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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (12 page)

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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—No seas demasiado literal; también si uno anda en busca de perfecciones, tiene que enfrentarse a una tremenda lucha interior. ¿Has visto la disciplina del yoga, del tantra, de la meditación? Antes de dominarlo puedes quedarte hecho polvo. Se trata de la aplicación de una severísima regla mental.

—Sí, para mí que esto de las religiones lo que busca fundamentalmente es joder a la gente —sentenció Garzón, entre el jolgorio general.

—Otra cosa diferente es Dios, ¿no estáis de acuerdo? —dijo hermosamente Hamed—. Creo que todos llevamos a Dios en nuestro interior. Y eso se nota porque hay cosas en la vida que, de repente, nos parecen milagrosas, impropias de estar en este mundo, de inspiración sobrenatural. Yo siempre he considerado fuera de lo normal la belleza y la inocencia de los bebés.

Se produjo un silencio pensativo.

—A mí siempre me ha parecido milagroso el cosmos, el orden matemático de las estrellas —dijo Pepe enseguida.

—Yo soy sensible a la creación artística. A veces oyendo a Mozart he pensado que sí existe Dios —confesé.

—Pues yo... —dijo Garzón con cierto miedo—, sé que seguramente os vais a reír, pero he pensado toda la vida lo maravilloso que resulta ver las legumbres secas: garbanzos, judías, lentejas... tan duras y tan faltas de jugos y de sabor, tan poco apetitosas, en fin. Hasta que después de pasar por la mano amorosa del hombre, por la sabiduría de un buen cocinero, se convierten en un auténtico manjar que nada tiene que ver con lo anterior.

Nadie se rió. De hecho, la de Garzón era la más auténtica de las intuiciones sobre Dios. Ahí estaba contenida toda la materia real: lo pequeño, lo terreno, las escasas posibilidades de transformación del hombre por vía de la experiencia, la aceptación de su pequeñez, de la naturaleza. Un ser humano sin reto, sin ambiciones fuera de su alcance.

—Eso que ha dicho es extremadamente bello, subinspector.

Contra todo pronóstico se emocionó y, para evitar que quedara constancia de ello, nos atacó a todos con falsa furibundez.

—¿Y por qué coño hemos venido a parar a esta cursilada de conversación? Hablábamos de religiones sanguinarias, ¿no? Pues sigamos por ahí.

Pepe le secundó.

—Puede que las religiones sean una mierda, pero es que ahora encima están las sectas, que vienen a joder la marrana aún mucho más.

—El Papa está muy preocupado con eso —dijo Garzón.

Pepe le miró sin entender una palabra y prosiguió:

—De un tiempo a esta parte las sectas proliferan como setas entre los jóvenes, de verdad, incluso aquí lo hemos notado.

—¿Cómo? —pregunté.

—Vienen algunos chavales que están completamente colgados. Incluso tíos normales que conocíamos de antes. Les lavan el cerebro de tal forma que sufren una transformación.

—¿Y a qué sectas pertenecen?

—¡Bah, nunca están dispuestos a suministrar muchos datos! Pero da igual, todos te hablan de su nueva vida, del encuentro con la verdad, de lo equivocados que habían estado... Es la misma pasta cocida al horno con distintas formas.

—Todo eso pasa porque los jóvenes necesitan espiritualidad y esta sociedad no sabe dársela; estamos metidos hasta los ojos en todo lo material —dijo Hamed.

—Esta sociedad es un desastre. Cualquier día pegará una explosión y de nosotros no quedarán ni las uñas —rezongó Garzón.

—¡Carajo, Fermín, últimamente le ha entrado la vena antisocial! Terminará usted fundando una de esas religiones de nuevo cuño. A lo mejor es un profeta y ni siquiera se ha enterado.

Me miró con cara de mala uva.

—Usted siempre me toma a broma, mejor dejémoslo.

Caminamos por las calles después de dejar el Efemérides. Aquel estado peripatético y sin rumbo traslucía muy bien nuestra auténtica situación policial: vagábamos de un dato a otro sin encontrar un punto en el que valiera la pena recalar. Garzón me demostró con su comentario que pensaba lo mismo que yo.

—Me pregunto qué le enviarán con el siguiente pene. ¿Una flor que nos haga visitar todos los quioscos de las Ramblas?, ¿una insignia militar que nos lleve a hacer pesquisas en el ejército? Parece evidente que no podemos ir dando tumbos de aquí para allá; puntos de sutura que remiten a personal médico, una cruz de cera que nos encamina hacia la religión... Estoy harto de ir como puta por rastrojo y con la sensación de que están cachondeándose de mí.

—Supongo que lleva razón, pero ¿y si puntos de sutura y cera votiva estuvieran relacionados? ¿Y si fueran peldaños de una escalera que mi remitente quiere hacernos subir?

—Su remitente puede ser cualquier tarado, no creo que vaya a llevarnos por un camino lógico. Además, ¿cuál sería la hipótesis de relación?, ¿un médico sacristán? No, inspectora; el obispo habló de locos solitarios en su desesperación, y, aunque me joda reconocerlo, seguro que está en lo cierto.

—También habló de sectas, del mismo modo que Pepe lo ha hecho esta noche. ¿Quiere que demos una última mirada por ese sector antes de abandonar el mundo religioso?

—Por mí... Mientras no le envíen una nueva polla que nos mande a ultramar o a la estratosfera...

—¿Y por qué habrían de enviarme ninguna polla más? ¿No le parece un poco macabro pensarlo?

—Pues si no se la mandan se acabó el caso, inspectora. Con lo que tenemos no podemos dar ni un paso de avance más.

El fatalismo pesimista del subinspector contrastaba con su talante habitual, optimista y peleón. Pensé que ello era debido al brote anticlerical que había tenido que sacar y que yo no le conocía en toda plenitud. Quizá lo remitía a su pasado de sumisión. Lo dejé en paz.

Telefoneé a Jorge Rius, capitán de los Mossos d'Esquadra, cuerpo al que los jueces suelen encargar los casos relacionados con sectas, y nos dio una cita en su cuartel. Revolvimos expedientes, ficheros, asuntos en los que habían intervenido, vigilancias cautelares que aún realizaban... Permanecimos cerca de cinco horas trabajando con intensidad. Nos pasó sin ambages todo su material dándonos fotocopias de documentos y relaciones de sospechosos. En realidad, casi todo lo que tenían eran casos cerrados que se consideraban fuera de circulación y denuncias aisladas que estaban estudiándose por si llegaban a conformarse como delitos. Los sospechosos habituales se encuadraban en un perfil común, todos eran hombres que habían tenido algún grado de implicación menor en casos concluidos de los que habían salido sin cargos. Repasamos la lista con detenimiento sin encontrar a nadie que nos llamara especialmente la atención. De hecho, Rius me secundó en todas aquellas labores con total diligencia, pero con no menos total ausencia de fe. Todo lo que le había contado sobre nuestro caso le hizo recelar desde el principio que sus archivos y conocimientos pudieran sernos de alguna utilidad. Aquella historia de penes cortados, puntos de sutura y gotas de cera parecía superarlo ampliamente. Agotó su último cartucho facilitándonos un nombre y una dirección, ambos de una persona ajena a la policía, pero a quien se dirigían como experto en sectas cuando necesitaban alguna información. El capitán pensaba que quizá fuera mejor para nosotros contar con conocimientos generales que nos llevaran a una ubicación inicial. Estuve de acuerdo con él.

Cargados con listas y legajos varios salimos de allí con más tarea por delante. Garzón repasaría la relación de sospechosos de nuevo y haría alguna que otra averiguación sobre ellos. Después realizaría sus visitas habituales para informarse sobre hallazgos de cadáveres y denuncias de desaparecidos. Yo, por mi parte, hablaría con el experto en sectas y vería qué podíamos sacar en claro con la sabiduría que pudiera aportar.

Muy bien, ninguna dificultad en encontrar la dirección. Llegué hasta la plaza de la Virreina, busqué el número y, para mi desconcierto total, me encontré enfrentada al gran iglesión que ocupa el centro. ¿Una tomadura de pelo, un error? En cualquier caso, demasiado para mi comprensión. Una cosa es topar con la Iglesia en alguna oportunidad, y otra andar dándose trompicones con ella como si anduviéramos montados en un coche de feria. Entré en el templo, pregunté y el sacristán me dijo que a quien buscaba era al párroco que vivía en las dependencias adosadas a la parte de atrás. No estaba preparada para que mi experto fuera un eclesiástico, aunque bien pensado, todo quedaba dentro de los movedizos terrenos de la espiritualidad.

Manuel Villalba era lo más parecido al tópico de párroco rural inglés. Atractivo, entrecano, delgado y cuarentón armonizaba en su indumentaria el clásico alzacuello con un gastado cárdigan de lana gris. Me invitó a pasar a su pequeña casa llena de libros y, afianzándome en mi primera impresión, se ofreció para preparar una taza de té.

—La policía me advirtió que pasaría usted por aquí.

—A mí, no.

Levantó las cejas de hermoso arco y se echó a reír.

—¿De qué no la advirtieron?

Intenté paliar mi extrema torpeza y balbuceé:

—Quiero decir que...

—Quiere decir que nadie le había comentado que yo fuera cura, ¿verdad?

No me dejaba muchos intersticios por los que salir.

—No quería decir eso, pero se me escapó.

Sonó su risa de nuevo, una risa civilizada, con un punto musical gregoriano.

—Pues ya lo ve. Soy un cura de barrio, y mucho me temo que voy a tener que matizar lo que hayan podido decirle en comisaría sobre mí. En realidad no soy un experto teórico en sectas. Digamos que tengo conocimientos generales que he adquirido para emplearlos en el ejercicio de mi labor. Llegamos a tomar conciencia de los problemas que están generando las sectas entre la juventud y..., en fin, todos los problemas pueden mitigarse cuando se sabe algo sobre ellos.

—Creo que el Papa está muy preocupado con ese tema.

Me miró con ojos irónicos.

—¡Ah, veo que está informada sobre las preocupaciones del Papa!

—Como usted dice, si se conocen los problemas uno puede sobrellevarlos mejor.

—¿Es el Papa un problema para usted?

Solté una carcajada sincera.

—Me temo que no.

—¡Tanto mejor! No sabe lo pesado que es para mí tener que defender al propio jefe en cualquier eventualidad.

Me gustaba aquel cura, estaba fuera del patrón: buena pinta, modales agradables, intelectual, sentido del humor...; si hubiera sido protestante quizá hubiera podido casarme con él.

Una hipótesis seductora: tranquilas veladas nocturnas frente al fuego, algo de conversación espiritual, un poco de paz como antídoto a los horrores de mi ocupación...

El padre Villalba se sentó frente a mí junto a la mesa camilla y empezó a hablar.

—Algo me han contado sobre el caso que está investigando, inspectora, y le aseguro que específicamente no puedo ayudar. Ignoro si existen en España sectas satánicas o de otro tipo que incluyan sacrificios rituales o cosas por el estilo. Mi erudición se limita a las sectas más conocidas en nuestro país, algunas en activo, otras prohibidas tras procedimiento judicial. Sí puedo decirle que, si se trata de sectas, va a encontrarse usted metida en el mundo de la juventud. Un porcentaje elevadísimo de conversos a cualquiera de estos grupos son jóvenes que no ha superado los treinta años. Otro dato importante es que se moverá usted entre las clases medias altas y con un buen nivel cultural.

—¿Cómo es eso posible?

—Ya ve, es así. Suele tratarse de individuos con algún problema emocional, quizá con carácter retraído o bases psicológicas complejas. Sea como fuere, son tipos humanos que buscan algo más, y los sectarios saben muy bien cómo contactarlos y cómo lavarles el cerebro después: reuniones, visitas, lecturas..., todo un proceso de captación intelectual. El objetivo es casi siempre el mismo en todos los casos: demostrarle al neófito que por un lado está la secta salvadora y por otro la sociedad normal, corrupta y enemiga. Es realmente una evolución rápida la que suelen experimentar, y cuando ésta acaba puede decirse que el sujeto se encuentra fuera por completo de las instituciones habituales: ni familia ni Estado ni leyes. A veces se marchan a vivir en comunidades, si es que éstas están constituidas, y si no, siguen viviendo en su medio con aparente normalidad, pero eso sí, rodeados de un secreto total. Raramente puede averiguarse algo de una secta por las confesiones de un integrante, incluso después de haberla abandonado y de haber sido desprogramado mentalmente por expertos psiquiatras.

—Suena terrible.

—Lo es, en especial porque sucede casi delante de nuestros ojos y nadie parece enterarse. España sigue siendo un país donde penal y fiscalmente se controlan poco las sectas.

—Sé que no puede usted asegurar nada, pero, dígame, ¿juzga posible que alguna secta realizara sobre sus neófitos una venganza tan cruel como la castración por algún motivo..., digamos faltar al secreto o intentar salirse de la organización?

—No lo sé, inspectora, sinceramente. En principio parece algo atroz e imposible, pero le aseguro que los líderes de casi todas las sectas llegan a alcanzar sobre los afiliados un control total, pavoroso, y no suelen ser individuos recomendables. A menudo se trata de megalómanos, de personalidades con rasgos psicopáticos, de gente con pocos escrúpulos a quienes les gusta ejercer un poder desmedido sobre los demás y, encima, enriquecerse. Los modos en los que las sectas recaudan fondos incluyen sistemas tan aberrantes como la prostitución de los propios correligionarios. En ese sentido sería capaz de afirmar que todo es posible, aunque...

—Aunque ¿qué?

—No existe precedente anterior en España. Las sectas que operan aquí no han sido sangrientas hasta el momento. Otra cosa son Estados Unidos, pero aquí...

—Nunca es tarde para empezar.

—Quizá, si bien me atrevo a apuntarle otra opción: ¿han pensado ustedes en que el ejecutor de esas acciones horribles sea un sectario desequilibrado que esté actuando por su cuenta?

—Lo hemos pensado, sí; hemos concebido la idea del loco aislado que por su cuenta se enfrenta al horror. Sin embargo, dígame cómo se explica que sus víctimas no aparezcan ni en forma de cadáveres ni de desaparecidos ni de hombres heridos en hospitales. No puede ser, padre, esos muchachos mutilados deben estar vivos, guardando silencio en su lugar de vida habitual, y ¿cómo consigue ese silencio alguien que los haya agredido contra su voluntad? Es sencillamente imposible.

—Supongo que lleva razón. Se trata sin duda de un misterio diabólico en el que poco puedo ayudarles. Lo que voy a hacer es pasarle un dossier con toda la documentación de sectas en España. Es una especie de lista que elaboré para la policía tiempo atrás y que voy perfeccionando si surgen nuevos datos. Acompáñeme a mi despacho, inspectora.

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