara la punta de aquella cosa entre ellos. Enseguida percibí una humedad en mi lengua y unos instantes después un espeso chorro de cálido fluido se derramó sobre mi boca y bañó luego mi cara y mis manos.

Todavía estaba jugando con aquella cosa, cuando el ruido de una puerta que se abría en el otro extremo de la iglesia obligó al buen padre a esconder lo que me había confiado, porque —dijo— la gente vulgar no debe saber lo que tú sabes, ni hacer lo que yo te he permitido hacer”.

Sus modales eran tan gentiles y corteses, que me hicieron sentir que yo era completamente distinta a todas las demás muchachas. Pero dime querida Bella, ¿cuáles eran las misteriosas noticias que querías comunicarme? Me muero por saberlas.

—Primero quiero saber si el buen padre Ambrosio te habló o no de los goces… o placeres que proporciona el objeto con el que estuviste jugueteando, y si te explicó alguna de las maneras por medio de las cuales tales deleites pueden alcanzarse sin pecar.

—Claro que sí. Me dijo que en determinados casos el entregarse a ellos constituía un mérito.

—Supongo que después de casarse, por ejemplo.

—No dijo nada al respecto, salvo que a veces el matrimonio trae consigo muchas calamidades, y que en ocasiones es hasta conveniente la ruptura de la promesa matrimonial.

Bella sonrió. Recordó haber oído algo del mismo tenor de los sensuales labios del cura.

—Entonces, ¿en qué circunstancias, según él, estarían permitidos estos goces?

—Sólo cuando la razón se encuentra frente a justos motivos, aparte de los de complacencia, y esto sólo sucede cuando alguna jovencita, seleccionada por los demás por sus cualidades anímicas, es dedicada a dar alivio a los servidores de la religión.

—Ya veo —comentó Bella—. Sigue.

—Entonces me hizo ver lo buena que era yo, y lo muy meritorio que sería para mí el ejercicio del privilegio que me concedía, y que me entregara al alivio de sus sentidos y de los de aquellos otros a quienes sus votos les prohibían casarse, o la satisfacción por otros medios de las necesidades que la naturaleza ha dado a todo ser viviente. Pero Bella, tú tienes algo qué decirme, estoy segura de ello.

—Está bien, puesto que debo decirlo, lo diré; supongo que no hay más remedio. Debes saber, entonces, que el buen padre Ambrosio decidió que lo mejor para ti sería que te iniciaras luego, y ha tomado medidas para que ello ocurra hoy.

—¡No me digas! ¡Ay de mí! ¡Me dará tanta vergüenza! ¡Soy tan terriblemente tímida!

~¡Oh, no, querida! Se ha pensado en todo ello. Sólo un hombre tan piadoso y considerado como nuestro querido confesor hubiera podido disponerlo todo en la forma como la ha hecho. Ha arreglado las cosas de modo que el buen padre podrá disfrutar de todas las bellezas que tu encantadora persona puede ofrecerle sin que tú lo veas a él, ni él te vea a ti.

~¿Cómo? ¿Será en la oscuridad, entonces?

—De ninguna manera; eso impediría darle satisfacción al sentido de la vista, y perderse el gran gusto de contemplar los deliciosos encantos en cuya posesión tiene puesta su ilusión el querido padre Ambrosio.

—Tus lisonjas me hacen sonrojarme, Bella. Pero entonces, ¿cómo sucederán las cosas?

—A plena luz —explicó Bella en el tono en que una madre se dirige a su hija—. Será en una linda habitación de mi casa; se te acostará sobre un diván adecuado, y tu cabeza quedará oculta tras una cortina, la que hará las veces de puerta de una habitación más interior, de modo que únicamente tu cuerpo, totalmente desnudo, quede a disposición de tu asaltante.

—¡Desnuda! ¡Qué vergüenza!

—¡Ah, Julia mi dulce y tierna Julia! —murmuró Bella, al mismo tiempo que un estremecimiento de éxtasis recorría su cuerpo—. ¡Pronto gozarás grandes delicias! ¡Despertarás los goces exquisitos reservados para los inmortales, y te darás así cuenta de que te estás aproximando al periodo llamado pubertad, cuyos goces estoy segura de que ya necesitas!

—¡Por favor, Bella, no digas eso!

—Y cuando al fin —siguió diciendo su compañera, cuya imaginación la había conducido ya a sueños carnales que exigían imperiosamente su satisfacción—, termine la lucha, llegue el espasmo, y la gran cosa palpitante dispare su viscoso torrente de líquido enloquecedor. . . ¡Oh! entonces ella sentirá el éxtasis, y hará entrega de su propia ofrenda.

—¿Qué es lo que murmuras?

Bella se levantó.

—Estaba pensando —dijo con aire soñador— en las delicias de eso de lo que tan mal te expresas tú.

Siguió una conversación en torno a minucias, y mientras la misma se desarrollaba, encontré oportunidad para oír otro diálogo no menos interesante para mí, y del cual, sin embargo, no daré más que un extracto a mis lectores.

Sucedió en la biblioteca, y eran los interlocutores los señores Delmont y Verbouc. Era evidente que había versado, por increíble que ello pudiera parecer, sobre la entrega de la persona de Bella al señor Delmont, previo pago de determinada cantidad, la cual posteriormente sería invertida por el complaciente señor Verbouc para provecho de
su querida sobrina
.

No obstante lo bribón y sensual que aquel hombre era, no podía dejar de sobornar de algún modo su propia conciencia por el infame trato convenido.

—Sí —decía el complaciente y bondadoso tío—, los intereses de mi sobrina están por encima de todo, estimado señor. No es que sea imposible un matrimonio en el futuro, pero el pequeño favor que usted pide creo que queda compensado por parte nuestra —como hombres de mundo que somos, usted me entiende, puramente como hombres de mundo— por el pago de una suma suficiente para compensarla por la pérdida de tan frágil pertenencia.

En este momento dejó escapar la risa, principalmente porque su obtuso interlocutor no pudo entenderle.

Al fin se llegó a un acuerdo, y quedaron por arreglarse únicamente los actos preliminares. El señor Delmont quedó encantado, saliendo de su torpe y estólida indiferencia cuando se le informó que la venta debía efectuarse en el acto, y que por consiguiente tenía que posesionarse de inmediato de la deliciosa virginidad que durante tanto tiempo anheló conquistar.

En el ínterin, el bueno y generoso de nuestro querido padre Ambrosio hacia ya algún tiempo que se encontraba en aquella mansión, y tenía lista la habitación donde estaba prevista la consumación del sacrificio.

Llegado este momento, después de un festín a título de desayuno, el señor Delmont se encontró con que sólo existía una puerta entre él y la víctima de su lujuria. De lo que no tenía la más remota idea era de quién iba a ser en realidad su víctima. No pensaba más que en Bella.

Seguidamente dio vuelta a la cerradura y entró en la habitación, cuyo suave calor templó los estimulados instintos sexuales que estaban a punto de entrar en acción.

¡Qué maravillosa visión se ofreció a sus ojos extasiados! Frente a él, recostado sobre un diván y totalmente desnudo, estaba el cuerpo de una jovencita. Una simple ojeada era suficiente para revelar que era una belleza, pero se hubieran necesitado varios minutos para describirla en detalle, después de descubrir por separado cada una de sus deliciosas partes sus bien torneadas extremidades, de proporciones infantiles; con unos senos formados por dos de las más selectas y blancas colinas de suave carne, coronadas con dos rosáceos botones; las venas azules que corrían serpenteando aquí y allá, que se veían al través de una superficie nacarada como riachuelos de fluido sanguíneo, y que daban mayor realce a la deslumbrante blancura de la piel.

Y además, ¡oh! además el punto central por el que suspiran los hombres: los sonrosados y apretados labios en los que la naturaleza gusta de solazarse, de la que ella nace y a la que vuelve: ¡la source! Allí estaba, a la vista, en casi toda su infantil perfección.

Todo estaba allí menos…, la cabeza. Esta importante parte se hacia notar por su ausencia, y las suaves ondulaciones de la hermosa virgen evidenciaban que para ella no era inconveniente que no estuviera a la vista.

El señor Delmont no se asombró ante aquel fenómeno, ya que había sido preparado para él, así como para guardar silencio. Se dedicó, en consecuencia, a observar con deleite los encantos que habían sido preparados para solaz suyo.

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