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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (6 page)

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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—¡Dios! —murmuró.

Yo no encontraba exclamaciones. No era un esófago ni una nariz ni un bazo, era, achicado y mustio, un pene muy parecido al anterior.

—¡Dios! —repitió mi compañero.

Pasó un minuto completo sin que pudiéramos despegar la mirada cautiva de su foco de atención. Por fin el subinspector se demarró chirriando como un coche a toda velocidad.

—¡Se lo dije, inspectora, se lo dije, las cosas no podían quedar así!

—No alcanzo a imaginar qué está pasando.

—Esto es obra de un asesino en serie, de un psicópata, de una bestia maldita, de un degradado cabrón. Estaba seguro de que el caso no había hecho más que empezar, Petra, y nosotros aquí haciendo el chupatintas y ocupándonos en chorradas. ¡Se acabó, hay que actuar deprisa! Yo me encargo de los prolegómenos del juez y el comisario, usted vaya enseguida a informarse de si se ha hallado algún muerto o denunciado alguna desaparición.

Salió escapado de mi despacho llevando el paquete siniestro en la mano. Seguía mandando él, pues yo estaba zombi del todo. ¡Qué podía importar! Debo reconocer que me asusté, que mi implicación personal me envaraba y llenaba de dudas, porque no sólo se trataba de que aparecieran incomprensibles penes cortados, sino que estaban enviándomelos a mí. ¿Por qué?

A las siete de aquel mismo día y, cumplidas las diligencias iniciales, Garzón y yo nos encontramos en el Anatómico Forense. Él había convencido al doctor Montalbán de que se saltara los turnos y prioridades e hiciera la autopsia del pene sin más dilación. Había montado un buen escándalo interno, el subinspector. Incluso Coronas, persuadido por su insistencia y aceleración, consintió en relevarnos de cualquier otro caso que no fuera aquél. Por su parte, el juez seguía recalcando: confidencialidad y discreción, no podíamos permitirnos ni un solo titular, que sería de órdago, ni un «breve» en sucesos, no digamos nada de la televisión. Veríamos hasta qué punto éramos capaces de controlar un amenazante aluvión de morbosidad.

Montalbán estaba más serio que la primera vez. Se daba cuenta de la trascendencia que aquello podía tomar. Era consciente también de que, moviéndonos entre sombras tan densas, su informe tomaba una especial relevancia. En efecto, mis primeras investigaciones sobre muertos o desaparecidos arrojaron un resultado negativo. Habían denunciado la ausencia de un par de mujeres, inmediatamente descartadas, y la de un viejo perturbado que confiaban en que no tardara en aparecer. Muertos, una adolescente por sobredosis y nadie más. Por eso el forense se concentró como si, en vez de rajar un pene extinto, se aprestara a realizar un trasplante de válvula mitral. Yo, más tranquila, asistía al acto médico sin muchas esperanzas de ninguna aclaración.

—Volvemos a las andadas —dijo tras la primera inspección ocular—. Éste es el pene de un hombre joven conservado en formol. Envasado al vacío exactamente por el mismo procedimiento que el anterior. —Hurgó sobre la incisión de uno de los extremos y dictaminó—: También escindido por métodos quirúrgicos, con bisturí.

—¿No ve ninguna diferencia?

—En fin, las morfológicas propias de otro individuo. Verán, les mostraré, voy a buscar el pene conservado, que aún está aquí. —Se acercó a unas estanterías del quirófano donde tenía preparaciones de formol en tarros más o menos parecidos. Trajo el pene hasta la mesa—. ¿Ven? El anterior es un poco más largo, éste tiene un diámetro mayor..., pero, en fin, si miran la línea de sección ustedes mismos podrán comprobar que está hecha exactamente igual. No hay diferencias sustanciales. Ahora vamos a ver si... —De pronto algo llamó su atención y se inclinó sobre el pequeño cuerpo—. ¿Y esto? ¿Qué es esto?

El subinspector entró al trapo como un muchacho nervioso.

—¿Qué pasa, doctor Montalbán?

Pero el médico ni le oía, ante lo cual él reincidió:

—¿Ha encontrado algo interesante?

Tuve que hacerle una seña de calma para que dejara de incordiar.

—Creo que..., bueno, sin ninguna duda esto es un punto de sutura. Miren.

Elevó con las pinzas el extremo inferior del miembro. Vi una minúscula puntada de hilo traslúcido que empezaba y acababa en sí misma.

—Sí, es un punto hecho con catgut.

—¿Qué es catgut? —preguntó Garzón.

—Un hilo quirúrgico distinto del de seda, más moderno. Los puntos se reabsorben, no es necesario quitarlos. Se emplea en todo tipo de operaciones.

Comprendí que mi compañero iba a hacer otra pregunta y le pedí silencio con el dedo sobre los labios. Hacía mucho tiempo que no lo veía tan excitado y tan pelmazo. Pero aún no era momento para interrogatorios, el forense seguía concentrado por completo en su labor, con el entrecejo fruncido y la expresión nada satisfecha.

—Lo que no entiendo es que..., bueno, lo que no entiendo es el punto en sí mismo; quiero decir que un punto aislado y en el lugar que está no sirve para nada, es innecesario. No puedo adivinar el motivo por el que está ahí; no sutura, no abarca o cose ninguna rozadura, ninguna incisión, ningún pequeño desgarro... Digamos que no tiene razón médica. —Levantó la vista y sus ojos se adaptaron a la distancia normal. Parecía tan intrigado como nosotros—. ¿Qué piensa de esto, inspectora?

—No lo sé, doctor, no lo sé. Dígame, ¿sucede con el catgut como con el formol o los bisturíes, puede comprarse con facilidad?

—En fin..., descarte las farmacias, por supuesto, pero como material quirúrgico... Aunque la verdad, yo creo que sería un poco más complicado..., a no ser que... ¡No sé, inspectora, esto es un lío! Pensar que alguien acopia un variado instrumental médico, que realiza una incisión perfecta, que da un punto de sutura y corta las puntas del hilo tal y como se hace en la práctica ortodoxa, yo creo que quizá...

—Quizá el cúmulo de casualidades concertadas nos lleva a pensar que no se trata de casualidades y es un médico quien está haciendo esto, ¿cierto?

—Un médico es demasiado decir, ya se lo indiqué la otra vez. Yo abriría el campo y apuntaría hacia cualquiera relacionado con la profesión: una enfermera, un estudiante, un ayudante de quirófano... o un médico, sí.

El corporativismo acérrimo de los galenos hacía que Montalbán tomara toda serie de precauciones, aunque llevaba razón, no debíamos centrarnos en una conjetura viciada desde el principio. Intervino Garzón.

—Dígame, si no hay razón médica para que ese punto esté donde está, ¿por qué cree que alguien lo dio?

—No se me ocurre, Garzón, quizá fue una prueba previa de la herida que se suturó después, quizá...

—¿Un descuido?

—No, ni hablar. Los médicos podemos ser descuidados y sin duda ustedes han oído contar sobre vendas o tijeras que quedan accidentalmente en el interior de un enfermo en el transcurso de una operación, pero eso no es lo habitual. Además, aquí esa hipótesis resulta absurda, ese punto se dio en esta localización porque era ése el lugar escogido, no me pregunten la razón. A mí me parece un emplazamiento aleatorio. En cuanto a la factura..., es perfecta, sin más.

Los tres nos miramos con gesto consternado. ¿Acababa allí nuestro avance en el caso después de la autopsia? Era pronto para afirmar si la acotación al mundo médico constituía algo sustancial, pero habíamos dado un paso.

—¿Por dónde tiraría usted, doctor? ¿Hay algún modo de saber si estas castraciones están produciéndose en un hospital?

—Ni idea. Sólo puedo decirles que hay muchos hospitales en Barcelona, gran cantidad de especialistas, un montón de cirujanos, una legión de enfermeras... Si ya han alertado a los servicios de andrología y de urgencias supongo que quedan pocos caminos por los que puedan continuar.

—Daremos una ojeada por ahí, hablaremos con los cirujanos jefe, con los encargados de quirófano, con los enterradores de restos amputados... Algo saldrá.

Montalbán me miró con simpatía.

—No les envidio la suerte, amigos míos; es como meterse por la noche en el bosque con una cerilla por toda luz.

Pero mentía. Tuve la impresión de que estaba tan intrigado con aquella historia que nos hubiera acompañado de buena gana en vez de quedarse entre sus tarros de mermelada cadavérica. De hecho, cuando salíamos nos rogó que le comunicáramos cualquier sospecha o novedad.

Garzón iba ensimismado como un místico. No me miraba ni se fijaba en nada. De pronto pasó su pensamiento a palabras.

—Entendería que un psicópata tenga un cuerpo conservado en formol y vaya enviándole partes, pero que aparezca otro pene no tiene lógica alguna.

—La mente nos juega malas pasadas. Usted tenía esa idea en la cabeza y el nuevo envío se la ha desbaratado. Pero eso sólo significa que su idea era equivocada.

—No, inspectora; eso eleva el grado de complicación y, por lo tanto, es menos posible como hipótesis. ¿Se da cuenta de hasta qué punto es difícil matar a dos hombres sin que aparezcan los cuerpos ni se denuncie su desaparición? Y si esos hombres mutilados siguen vivos, ¿puede explicarme por qué no levantan la voz?

—Debe de haber algo infamante en sus castraciones, quizá un castigo, una amenaza, un ajuste de cuentas. Si hablan, los matan; lo cual explicaría su silencio.

—Castración quirúrgica como venganza no me parece normal. Lo de castigo... ya está más dentro de la línea. Suena a algo de tipo mafioso.

—¿Actúa la mafia en España?

—La mafia italiana, no; pero algún cártel de droga...

—En ese caso, ¿por qué me enviarían a mí los trofeos?

—Quizá en un intento de perfilar el castigo, hacerlo más humillante. También es posible que sea una manera de que los castradores cierren la boca del todo.

—¿Y de dónde sacan un médico para que les haga las chapuzas?

—Ya ha oído al doctor, no tiene que ser un médico precisamente; además, si es verdad lo que estamos diciendo, entraríamos en otra dimensión. Esa gente cuenta con medios, dinero, conexiones internacionales; encontrar a una enfermera no sería un problema.

—Demasiada sofisticación.

—No lo crea; es el modo de que no se desangren, de que no podamos encontrarlos medio muertos por ahí. Los secuestran, o los engañan si es que son de su propia organización, y, una vez narcotizados, los someten a la operación. Cuando se despiertan y los riesgos de salud están controlados, vuelven a soltarlos.

Impulsé todas mis neuronas al estado de alerta. Sí, ¿por qué no?, era una posibilidad más que aceptable.

—Suena bien, subinspector, es plausible. Póngase en contacto con la Brigada de Narcóticos y que le cuenten cómo tienen el panorama en ese sector: movimientos en los últimos meses, grupos que actúen en Barcelona, rivalidades manifiestas, algún soplo que hayan recibido... No se olvide de pedirles la discreción que exige el juez.

—Tendré que contarles lo imprescindible.

—Cuénteselo, pero que no se vayan de la lengua.

—Muy bien, inspectora, no hay problema. Esto empieza a ponerse interesante. ¿Se imagina que, por una vez, tengamos en las manos un caso grande? Lo malo sería que los de Narcóticos quisieran meter la cuchara.

Los pruritos profesionales masculinos siempre me han llenado de curiosidad. Los hombres conceden gran importancia a la altura en que se desarrollan las cosas, toleran mal bajar un solo escalón siquiera. También era cierto que el subinspector necesitaba algún acicate personal. Desde que se había producido el traumático fallecimiento de su novia Valentina no levantaba cabeza. Se le veía tranquilo y relajado, sí, pero sin ninguna ilusión. Yo procuraba preguntarle por sus cosas y animarlo, pero inútilmente; su vida privada se hallaba bajo mínimos. Llevaba una ordenada rutina, iba a veces al cine, tenía un amigo o dos... Reanudó el contacto con Pepe, mi segundo ex marido, y pasaba muchas horas muertas acodado en la barra de su bar. Pepe había vuelto a casarse, pero su mujer era una odiosa periodista triunfadora a la que no le quedaba mucho tiempo para dedicárselo a él. Contó al menos con la clarividencia suficiente para darse cuenta de que no debía abandonar su trabajo ni alejarse del ambiente del Efemérides, su curioso local. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos, y eso que Garzón siempre intentaba convencerme de que le acompañara a tomar una copa, cosa que nunca hice. Sin saber muy bien la razón procuraba sustraerme del pasado. Mezclada entre los recuerdos estaba mi propia imagen anterior, y no me gustaba enfrentarme a ella ni siquiera con la pérdida de pasión que aporta el tiempo. Ahora era una mujer serena y comedida, dotada de un escepticismo feroz que me servía de protección y faro existencial. En cualquier caso, me alegraba de que Garzón se sintiera estimulado con todo aquel meneo de los penes. ¿Era eso lo que necesitaba para devolverse la autoestima, un buen asunto de servicio, desenmascarar una banda de narcotraficantes, cazar a un sangriento asesino? Entonces tampoco era demasiado; había quien precisaba un amor apasionado, tener un cuerpo perfecto o especular con millones en la bolsa de Wall Street.

Pasé la tarde entrevistándome con tres directores de hospital a los que ya habíamos visto un mes atrás. Me enseñaron todo cuanto quise ver y acabaron convenciéndome con su insistencia de que era virtualmente imposible que nadie de su personal sanitario hubiera utilizado un quirófano de modo subrepticio. Visité también el incinerador de residuos orgánicos de cada uno de los centros y comprobé hasta qué punto las rutinas metódicas se realizaban con orden, prontitud y documentación. Solicité que me presentaran a los jefes de servicio de andrología y riñón, las especialidades más cercanas a las partes anatómicas que teníamos en nuestro poder. Ninguno de ellos manifestó tener la más mínima duda sobre el equilibrio y normalidad de la gente bajo su jurisdicción. Aunque aquella visita pareciera de entrada infructuosa, no iba a quedarme más remedio que repetirla en toda la lista de hospitales. Pero no todos el mismo día, pensé, y dándome un respiro autocomplaciente decidí volver a casa antes de lo normal. Soñaba con un poco de lectura, un dedo de brandy, un sencillo bocado y el hundimiento total de mi cuerpo y mi espíritu entre los muelles del sillón.

Enfilé la última curva antes de llegar a mi calle, contenta por la indulgencia que había demostrado hacia mí misma, cosa que no siempre suelo hacer. Pero mis alegrías y sueños inmediatos se esfumaron en cuanto avisté un coche conocido justo delante de la puerta. ¿Eran? ¿No eran? Se me aceleró el corazón, pero no fue muy lejos, porque de repente casi se paró al ver a mi doméstica Julieta acompañada de Marqués y Palafolls. Charlaban, charlaban y reían, se camelaban, en la mejor tradición decimonónica de guardias y modistillas. Ella sujetaba la puerta bien abierta y situaba su cuerpo en el quicio. Ellos, desde fuera, se apoyaban alternativamente en uno u otro pie comiéndosela con los ojos. Ni se enteraron de mi llegada y sólo los sacó de su embeleso el portazo que arreé al salir del coche.

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