Mi hermana vive sobre la repisa de la chimenea (8 page)

BOOK: Mi hermana vive sobre la repisa de la chimenea
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La señora gorda del comedor vino con su silbato a nuestra clase cuando estaba a punto de terminar. Dijo
«Podéis salir al patio»
y todos gritaron de alegría menos yo.

Empezaron en cuanto puse el pie fuera. Vinieron corriendo desde el otro lado del patio para apretujarse alrededor de mí en un círculo, y de pronto comprendí por qué dice la abuela que los círculos pueden llegar a ser viciosos. Cada vez que intentaba salirme, un par de manos volvía a arrastrarme dentro. Se pusieron a dar golpes con los pies en el suelo. A dar palmas con las manos. A corear la cantinela más alto que nunca. Busqué con la mirada a la señora del comedor. Estaba en la otra punta del patio, gritando a unos niños por meterse en la hierba mojada. Busqué con la mirada a Sunya y vi un velo blanco que ondeaba escaleras arriba. Se metió por una puerta de al lado de nuestra clase. Desapareció.

Me tapé los oídos con los dedos. Cerré con todas mis fuerzas los ojos. Me pareció que la camiseta me estaba enorme y que las mangas me quedaban flojas por los brazos. Yo no era valiente. Y no era Spiderman. Me alegré de que mamá no pudiera verme.

Ryan fue el primero que perdió el interés. Me dio una patada en la espinilla y dijo
«Hasta luego, pringao»
. Se echó a andar y todo el mundo le siguió y diez segundos después no quedaba más que Daniel.
«Todo el mundo te odia»
dijo, y yo miré al suelo. Me dio un pisotón y me escupió en la cara, mientras decía entre dientes
«Vete de nuestra escuela y vuélvete a Londres»
. Ojalá pudiera. Ojalá pudiera marcharme en aquel preciso instante y confiar en que mamá iba a estar encantada de verme.
«Vuélvete a Londres»
dijo otra vez, como si eso fuera tan fácil. Como si allí me estuvieran esperando con los brazos abiertos.

Una niña con coletas le dio unos golpecitos en el hombro a Daniel.
«Dice la señora Farmer que vayas a la clase»
dijo, chupando un chupa-chups rosa.
«Por qué»
preguntó él.
«No lo ha dicho»
fue la respuesta. El se encogió de hombros y se fue para allá. Me quité el escupitajo de la cara. Aquello había terminado. Me senté en un banco intentando dejar de temblar. Daniel le preguntó a la señora gorda del comedor si podía entrar. Ella asintió. Me quedé mirando cómo subía las escaleras y desaparecía por la puerta.

Después de comer la señora Farmer nos hizo sentarnos sobre la moqueta. Me dolía el cuerpo pero intenté que no se me notara en la cara. Sunya fue la última en sentarse y traía los ojos aún más brillantes de lo normal. Aunque yo estaba justo detrás del todo, saltó por encima de las piernas de todo el mundo y se dejó caer a mi lado. Me echó una sonrisa enorme sin que yo supiera por qué. Se le habían salido cuatro pelos del velo y se los enroscó en los dedos rojos, llenos de tinta.

En la pantalla interactiva aparecieron unos rompecabezas de números. Observé a Daniel. No parecía disgustado así que seguro que la señora Farmer no le había mandado llamar por nada malo. Maisie respondió a una pregunta difícil, y la señora Farmer se acercó al mural de detrás de su mesa. Sunya paró de mover los dedos. Daba la impresión de que estaba conteniendo la respiración.
«Un trabajo excelente, Maisie»
dijo la señora Farmer, alargando la mano para coger su ángel.
«Ya estás un paso más cerca del…»
. La señora Farmer dio un respingo. Todo el mundo pegó un salto. Ella se quedó parada con la mano en el aire. Con la boca abierta un palmo. Sin despegar los ojos de algo que había en la pared.

Allí, pegadas en la esquina de abajo a la izquierda, había ocho letras rojas: INFIERNO. Y en el Infierno había un dibujo del demonio, cuidadosamente etiquetado con letra bien clara: SEÑORA FARMER.

«Quién ha hecho esto»
dijo ella con una voz que era poco más que un susurro. No podía apartar los ojos del demonio. Yo tampoco podía. Era alucinante. Tenía cuernos puntiagudos y unos ojos malvados y una cola larga. Era todo entero de un rojo fuerte menos un círculo marrón en la barbilla que se parecía sospechosamente a una verruga.

Nadie habló cuando la señora Farmer salió a toda prisa de la clase. En menos de dos minutos volvió a aparecer con la señora gorda del comedor y el Director todo elegante con su traje negro y sus zapatos relucientes y su corbata de seda.
«Tiene que haber sido a la hora de comer»
dijo la señora Farmer, sonándose con fuerza la nariz.
«Ha entrado alguien en la clase mientras estaban en el patio»
le preguntó el Director a la señora del comedor, echándome a mí una mirada rápida. La señora del comedor jugueteó con su collar y fue mirándonos las caras a todos. A Sunya le tembló ligeramente el brazo. La señora del comedor asintió.
«Aquél, señor Director»
. Señaló directamente a Daniel.

«Acompáñame, jovencito»
dijo el Director, pero Daniel no se movió.
«La señora Farmer dijo que quería verme»
protestó Daniel, poniéndose pálido.
«Por eso entré»
. El Director le preguntó a la señora Farmer si era verdad. Ella negó con la cabeza.
«Preguntádselo a él»
explotó Daniel, señalando con la mano hacia mí.
«Jamie estaba delante cuando vinieron a llamarme»
. No fue más que un gesto mínimo, un movimiento de la ceja de Sunya, pero lo entendí al instante. Ahora Daniel suplicaba. Estaba asustado.
«Díselo, Jamie. Diles lo que me dijo la niña de las coletas»
. Por primera vez aquel día, le miré fijamente a los ojos.
«Perdona, Daniel, pero no sé de qué me estás hablando»
.

La señora Farmer estaba demasiado disgustada para darnos clase así que la señora gorda del comedor nos leyó en su lugar unos cuentos. Cuando llegó la hora de irse a casa, todo el mundo salió corriendo de la clase, todos menos Sunya. Yo quería decirle algo pero no sabía por dónde empezar. Así que me limité abrir mi estuche y asegurarme de que todos mis bolígrafos estaban con la punta para el mismo lado. Cuando ya no me quedaba nada que hacer, levanté los ojos para encontrarme con que Sunya me estaba mirando mientras chupaba un chupa-chups rosa. Era idéntico al que tenía la niña de las coletas cuando fue a decirle a Daniel que entrara.
«Un soborno»
dijo ella encogiéndose de hombros, como si aquella idea suya fuera una nadería en lugar del plan más increíble del mundo entero y probablemente del universo, que según la señora Farmer se extiende y se extiende y nunca se termina.

Asentí y la cabeza me dio vueltas y sentí miedo y vértigo al mismo tiempo, como cuando estás a punto de subirte en una montaña rusa. Sunya se metió la mano en el bolsillo y sacó dos anillos de Blue-Tack. Uno de ellos tenía una piedra marrón pegada. El otro tenía una piedra blanca. Sin decir nada, se acercó a mí, con los ojos brillantes como reflectores apuntando hacia mi cara. Entonces se puso el anillo marrón en el dedo corazón y me tendió a mí el blanco, con la cara toda seria. Me quedé parado durante cosa de una milésima de segundo, y luego me lo coloqué en el dedo.

Capítulo 8

Las hojas de los charcos parecían peces muertos. Todo el verde se había vuelto marrón y morado, como si los montes tuvieran cardenales. A mí me gusta el mundo así. El verano me resulta un poco demasiado brillante. Un poco demasiado alegre. Las flores bailando y los pájaros cantando como si la naturaleza estuviera haciendo una fiesta. El otoño es mejor. Todo está un poquito más mustio y no se siente uno como si lo estuvieran dejando aparte de la diversión.

Estamos a finales de octubre, que viene a ser la época que más me gusta del año. De todas las fiestas como Navidad y Semana Santa, la que más me gusta es Halloween. Me encanta disfrazarme y me encanta que me den chucherías y se me da muy bien hacer jugarretas. Cuando era pequeño mamá no me dejaba comprar artículos de broma así que tenía que inventármelos yo mismo. Me decía
«Todo el mundo te va a dar golosinas, nadie va a elegir jugarreta»
, que es la mentira más grande que ha dicho nunca aparte de la de papá.

En el tercer aniversario de la muerte de Rose, papá se emborrachó y se puso a meterse con mamá. La misma historia de siempre, que si lo de la plaza de Trafalgar y las palomas y que si ella hubiera sido más estricta aquello jamás habría ocurrido. Mamá estaba en la cocina pintando pero entre las lágrimas no veía los colores. Pintó por error un corazón negro como el carbón. Se lo dije y cogí un pincel y le pinté el borde del rojo más fuerte.
«Os vais a separar papá y tú»
le pregunté cuando hube terminado. Mamá sorbió con la nariz.
«Ya estamos separados»
murmuró. Eché el pincel al fregadero.
«Eso significa que no»
pregunté, sólo para estar seguro, y mamá hizo una pausa y asintió. Así que ésa fue la mentira más gorda, pero la de Halloween tampoco fue manca porque por su culpa me pillaron desprevenido y fue un bochorno.

Cuando el vecino apabullante del bulldog dijo
«Jugarreta»
, yo no supe qué hacer. Dijo
«Es que eres sordo o qué»
y yo negué con la cabeza y él dijo
«Pues hazme una jugarreta»
. Así que le dije que cerrara los ojos y le di un pellizco en el brazo. Dijo la palabrota que empieza por jota y el perro se puso a ladrar al verme salir corriendo. Ese año ya no me atreví a ir a más casas por si me volvía a ocurrir lo mismo. Pero al año siguiente como no me apetecía perderme todas aquellas chucherías me preparé yo mismo algunas jugarretas.

Este Halloween va a ser el mejor de todos. Sunya tiene más imaginación que la persona con más imaginación en la que soy capaz de pensar, que ahora mismo es Willy Wonka. Yo todavía no me he recuperado de su jugarreta del demonio en el mural. Nadie llegó a descubrir que había sido ella y Daniel estuvo tres días expulsado. Su ángel lo quitaron de la pared y lo pusieron en la caja del papel para reciclar.

«No sabía que los musulmanes celebraban Halloween»
le dije a Sunya.
«Yo pensaba que eso era cosa de los cristianos»
. Y se echó a reír, y a Sunya lo que le pasa es que una vez que empieza ya no puede parar, y su risa es contagiosa. Así que allí estábamos los dos, sentados en nuestro banco del patio, partiéndonos de risa, y yo sin saber de qué nos estábamos riendo. Me dijo
«Halloween es una tradición de este país que no tiene nada que ver con ser cristiano»
. Estuve a punto de decir
«Y entonces por qué lo celebras»
porque siempre me olvido de que ella ha nacido en Inglaterra.

«Volvemos a vernos las caras, Spiderman»
me dijo. Y yo le respondí
«A cuánta gente has salvado hoy, Chica M»
. Hizo como si contara con los dedos.
«A novecientos treinta y siete»
dijo encogiéndose de hombros.
«Hoy ha sido un día tranquilo»
. Se nos escaparon unas risitas.
«Y tú a cuántos, Spiderman»
. Yo me rasqué la cabeza.
«A ochocientos treinta»
dije.
«Pero es que he empezado tarde y he acabado antes de mi hora»
. Estallamos en risas. Nos hacemos esa misma broma todos los días y nunca llega a aburrirnos.

Se me hizo raro ver a Sunya fuera del colegio durante el fin de semana. Estaba sentada al pie de un castaño con una sábana blanca a un lado y una bolsa de plástico en las manos. Antes de sentarme junto a ella, paseé la mirada por los árboles. Estaban de color naranja y resecos, como viejos que hubieran tomado demasiado el sol. Papá había salido a comprar alcohol a algún lugar muy lejos del bosque, pero aun así me puse nervioso.

Me faltó poco para no aparecer. Una cosa es ser amigo de una musulmana en el colegio y otra verse con ella los fines de semana. Sunya me había dicho que fuera con ella a hacer «golosina o jugarreta» y yo le había dicho que sí sin preocuparme de papá. No había sido capaz de pensar en nada más que en la cantidad de chucherías que íbamos a conseguir, y en las jugarretas que íbamos a hacer, y en lo muchísimo mejor que todos los Halloweens anteriores que pasé en Londres que iba a ser porque esta vez no estaría yo solo. Pero esa mañana, al robar unas vendas para disfrazarme de momia, me sentí culpable. Estábamos comiéndonos los cereales delante de la tele y una señora con la piel del mismo color que Sunya daba las noticias. Papá dijo
«Una maldita pakistaní en la BBC»
como si fuera algo malo.
«A lo mejor no es de Pakistán»
le repliqué, sin poder contenerme. Las cejas de Jas desaparecieron bajo su flequillo rosa. Papá cambió de canal. Salieron dibujos animados.
«Qué has dicho»
. Tenía la voz calmada pero los nudillos se le pusieron blancos de lo fuerte que tenía agarrado el mando. Tosí.
«Qué acabas de decir, James»
. Jas se puso el dedo delante de los labios, diciéndome que me callara. Aunque no llevaba su maquillaje blanco se le había puesto la cara pálida.
«Nada»
dije. Papá asintió. Dijo
«Eso me había parecido»
y le hizo a la urna un gesto de saludo.

Fue un alivio que Sunya se pusiera la sábana por encima de la cabeza. Había recortado agujeros para los ojos y una forma de salchicha larga para la boca y por los agujeros no se le veía nada la piel. Le dije
«Muy chulo el disfraz»
y ella me respondió
«El tuyo también»
. El mío era un poco raro porque se me habían acabado las vendas y había tenido que usar papel higiénico rosa en su lugar. Dije
«Sólo espero que no llueva»
y ella dijo con una risita
«Te irías por el desagüe»
.

Tres horas más tarde habíamos llamado a todas las casas que habíamos encontrado y teníamos dos bolsas llenas a reventar de chucherías. Nos sentamos al pie del castaño a comernos nuestras cosas. Todo estaba oscuro menos el cielo, en el que brillaban un millón de estrellas. Parecían velas minúsculas y por una décima de segundo me pregunté si no las habrían encendido todas para Sunya y para mí y para nuestro picnic especial de Halloween. Me dolía todo el cuerpo de lo mucho que me había reído y probablemente había sido el mejor día de mi vida. Me habría gustado decírselo a Sunya pero me dio miedo que me tomara por un ñoño así que me limité a decir
«El hombre aquel»
y volvimos a partirnos de risa. Era el último que había dicho
«Jugarreta»
y yo saqué la pistola de agua que llevaba a la espalda. El tipo se agachó pero por supuesto no le disparé nada. Eso era lo que Sunya llamaba el gancho, que significa que yo estaba distrayendo al tipo mientras ella le hacía la verdadera jugarreta. Le lanzó una bomba fétida dentro de la casa. El tipo no se enteró porque estaba con los ojos cerrados esperando el chorro de agua. Entonces Sunya gritó
«Picaste»
y el hombre nos cerró la puerta en las narices pero no nos fuimos. Nos acercamos de puntillas a la ventana del salón y contemplamos cómo se sentaba en el sofá. Al cabo de un minuto, arrugó la nariz. Diez segundos más tarde, se miró las suelas de los zapatos como preguntándose si habría pisado alguna caca de perro. Sunya me tapó la boca con la mano porque se me escapaban las carcajadas y aunque sus dedos estaban helados, al tocarlos me dio la impresión de que me ardía la boca.

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