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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Relato, Romántico

Mil días en Venecia (20 page)

BOOK: Mil días en Venecia
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No digo nada, porque pienso que él ya habla por los dos. Cuando calla por fin, le digo que me adelantaré e iré a la dacha y lo esperaré.

—Tendré preparado el té y el baño —le vuelvo a ofrecer.

—Ya te he dicho que no quiero un té ni un baño —dice, en voz demasiado alta.

Cuando se marcha, me quedo aferrada al vestido de novia y las rosas. Me cambio y bajo corriendo a la playa, tratando de comprender qué sería lo que no podía decirme. Al cabo de un rato, viene trotando y nos sentamos en la arena, con las piernas cruzadas, el uno frente al otro.

—¿Viejos fantasmas? —le pregunto.

—Muy viejos —dice— y ninguno de ellos estaba invitado a mi boda.

—¿Se han ido al lugar que les corresponde? —pregunto.


Si, si, sono tutti andati via
. Sí, sí, se han marchado todos —me dice, como si fuera verdad—.
Perdonami
. Perdóname.

—¿No fuiste tú quien me dijo que no hay desesperación más poderosa en este mundo que la ternura? —pregunto.

—Sí y sé que así es —dice y me ayuda a levantarme—. Te echo una carrera hasta el Excelsior, así bebemos nuestra última copa de vino como pecadores. Espera un instante. Acabo de ir a confesarme. ¿Eso significa que no podemos dormir juntos esta noche? —pregunta.

—Llamemos a Don Silvano y que decida él —le digo por encima del hombro, porque he comenzado a correr antes que él.

De todos modos, él llega primero al hotel y abre los brazos para cogerme y me besa y me besa tanto que casi no consigo recuperar el aliento.

—¿Te acuerdas del primer momento en que supiste que me amabas? —pregunta.

—No recuerdo exactamente el primer momento, pero creo que debió de ser cuando entraste en el salón, después del baño, la noche que llegaste a Saint Louis. Creo que fueron los calcetines hasta las rodillas y el cabello peinado hacia atrás —le digo.

—Yo sé cuándo me ocurrió a mí: el primer día que te vi en el Vino Vino. Cuando regresé del restaurante a mi despacho, intenté reconstruir tu rostro en mi cabeza, pero no pude. Después de todos aquellos meses de ver tu perfil casi cada vez que cerraba los ojos, no te podía encontrar. Marqué aquel número y dije que quería hablar contigo, pero no tenía la menor idea de lo que quería decirte. Lo único que sabía era que, cuando te miraba, ya no sentía frío. No sentí frío nunca más.

Habíamos decidido que, el día de nuestra boda, lo más romántico sería levantarnos con el sol, caminar los dos juntos por la orilla del mar, tomar café, separarnos y volver a encontrarnos en la iglesia. Unos días antes, lo organizamos con el conserje del hotelito de al lado y le decimos que Fernando quiere alquilar una habitación por medio día. El conserje no hace ninguna pregunta. El desconocido se lleva su ropa y un bolso de viaje, camina diez metros, pasa al lado de la trol y llega al hotel. Todo parece absurdo, extraño y emocionante. Yo me voy a ver a Giulio, el peluquero del Gran Viale, y le pido que me haga tirabuzones bien apretados en toda la cabeza con unas tenacillas.


Sei pazza?
¿Te has vuelto loca? Todo este cabello hermoso. Déjame que te haga algo clásico, un moño, que te recoja el pelo con estas peinetas antiguas —me dice, agitando dos púas enormes, llenas de piedras falsas, menos antiguas que él.

—No, solo quiero rizos y el resto lo hago yo —le digo.

Tarda más de dos horas y se lamenta cada vez que aprieta el artilugio caliente. Cuando acaba, parezco Harpo Marx.

—Muy bien —digo yo.


Che disperazione
. Qué lástima —dice él.

Me da un pañuelo azul viejo para que me cubra la cabeza para volver a mi casa.

Me gustaría tener conmigo a Lisa y a Erich. Erich había pasado agosto con nosotros; él y yo fuimos corriendo de una isla a otra, comimos chuletas de ternera y bebimos vino helado en todas las comidas, pasamos horas en el interior del Palazzo Grassi y nos comportamos como si estuviéramos de vacaciones juntos, como hacíamos cuando él y Lisa eran más jóvenes. Lisa ha sido cariñosa y me ha apoyado, pero se ha mantenido al margen. Las vueltas que di durante los últimos meses que pasé en Estados Unidos agotaron a mis dos hijos y sobre todo a Lisa. A esta altura de la vida, se supone que las madres se hayan asentado y sosegado, que hayan aceptado su vida, y yo hacía justamente lo contrario: lo destrozaba todo, liaba el petate y volvía a comenzar desde el principio. Siempre he sido una madre bohemia y ahora soy una madre bohemia que viaja en góndola. Creo que también tuvo que ver la velocidad a la que se desarrolló todo: una cosa es seguir a un veneciano y otra cosa es casarse con él cuatro meses después.

—¿Por qué no puedes esperar como mínimo hasta Navidad? —preguntó Lisa.

—No puedo, cariño. Fernando lo ha organizado todo con tanta rapidez que en realidad no ha habido ocasión de tener en cuenta tu calendario. Aquí las cosas son distintas y, como todavía no domino bien la lengua y debido a las miasmas burocráticas, no he podido decir gran cosa acerca del cuándo ni el dónde —le dije.

Sé que esta síntesis no suena demasiado convincente y que no es propio de mí parecer tan impotente. Soy una mamá bohemia y debilucha que viaja en góndola. Mientras subo las escaleras hasta el apartamento, mientras dejo correr el agua del baño y mientras me visto, el dolor que me produce su ausencia y las ansias de mirarlos y tocarlos se me presentan en forma de grandes paroxismos. Tendría que llegar al altar en su compañía; deberíamos casarnos con el desconocido los tres juntos.

Me recojo el cabello en la nuca y me lo sujeto bien alto, en la coronilla, con unos pasadores que la florista ha adornado con rositas rojas y gipsófilas, que se alborotan y se enredan entre los rizos negros suaves. Dejo que los tirabuzones de los lados caigan como les dé la gana y pienso que así queda muy imperio francés. Me pongo en las orejas las viejas perlas barrocas y estoy lista para enfundarme el vestido. Me meto dentro y me lo subo hasta la altura de la cadera: bien. Empiezo a deslizar los brazos, pero solo entran en las mangas hasta la mitad. Algo debe de haberse atascado, tal vez haya que cortar algún hilo. Examino las mangas, pero está todo bien, salvo que tienen como dos centímetros menos de lo necesario para que quepan mis brazos. ¿Tendré brazos gordos? No tengo brazos gordos. Si acaso, son más bien delgados. La
signora
Asta debió de haber tenido una alucinación cuando estaba acabando las mangas. ¿Y ahora qué hago? Empiezo a repasar mentalmente el armario. ¿Qué tengo que pueda hacer pasar como que tuviera intenciones de ponerme para mi boda? Tengo una combinación blanca de raso, pero no tengo chaqueta, de modo que sería un escándalo en la misa mayor, aparte de que allá afuera es octubre. También está el vestido de tafetán de seda de color lavanda con el polisón y la cola que compré en las liquidaciones del diseñador del quinto piso de las Galeries Lafayette en 1989, por si alguna vez me invitaban a un baile, pero esto no es un baile. Voy corriendo a buscar el aceite para el cuerpo para frotarme los brazos y que queden resbaladizos, pero no lo encuentro, de modo que uso aceite de oliva virgen extra, aunque no sirve de mucho. Me pongo a llorar y a reír y a temblar y me sigo preguntando por qué estaré sola. ¡Menuda princesa estoy hecha, sin nadie que me ayude! ¡Que Dios me ampare! Es el día de mi boda.

Después de retorcerme un buen rato como Houdini, por fin puedo subir la cremallera del vestido y, aunque no puedo levantar los brazos por encima de la cintura, creo que es precioso. Me echo Opium en los brazos para disimular el olor del aceite de oliva y estoy lista. Hemos pasado por alto un pequeño detalle: ¿Cómo voy a llegar hasta la iglesia? Es una cuestión tan elemental que la hemos olvidado por completo. No me espera un carruaje lleno de ramilletes para llevarme a mi boda y tendría que caminar, pero sé que Fernando se horrorizaría. Pido un taxi por teléfono y bajo las escaleras, paso junto a la trol y salgo a la galería de olmos amarillentos. Me pongo a cantar la Marcha Nupcial, pero no lloro.

Siempre he entendido que la novia no debe entrar en la iglesia hasta que no estén dentro todos los invitados. En Italia, naturalmente, se hace al revés. El novio y el cortejo nupcial esperan dentro, pero los invitados esperan fuera para recibir a la novia y entran en la iglesia tras ella. Pongo nerviosa a la
tassista
, porque soy la novia y se siente responsable, como si yo estuviera a punto de dar a luz, y, además, porque me niego a bajarme del coche hasta que no quedan más invitados en el exterior de la iglesia. No dice ni una palabra que me ayude a comprender la tradición italiana; se limita a conducir. Es muy menuda y, cuando se instala al volante, la cabeza le queda a la altura del respaldo del asiento. Cada vez que le digo que todavía no me puedo bajar delante de la iglesia, que dé una vuelta más a la manzana para dar tiempo a que entren todos los invitados, se hunde un poco más en el asiento, hasta que los brazos le quedan estirados casi rectos y no se le ve la cabeza. Otro
giro
, otro
giro
. Por fin, no queda nadie en el exterior de la iglesia. La
tassista
por fin abre la boca y dice que es probable que todos se hayan ido a sus casas, pero yo estoy contenta. Bajo del taxi y subo hasta las puertas de la iglesia, pero no consigo abrirlas —malditas puertas medievales—; parecen atascadas y las mangas me aprietan tanto que no puedo levantar los brazos para agarrarlas con fuerza. Dejo las flores en los escalones, tiro de la puerta para abrirla, recojo las flores, atravieso el diminuto vestíbulo y llego a mi boda.


Lei è arrivata
. Ha llegado —oigo susurrar por todas partes.

Giovanni Ferrari acaricia a Bach desde el órgano. Las cestas blanqueadas están llenas de hortensias rosadas, rosas rojas y lirios holandeses dorados que —estoy segura— proceden directamente de la Virgen. Hay una media luz opalina que resplandece en las llamas de un centenar de velas blancas y en un solo rayo de sol que penetra por el vitral azul de ultramar. Dos monjes armenios de barbas negras con vestiduras de seda plateada salmodian y balancean los incensarios, que despiden gruesas volutas almizcladas que flotan sobre el altar, y pienso que esta iglesia es otra habitación de mi casa.

Veo todo borroso, a través de unas lágrimas que se resisten a caer, y a la única que veo con claridad es a Emma, del Club de Mujeres Británicas, con su turbante y sus perlas. Dos pajes contratados, vestidos con pantalones bombachos blancos y chaquetas rosadas almidonadas, arrojan pétalos de rosas delante de mí y camino lentamente, muy lentamente, hacia el desconocido de ojos de color arándano que me espera de pie en la niebla del incienso, vestido de chaqué.

Don Silvano extiende las dos manos hacia mí. Se agacha y dice:


Ce l'abbiamo fata
. Lo hemos conseguido.

«Es un gesto de bienvenida, de afecto, un regalo para mí—pienso— y tal vez un mensaje discreto para los
lidensi
curiosos que abarrotan la iglesita, que han venido a ver a
l'americana
que se casa con uno de ellos.»

Ya no puedo contener las lágrimas y, llorando, me siento al lado del desconocido, que también llora, en un sofá de terciopelo rojo. Ninguno de los dos se atreve a mirar al otro, por temor a llorar más, pero, cuando hacemos nuestras promesas, nos miramos de todos modos y lloramos de todos modos. Giovanni toca el
Ave Maria
y Don Silvano también llora. ¿Estará pensando en Nuestra Señora de la Salud?


Una storia di vero amore
—dice, al presentarnos a la congregación.

Giovanni llora y toca como si fuera el mismísimo Lohengrin y, cuando nos dirigimos a la salida, todos los rostros están húmedos y brillantes y todos gritan:
«Eccogli sposi, viva gli sposi
. Aquí están los novios, que vivan los novios».

No los había visto en la iglesia, pero en el exterior hay un contingente de venecianos que han cruzado las aguas para ver cómo nos casamos: gente de las tiendas, empleados del Florian, compañeros de Do Mori y del mercado, una bibliotecaria de la Biblioteca Nacional de Venecia, una de las
contesse
venidas a menos que es clienta del banco, la
sarta
que tuvo la alucinación mientras me acababa las mangas. Hasta ha venido Cesana, que está sacando fotos, y todo el mundo llora y nos arroja pasta y arroz y mi marido, que antes era el desconocido, se palpa los bolsillos del chaleco de terciopelo gris en busca de un cigarrillo. Pienso que quizás así tendría que acabar el mundo.

En el trayecto en el taxi acuático, nos sentamos fuera, como hicimos el día que nos conocimos, cuando Fernando me acompañó al aeropuerto y las brisas eran igual de frescas. Extraigo la misma copa de la bolsita de terciopelo y sirvo coñac de la misma petaca de plata. Bebemos a sorbos mientras la embarcación atraviesa la laguna a bandazos y golpes y el agua nos rocía el rostro en el que acaban de secarse las lágrimas. Cesana indica al conductor del taxi que se detenga en la isla de San Giorgio para tomar fotografías y Fernando mete una pierna, hasta la rodilla, en la laguna. Cesana filma la escena. Desembarcamos en el canal del Bauer, pasamos directamente a la góndola de las bodas y nos vuelven a llevar al Gran Canal. En la góndola que nos sigue se inclina el voluminoso Cesana, que se bambolea y filma. Nuestro gondolero le grita: «¿Adónde voy?» y Cesana le dice que siga adelante.

Los huéspedes que ocupan la terraza del Hotel Europa e Regina y la del Monaco y también la del nuestro, el Bauer, nos saludan con la mano y gritan y, por un momento, floto por encima del pequeño retablo y me creo, no me creo, que aquel es mi retablo.

«Esto nos está ocurriendo a todos nosotros —pienso—: esta boda, estos destellos de luz, este deslizarse sobre las aguas azules, las viejas y queridas fachadas de los
palazzi
que nos miran, esta paz sonrosada es para todos nosotros. Es para cada uno de nosotros que alguna vez se sintió solo. ¡Cómo me gustaría poder repartir trocitos de este día, como si fueran hogazas de pan tibio!»

Han hecho un llamado a todas las góndolas que se encuentran en aquella parte del canal para que se reúnan delante del Bauer y unas dieciocho o veinte góndolas no tardan en formar un círculo a nuestro alrededor. Los gondoleros nos dan una serenata a nosotros y a sus pasajeros, que solo esperaban un paseo por el canal y, en cambio, descubren que forman parte de un coro en el espectáculo de una boda.

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