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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (13 page)

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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Me llevó hasta una estancia que se comunicaba con la iglesia; era amplia y acogedora. Buscó entre archivadores escrupulosamente ordenados. Yo, mientras tanto, miraba por todas partes sin disimular mi curiosidad. Me acerqué hasta los anaqueles llenos de libros:
Clasificación de los ángeles, Antropología espiritual...
Me volví impulsivamente hacia él.

—¿Es usted feliz? —pregunté.

Se quedó muy parado, sonrió.

—¿Es ésa la impresión que le da?

—Verá, viendo la quietud de esta casa, el ambiente de estudio, los temas abstractos a los que puede dedicarse con total concentración, sin estar urgido por los tráfagos de la vida..., sí, yo diría que ésa es una manera de felicidad.

Cabeceó una y otra vez, con la cara coloreada por un ligero rubor.

—Bueno, no sé si eso es en el fondo muy halagador. Lo interpreto como decir: «¡Vaya, este tipo tiene suerte, puede gastar el tiempo en sus tonterías sin que nadie se lo recrimine y encima no ha de luchar por sobrevivir!».

Hice un gesto de defensa desesperada.

—Le aseguro que no pretendía... —dije.

—Lo sé, olvídelo, estaba bromeando, pero es que contestarle en serio me cuesta una barbaridad... Ser feliz no es un concepto del espíritu.

—Es un concepto burgués.

—Pero muy lícito, no vaya a pensar. Sólo puedo decirle que quien ve cómo son las cosas a su alrededor nunca puede ser completamente feliz. Y, aunque no se lo parezca, hasta yo veo cosas desde aquí. Además, nosotros no podemos permitirnos la calidez de la felicidad burguesa: una familia, pequeñas posesiones... —Le resultaba embarazoso seguir hablando y decidió bromear—. Oiga, ¿qué clase de policía es usted? Nadie de los que vienen desde comisaría me ha preguntado nunca cosas así.

—Soy una policía a la que no le importaría ingresar en un convento. La disciplina ya la tengo, sólo me faltaría la paz.

—¡Olvídese, inspectora!, se pasaría el tiempo añorando un poco de acción; además, las monjas rezan demasiado y la mayoría de conventos pretenden hacer ahorros con la calefacción. Es poco confortable, créame.

Miré con simpatía a aquel atípico cura dotado de sentido del humor. Él me dio un grueso dossier.

—Aquí tiene esta información; espero que pueda servirle de algo. Si se le presenta alguna duda, llámeme.

Estaba convencida de que, si hubiera sido protestante, al padre Villalba yo también le habría gustado. Eso era suficiente para contentar mi vanidad. Parece evidente que existen ciertos retos masculinos para las mujeres: curas, homosexuales, impotentes o políticos en el poder, cualquier cosa que enardezca la dificultad y mezcle en la seducción una pizca de claudicación ideológica por parte del macho.

En fin, sumida en semejantes meditaciones, me encontré en comisaría con Garzón, que venía deprimido y con el zurrón de las pesquisas lleno de viento.

—Ni sospechosos de los que se pueda sospechar, ni cadáveres, ni desapariciones, ni castrados en los hospitales..., ¡cero total!

—¿Qué tal le sentaría si le pidiera que siguiéramos trabajando hasta la madrugada?

—Como un tiro.

—¿Y si lo invito a cenar en mi casa y hacemos una de nuestras sesiones de estudio después?

—¿Con whisky de malta?

—¡Por supuesto!

—Entonces vamos allá; tengo tanta hambre que me comería hasta una de esas pollas confitadas que le envían.

—¡No sea tan burro, Garzón!

Se reía como un Mefistófeles con varios kilos de más. Propuso tomar una cerveza de camino y paramos el coche frente a un bar de tapas lleno de gente a rebosar. A Garzón le gustaba aquel típico follón hispano de las barras atestadas, los apretones entre vasos, el cantar estentóreo de los camareros con sus: «¿Qué va a ser?; ¡oído!; ¡una de callos!» y demás estrofas poéticas. Yo nunca he sido mujer de masas hacinadas, de modo que, cuando Garzón se fue al lavabo y me dejó a cargo de su voluminosa gabardina, que casi me enterraba bajo su peso, tuve la tentación de salir pitando hacia un lugar más tranquilo. Pero aguanté. Coloqué mi bolso y el periódico doblado ocupando un lugar en la barra a modo de bandera de pionero y salí de aquel berenjenal hacia la máquina de tabaco. Cuando regresé pidiendo más excusas que un penitente, Garzón llegaba también hasta nuestro sitio. Pedimos una cerveza, abrí la cajetilla de los cigarrillos y al coger el bolso para sacar el mechero, me di cuenta de que había un papel blanco en el interior que antes no estaba allí. Era una cuartilla doblada por la mitad, que desplegué con la punta de los dedos. En ella había manuscrita una palabra con letra de molde: «Sí.» Llamé al camarero.

—¿Ha visto a alguien que haya tocado mi bolso?

Me miró sin entender.

—No, señora, ¿es que le falta algo? Quizá no hubiera debido dejarlo ahí, con tanta gente...

Pero yo ya no le escuchaba, había echado a correr como una loca sin siquiera mirar a Garzón. Salí a la calle, miré en todas direcciones inútilmente, volví a entrar y cerré la puerta tras de mí. Levanté la voz:

—Señores, somos policías, les ruego que me disculpen pero vamos a tener que proceder a su identificación. Es una cuestión de rutina, no se preocupen.

Se había producido un silencio asombroso. Busqué a Garzón con la mirada y lo hallé exactamente en el mismo sitio donde lo había dejado, con la boca abierta y la mano extendida hacia el vaso de cerveza, como si fuera una víctima pompeyana.

—Procedamos, subinspector.

Reaccionó al instante y, sin mediar palabra, le enseñamos nuestras credenciales al dueño. El subinspector sacó su libreta de notas y empezamos a revisar carnets de identidad. Apuntamos nombres, direcciones y pedimos disculpas a todas aquellas tranquilas gentes a quienes habíamos estropeado la diversión. En principio no me pareció que hubiera nadie significativo: algunos ejecutivos de mediana edad que salían de trabajar, varias mujeres que solían reunirse a aquella hora y algunos vejetes de los que siempre abundan en los bares de toda la ciudad. Pregunté a todo el mundo si habían visto a alguien acercarse a mi bolso y dejar una nota. En ese momento una de las mujeres levantó la mano y dijo:

—Sí, yo he visto a un joven que se acercaba hacia ahí y dejaba algo en un bolso, pero no sé si era ese papel.

—¿Cómo era ese joven?

—¡Dios santo, no lo sé, llevaba un casco de motorista, por eso me llamó la atención!

—¿Era alto, delgado?

—No me fijé. Sólo vi que entraba, dejaba algo y volvía a salir.

Salimos también nosotros con nuestra información preventiva, que nunca sirvió para nada, dejando tras nuestros pasos una estela de desconcierto y curiosidad. Garzón esperó un tiempo apenas prudente para preguntar:

—¿A qué ha venido esta redada tipo ley seca? Me ha dado un susto de muerte.

Le alargué el papel. Lo leyó.

—¿«Sí»? ¿Qué quiere decir «sí»?

—No tengo ni idea, Fermín.

—¿Vio alejarse alguna moto cuando miró en la calle?

—Que llevara un casco no significa que condujera una moto; pudo largarse a pie. ¡Vaya usted a saber dónde está! Investigue a la testigo por si acaso, y conserve todos los datos de los demás.

—No sé yo si...

—Toda prudencia es poca; quizá lo puso ella misma.

—Está bien, inspectora. Vamos a dar parte y a decirle al comisario que nos ponga dos secretas para que nos sigan a todos lados, así si vuelve a acercarse...

—Ni hablar. De momento vamos a pensar. Sigamos con el plan de la cena en mi casa.

Y así lo hicimos. Llegamos hasta Poble Nou, saludamos a mis dos ángeles tutelares, permanentemente en su labor, y añadí un par de buenos entrecots descongelados al puré de raíces y berzas que Julieta había preparado. Sin embargo, no pude concentrarme lo más mínimo en los preparativos ni el punto de cocción; mi mente estaba absorbida por lo que acababa de suceder. Garzón también se comportaba como un robot cuyo automatismo necesitara alimentación orgánica. Meditaba y devoraba al mismo tiempo, en silencio total. Por fin estalló:

—¿Puede decirme de una vez en qué coño está pensando? El chico que le dejó el papel es el mismo que compró las velas, ¿verdad?

—Sí, y es el mismo que llamó por teléfono diciéndome «No». Nos ha seguido y sabe qué estamos haciendo. Cuando me dijo «No» acabábamos de abrir la investigación por la vía de los mendigos, y él se limitó a avisarme de que íbamos equivocados. Ahora ha dicho «Sí» después de que yo visitara al padre Villalba. Es decir, que indagando sobre sectas estamos en el camino correcto. Es más, Fermín, el doctor Montalbán llevaba razón, los extraños rastros que aparecen en los penes son pistas que ese chico está dejándonos.

—O sea, que el chico que envía los penes y el que nos sigue son el mismo.

—Eso ya es más arriesgado de afirmar, pero probablemente sí.

—¿Y es el que corta los penes?

—Ahí el riesgo de afirmación es mucho mayor, de modo que prefiero contestar que no lo sé.

—¡Joder, inspectora, pues si quiere dejarnos pistas no sé por qué no lo hace con más claridad! A no ser que, como yo le dije desde el principio, sea un chiflado de tipo religioso que está jugando a ser más listo.

—Y realmente lo es, por eso no creo que sea conveniente que nos sigan dos compañeros. Se dará cuenta enseguida y dejará incluso de proporcionarnos estas pistas estrafalarias.

—En ese caso es mejor no decirle nada del papel al comisario Coronas. Ya sabe cómo se las gasta, sería capaz de ponernos detrás a la guardia urbana a caballo.

—Coincidimos al ciento por ciento.

—¿Se da cuenta, inspectora? Tenemos entre manos a un psicópata asesino en serie que nos deja pruebas cifradas, ¡igualito que en las películas americanas! Si me lo llegan a decir cuando estaba destinado en Salamanca, jamás me lo hubiera creído.

—Ni se lo crea aún. Llegamos a lo de siempre, ¿a qué víctimas estamos refiriéndonos?

—¿Miembros de una secta?

—Quizá, pero ¿por qué los castran y quedan callados?

—Una venganza interna. Miembros que quieren marcharse y que son represaliados de esa manera para disuadirlos.

—¿Y no hay ni un solo rebelde que después de tomar la decisión de irse y verse castigado así dé parte a la policía?

—¡Los amenazan con que la próxima vez será la muerte!

—¡No sé, Garzón, me va a estallar la cabeza, centrémonos en los hechos de una vez!

—¿Y cuáles son los hechos?

—De momento, sólo éstos.

Fui a buscar el dossier y eché los numerosos folios sobre la mesa.

—¡Joder!, ¿qué es todo esto?

—¡Sectas, amigo mío, de modo que será mejor que nos pongamos a estudiar! Dividamos el material por la mitad. Los treinta primeros folios para mí y los restantes para usted. Luego los intercambiamos. ¿De acuerdo?

—¿Y la inspiración?

—Ahora traigo el malta, pero será mejor añadir café o acabaremos dormidos.

Añadimos café, unas pastitas de coco, cigarrillos y curiosidad. Toda esa mezcla, unida a lo insólito del material en estudio, consiguió mantenernos despiertos sin problemas. También los comentarios de Garzón ayudaron a la vigilia.

—Mire, inspectora, Alfa-Omega, ésta es una secta en la que seguro que yo no ingresaré. Dicen que la comida es escasa y el trabajo abundante; nada menos tentador.

Ninguna de aquellas sectas parecía tener nada de tentador. Según las notas casi todos los afiliados eran captados de modo insidioso y en el interior de la organización su papel era el de explotados. Se les explotaba de todas las maneras posibles: sexualmente, utilizándolos como mano de obra gratuita, desposeyéndolos de sus bienes económicos. Lo único que justificaba que aquellas personas soportaran semejantes calvarios era el hecho de que tuvieran anulada por completo su voluntad gracias a los lavados de cerebro. Pero aun así, se hacía difícil comprender cómo alguien podía suscribir semejantes principios por más higienizada que hubiera quedado su mente. A menudo se hablaba de dominar el mundo como objetivo principal, de infiltrarse en gobiernos e instituciones internacionales. En cuanto a las doctrinas, cuando llevabas varias leídas, primorosamente explicadas y condensadas por el padre Villalba, comprobabas que se trataba de cócteles que ponían en combinación no muy coherente las teorías orientalistas hindúes con la Kábala, el zen japonés y el mesianismo más elemental. Una copa difícil de tragar. Lo más sorprendente venía al advertir que todas las sectas parecían nadar en la abundancia económica y el modo en que se habían extendido por muchos países.

—Mire, inspectora, secta de la Meditación Trascendental. Éstos son tan cachondos que hasta han creado ministerios. Ministerio para el Desarrollo de las Conciencias. Ministerio de Educación e Iluminación. ¿Se imagina el gobierno que formarían?

—No me parece tan descabellado, la política es imaginativa en este país.

—A mí lo que me jode hablando de este país es que la única secta autóctona que tenemos sea la del Palmar de Troya. De lo más cutre, la verdad. A un tipo que en los ambientes homosexuales de Sevilla le llamaban «la Voltios» va y se le aparece la Virgen en persona. ¡Toma revelación clásica! Y se autoproclama Papa, el muy cabrón. Pero eso no es nada, por lo que pone aquí andan haciendo santos como si fueran churros: san Francisco Franco, san don Pelayo... ¿Qué le parece?

Asentí mecánicamente sin ganas de charlar; lo que estaba leyendo no presagiaba nada positivo para nosotros. En realidad, estábamos entrando en un terreno que era perfecto para cometer delitos. Uniendo la información de la policía autonómica y la que teníamos allí llegábamos a la conclusión de que cualquier secta, cualquiera de ellas, podía estar envuelta en un asunto sucio. Se hablaba de prostitución, de blanqueo de dinero, de evasión de capital proveniente de otros países, de extorsión mediando fotografías comprometidas hechas junto a hermosos señuelos, de captación de hijos de gente estratégica en la empresa o la política. Una mina, en fin. Algunos de los líderes habían sufrido procesos, a otros no había sido posible probarles nada legalmente. Ciertas sectas se consideraban desmanteladas en España, pero seguía habiendo serias dudas de que hubieran podido renacer o mantenerse enquistadas esperando mejor oportunidad. Los jueces no siempre veían indicios claros de criminalidad y, por tanto, se hacía difícil una actuación policial continua y efectiva. Es decir, que el campo era tan propicio como pantanoso.

En cuanto al grado de presión que se ejercía sobre los afiliados para que no abandonaran la secta, era, casi siempre, brutal. El silencio, la promesa de no divulgación de actividades internas, el compromiso del secreto absoluto figuraban entre los imperativos para cualquier neófito.

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