Memorias de una pulga (2 page)

BOOK: Memorias de una pulga
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Cabe en lo posible que una personalidad sumamente narcisista sea la autora de este librito, MEMORIAS DE UNA PULGA.

La autosexualidad, o el amor a sí mismo, es tal vez la forma más trágica y perversa de amor sexual conocida, ya que nadie comparte con esta clase de enfermos los placeres del amor erótico. El mismo es su compañero en el acto sexual, excitado por escritos sensuales o por ideas de la naturaleza más erótica. Después que el narcisista llega al clímax de la masturbación se siente cada vez más solo y culpable, así como menos capacitado para competir con el mundo normal.

El autosexual por lo común, es aquel a quien las circunstancias han negado el escape de la energía sexual por conductos normales o irregulares, por cuya razón se evade hacia el mundo de la autosexualidad. Muy a menudo llega a este punto culminante sin experimentar placer alguno que valga la pena, denotando conflicto entre el Id. la disposición inconsciente y fundamental a partir de la cual se desarrollan el anhelo y el placer, y el Súper Ego, censor interno del Ego. La parte del inconsciente influenciado por los sentidos, habiendo tomado conciencia al contacto con la realidad, y con el placer asociado al acto.

El verdadero homosexual sólo encuentra placer sexual en la masturbación, durante cuyo acto puede ponerse a sí mismo en relación a una situación erótica de su gusto.

LAS MEMORIAS DE UNA PULGA son un relato para mentes adultas, la expresión de una mente humana en busca de renunciar a lo anormal para encaminarse hacia lo normal, y caen dentro de un tipo de literatura que actualmente se reconoce como necesaria para el estudio de la conducta humana. Es cierto que cuando comenzamos a investigar los hechos íntimos y reales de la vida sexual del hombre tropezaremos con tantos modelos como individuos examinamos. Frecuentemente, demasiado frecuentemente, son aquellos que en apariencia parecen reprobar las manifestaciones sexuales quienes poseen una naturaleza más marcadamente erótica. En esta ambivalencia de sentimientos, en el experimentar dos sentimientos contrarios, tales como el amor y el odio, lo correcto y lo erróneo, se encuentran las raíces mismas de la desviación y la variedad sexuales. En último término, diciéndolo con palabras de Freud: ¿Quién puede decir, a fin de cuentas, qué es lo normal y qué es lo correcto…, o lo que puede ser anormal o erróneo? ¿Quién puede decirlo?

LEONARD A. LOWAG, Ph.D.

Capítulo I

NACÍ, PERO COMO NO SABRÍA DECIR CÓMO, cuándo o dónde, y por lo tanto debo permitirle al lector que acepte esta afirmación mía y que la crea si bien le parece. Otra cosa es asimismo cierta: el hecho de mi nacimiento no es ni siquiera un átomo menos cierto que la veracidad de estas memorias, y si el estudiante inteligente que profundice en estas páginas se pregunta cómo sucedió que en el transcurso de mi paso por la vida —o tal vez hubiera debido decir mi brinco por ella— estuve dotada de inteligencia, dotes de observación y poderes retentivos de memoria que me permitieron conservar el recuerdo de los maravillosos hechos y descubrimientos que voy a relatar, únicamente podré contestarle que hay inteligencias insospechadas por el vulgo, y leyes naturales cuya existencia no ha podido ser descubierta todavía por los más avanzados científicos del mundo.

Oí decir en alguna parte que mi destino era pasarme la vida chupando sangre. En modo alguno soy el más insignificante de los seres que pertenecen a esta fraternidad universal, y si llevo una existencia precaria en los cuerpos de aquellos con quienes entro en contacto, mi propia experiencia demuestra que lo hago de una manera notablemente peculiar, ya que hago una advertencia de mi ocupación que raramente ofrecen otros seres de otros grados en mi misma profesión. Pero mi creencia es que persigo objetivos más nobles que el de la simple sustentación de mi ser por medio de las contribuciones de los incautos. Me he dado cuenta de este defecto original mío, y con un alma que está muy por encima de los vulgares instintos de los seres de mi raza, he ido escalando alturas de percepción mental y de erudición que me colocaron para siempre en el pináculo de la grandeza en el mundo de los insectos.

Es el hecho de haber alcanzado tal esclarecimiento mental el que quiero evocar al describir las escenas que presencié, y en las que incluso tomé parte. No he de detenerme para exponer por qué medios fui dotada de poderes humanos de observación y de discernimiento. Séales permitido simplemente darse cuenta, al través de mis elucubraciones, de que los poseo, y procedamos en consecuencia.

De esta suerte se darán ustedes cuenta de que no soy una pulga vulgar. En efecto, cuando se tienen en cuenta las compañías que estoy acostumbrado a frecuentar, la familiaridad con que he conllevado el trato con las más altas personalidades, y la forma en que trabé conocimiento con la mayoría de ellas, el lector no dudará en convenir conmigo que, en verdad, soy el más maravilloso y eminente de los insectos.

Mis primeros recuerdos me retrotraen a una época en que me encontraba en el interior de una iglesia. Había música, y se oían unos cantos lentos y monótonos que me llenaron de sorpresa y admiración. Pero desde entonces he aprendido a calibrar la verdadera importancia de tales influencias, y las actitudes de los devotos las tomo ahora como manifestaciones exteriores de un estado emocional interno, por lo general inexistente.

Estaba entregado a mi tarea profesional en la regordeta y blanca pierna de una jovencita de alrededor de catorce años, el sabor de cuya sangre todavía recuerdo, así como el aroma de su… pero estoy divagando.

Poco después de haber dado comienzo tranquila y amistosamente a mis pequeñas atenciones, la jovencita, así como el resto de la congregación, se levantó y se fue. Como es natural, decidí acompañarla.

Tengo muy aguzados los sentidos de la vista y el oído, y pude ver cómo, en el momento en que cruzaba el pórtico, un joven deslizaba en la enguantada mano de la jovencita una hoja doblada de papel blanco. Yo había percibido ya el nombre Bella, bordado en la suave medía de seda que en un principio me atrajo a mí, y pude ver que también dicho nombre aparecía en el exterior de la carta de amor. Iba con su tía, una señora alta y majestuosa, con la cual no me interesaba entrar en relaciones de intimidad.

Bella era una preciosidad de apenas catorce años, y de figura perfecta. No obstante su juventud, sus dulces senos en capullo empezaban ya a adquirir proporciones como las que placen al sexo opuesto. Su rostro acusaba una candidez encantadora; su aliento era suave como los perfumes de Arabia, y su piel parecía de terciopelo. Bella sabía, desde luego, cuáles eran sus encantos, y erguía su cabeza con tanto orgullo y coquetería como pudiera hacerlo una reina. No resultaba difícil ver que despertaba admiración al observar las miradas de anhelo y lujuria que le dirigían los jóvenes, y a veces también los hombres ya más maduros. En el exterior del templo se produjo un silencio general, y todos los rostros se volvieron a mirar a la linda Bella, manifestaciones que hablaban mejor que las palabras de que era la más admirada por todos los ojos, y la más deseada por los corazones masculinos.

Sin embargo, sin prestar la menor atención a lo que era evidentemente un suceso de todos los días, la damita se encaminó con paso decidido hacia su hogar, en compañía de su tía, y al llegar a su pulcra y elegante morada se dirigió rápidamente a su alcoba. No diré que la seguí, puesto que iba con ella, y pude contemplar cómo la gentil jovencita alzaba una de sus exquisitas piernas para cruzaría sobre la otra con el fin de desatarse las elegantes y pequeñísimas botas de cabritilla.

Brinqué sobre la alfombra y me di a examinarla. Siguió la otra bota, y sin apartar una de otra sus rollizas pantorrillas, Bella se quedó viendo la misiva plegada que yo advertí que el joven había depositado secretamente en sus manos.

Observándolo todo desde cerca, pude ver las curvas de los muslos que se desplegaban hacia arriba hasta las jarreteras, firmemente sujetas, para perderse luego en la oscuridad, donde uno y otro se juntaban en el punto en que se reunían con su hermoso bajo vientre para casi impedir la vista de una fina hendidura color melocotón, que apenas asomaba sus labios por entre las sombras.

De pronto Bella dejó caer la nota, y habiendo quedado abierta, me tomé la libertad de leerla también.

Esta noche, a las ocho, estaré en el antiguo lugar
.

Eran las únicas palabras escritas en el papel, pero al parecer tenían un particular interés para ella, puesto que se mantuvo en la misma postura por algún tiempo en actitud pensativa.

Se había despertado mi curiosidad, y deseosa de saber más acerca de la interesante joven, lo que me proporcionaba la agradable oportunidad de continuar en tan placentera promiscuidad, me apresuré a permanecer tranquilamente oculta en un lugar recóndito y cómodo, aunque algo húmedo, y no salí del mismo, con el fin de observar el desarrollo de los acontecimientos, hasta que se aproximó la hora de la cita.

Bella se vistió con meticulosa atención, y se dispuso a trasladarse al jardín que rodeaba la casa de campo donde moraba, fui con ella.

Al llegar al extremo de una larga y sombreada avenida la muchacha se sentó en una banca rústica, y esperó la llegada de la persona con la que tenía que encontrarse.

No pasaron más de unos cuantos minutos antes de que se presentara el joven que por la mañana se había puesto en comunicación con mi deliciosa amiguita.

Se entabló una conversación que, sí debo juzgar por la abstracción que en ella se hacía de todo cuanto no se relacionara con ellos mismos, tenía un interés especial para ambos.

Anochecía, y estábamos entre dos luces. Soplaba un airecillo caliente y confortable, y la joven pareja se mantenía entrelazada en el banco, olvidados de todo lo que no fuera su felicidad mutua.

—No sabes cuánto te quiero, Bella —murmuró el joven, sellando tiernamente su declaración con un beso depositado sobre los labios que ella ofrecía.

—Sí, lo sé —contestó ella con aire inocente—. ¿No me lo estás diciendo constantemente? Llegaré a cansarme de oír esa canción.

Bella agitaba inquietamente sus lindos pies, y se veía meditabunda.

—¿Cuándo me explicarás y enseñarás todas esas cosas divertidas de que me has hablado? —preguntó ella por fin, dirigiéndole una mirada, para volver luego a clavar la vista en el suelo.

—Ahora —repuso el joven—. Ahora, querida Bella, que estamos a solas y libres de interrupciones. ¿Sabes, Bella? Ya no somos unos chiquillos.

Bella asintió con un movimiento de cabeza.

—Bien; hay cosas que los niños no saben, y que los amantes no sólo deben conocer, sino también practicar.

—¡Válgame Dios! —dijo ella, muy seria.

—Sí —continuó su compañero—. Hay entre los que se aman cosas secretas que los hacen felices, y que son causa de la dicha de amar y ser amado.

—¡Dios mío! —exclamó Bella—. ¡Qué sentimental te has vuelto, Carlos! Todavía recuerdo cuando me decías que el sentimentalismo no era más que una patraña.

—Así lo creía, hasta que me enamoré de ti —replicó el joven.

—¡Tonterías! —repuso Bella—. Pero sigamos adelante, y cuéntame lo que me tienes prometido.

—No te lo puedo decir si al mismo tiempo no te lo enseño —contestó Carlos—. Los conocimientos sólo se aprenden observándolos en la práctica.

—¡Anda, pues! ¡Sigue adelante y enséñame! —exclamó la muchacha, en cuya brillante mirada y ardientes mejillas creí descubrir que tenía perfecto conocimiento de la clase de instrucción que demandaba.

En su impaciencia había un no sé qué cautivador. El joven cedió a este atractivo y, cubriendo con su cuerpo el de la bella damita, acercó sus labios a los de ella y la besó embelesado.

Bella no opuso resistencia; por el contrario colaboró devolviendo las caricias de su amado.

Entretanto la noche avanzaba; los árboles desaparecían tras la oscuridad, y extendían sus altas copas como para proteger a los jóvenes contra la luz que se desvanecía.

De pronto Carlos se deslizó a un lado de ella y efectuó un ligero movimiento. Sin oposición de parte de Bella pasó su mano por debajo de las enaguas de la muchacha. No satisfecho con el goce que le causó tener a su alcance sus medias de seda, intentó seguir más arriba, y sus inquisitivos dedos entraron en contacto con las suaves y temblorosas carnes de los muslos de la muchacha.

El ritmo de la respiración de Bella se apresuró ante este poco delicado ataque a sus encantos. Estaba, empero, muy lejos de resistirse; indudablemente le placía el excitante jugueteo.

—Tócalo —murmuró—. Te lo permito.

Carlos no necesitaba otra invitación. En realidad se disponía a seguir adelante, y captando en el acto el alcance del permiso, introdujo sus dedos más adentro.

La complaciente muchacha abrió sus muslos cuando él lo hizo, y de inmediato su mano alcanzó los delicados labios rosados de su linda rendija.

Durante los diez minutos siguientes la pareja permaneció con los labios pegados, olvidada de todo. Sólo su respiración denotaba la intensidad de las sensaciones que los embargaba en aquella embriaguez de lascivia. Carlos sintió un delicado objeto que adquiría rigidez bajo sus ágiles dedos, y que sobresalía de un modo que le era desconocido.

En aquel momento Bella cerró sus ojos, y dejando caer su cabeza hacia atrás se estremeció ligeramente, al tiempo que su cuerpo devenía ligero y lánguido, y su cabeza buscaba apoyo en el brazo de su amado.

—¡Oh, Carlos! —murmuró—. ¿Qué me estás haciendo? ¡Qué deliciosas sensaciones me proporcionas!

El muchacho no permaneció ocioso, pero habiendo ya explorado todo lo que le permitía la postura forzada en que se encontraba, se levantó, y comprendiendo la necesidad de satisfacer la pasión que con sus actos había despertado, le rogó a su compañera que le permitiera conducir su mano hacia un objeto querido, que le aseguró era capaz de producirle mucho mayor placer que el que le habían proporcionado sus dedos.

Nada renuente, Bella se asió a un nuevo y delicioso objeto y, ya fuere porque experimentaba la curiosidad que simulaba, o porque realmente se sentía transportada por deseos recién nacidos, no pudo negarse a llevar de la sombra a la luz el erecto objeto de su amigo.

Aquellos de mis lectores que se hayan encontrado en una situación similar, podrán comprender rápidamente el calor puesto en empuñar la nueva adquisición, y la mirada de bienvenida con que acogió su primera aparición en público.

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