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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha visto (10 page)

BOOK: Nadie lo ha visto
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La vio en la calle Hästgatan, a través de los grandes ventanales del café que había al otro lado de la calle. Estaba sola, sentada en una de las mesas situadas junto a la ventana, hojeando un periódico. Tenía delante un vaso grande que parecía de café con leche.

Se detuvo. No sabía qué hacer. Disponía de un rato libre antes de encontrarse con Peter en la redacción. Sin saber cómo iba a acercarse a ella, ni lo que le iba a decir, decidió entrar.

El café estaba casi vacío. Le sorprendió lo moderna que era la decoración. Techos bastante altos, taburetes rectos al lado de una barra grande, en donde las baguettes se apiñaban junto a los quesos y los embutidos italianos. Unas magdalenas de chocolate enormes destacaban en las bandejas. Máquinas de café relucientes, y en la caja, una chica mona con el cabello recogido en un bonito moño de estilo despeinado. Como cualquier café italiano.

«Es increíble encontrar un café así en un sitio tan pequeño como Visby», pensó.

Desde que la universidad había abierto sus puertas en la isla hacía unos años, fueron apareciendo nuevos sitios, y la ciudad había cobrado vida durante la temporada baja.

Emma estaba sentada al fondo del local. Al acercarse Johan, levantó la vista.

—Hola —saludó, y pensó en lo ridícula que debía de parecer su sonrisa. ¿Qué tenía aquella chica que le ponía de aquella manera? Ella lo miró con expresión interrogativa. ¡Dios mío, ni siquiera le reconocía! Casi de inmediato, a ella le cambió la expresión del rostro y se apartó el cabello a un lado.

—Hola. Eres el de TV. Johan, ¿no?

—Eso es. Johan Berg, de
Noticias Regionales
. ¿Puedo sentarme?

—Claro —asintió mientras retiraba el periódico.

—Voy a pedir un café. ¿Quieres tomar algo?

—No, gracias. No me apetece nada.

Pidió un expreso doble. Mientras esperaba en la barra no podía dejar de mirarla. El cabello le caía recto y abundante a ambos lados de la cara. Llevaba una cazadora vaquera encima de una camiseta blanca. Pantalones vaqueros lavados a la piedra, igual que la otra vez. Las cejas bien perfiladas y grandes ojos oscuros. Ella encendió un cigarrillo y volvió la mirada hacia él. Sintió que enrojecía. ¡Mierda!

Pagó el café y se sentó frente a ella.

—No creía que iba a volver a verte otra vez.

—Ya… —asintió, y lo miró inquisitiva y dio una calada al cigarrillo.

—¿Qué tal estás? —preguntó y se sintió como un idiota.

—Pues no muy bien. Pero, al menos, han comenzado las vacaciones de verano. Soy maestra —explicó—. Hoy ha sido el fin de curso y para esta tarde, la escuela ha organizado una fiesta para los padres y los niños. No tenía fuerzas para quedarme. Me siento mal. Por lo del asesinato de Helena. No consigo asimilar aún que sea verdad. Pienso en ella todo el tiempo.

Dio una nueva calada al pitillo.

Se sintió tan atraído por ella como la vez anterior. Le hubiera gustado tomarla en brazos. Consolarla y abrazarla. Reprimió el deseo.

—Es difícil de comprender —continuó Emma—. Que haya ocurrido de verdad.

Miraba el cigarrillo sin fijarse en él, mientras lo sacudía en el cenicero y las pequeñas pavesas de ceniza caían dentro de él.

—Pienso, sobre todo, en quién puede haber sido. Y me desespera pensar que alguien me la ha arrebatado. Que ya no está. Luego, me avergüenzo de ser tan egoísta. Y la policía parece que no sabe por dónde va. No entiendo cómo pueden seguir teniendo detenido a Per Bergdal.

—¿Y eso por qué?

—Quería a Helena más que a nada en el mundo. Creo que estaban planeando casarse. Seguro que es por la pelea de aquella tarde, por eso la policía cree que es el asesino. Y la verdad es que fue desagradable, sí. Pero eso no quiere decir que fuera él quien la matara.

—¿De qué pelea estás hablando?

—Fue durante la fiesta, la tarde antes de que Helena fuera asesinada. Unos cuantos amigos nos juntamos a cenar en casa de Per y de Helena.

—¿Qué pasó?

—Per se puso celoso cuando Helena estaba bailando con uno de los chicos, con Kristian. Golpeó a Helena de tal manera que ella empezó a sangrar, y luego golpeó también a Kristian. Fue una locura. No habían hecho nada. Estaban bailando como los demás.

—¿Eso ocurrió la noche antes del asesinato?

—Sí, ¿no lo sabías?

—No, eso precisamente no lo sabía —susurró Johan.

«Ah, bueno, ésa es la razón», pensó. Ahí tenía la explicación de por qué Per Bergdal había sido detenido.

—Es tan desagradable…, tan… tan irreal…

Sepultó la cara entre las manos.

Alargó la mano por encima de la mesa y le acarició tímidamente el brazo. A Emma le temblaban los hombros. Su llanto era irregular, entrecortado. Johan se sentó con cuidado a su lado en el sofá, le ofreció unas servilletas de papel. Se sonó ruidosamente y apoyó la cabeza en el hombro masculino. Johan la abrazó y la consoló.

—No sé lo que voy a hacer —se lamentó—. Sólo quiero salir de aquí.

C
uando se tranquilizó, la acompañó hasta el coche, que había aparcado en una calle transversal. La seguía unos pasos más atrás con la mirada fija en aquella espalda afligida. Al llegar al coche se detuvieron mientras ella buscaba las llaves en el bolso. Justo cuando dijo adiós y se inclinó para abrir la puerta del coche, la tomó del brazo. Con delicadeza. Como si preguntara. Ella se volvió y se lo quedó mirando. Le acarició la mejilla y entonces Emma se inclinó un poco adelante. Sólo un poco, lo suficiente para que se atreviera a besarla. Un beso fugaz, apenas un segundo, antes de que ella lo apartara.

—Perdón —dijo azorado.

—Está bien. No tienes que disculparte.

Emma entró en el coche y lo puso en marcha. Johan se quedó extasiado en medio de la lluvia, mirándola a través de la ventanilla del coche. Aún le ardían los labios tras el beso y se quedó mirando embobado cómo desaparecía calle arriba.

C
hops, chops
. Las botas de goma de los números 32 y 33 se hundían en la tierra arcillosa. A Matilda y Johanna les encantaba aquel ruido de la tierra arcillosa que trataba de absorber y retener sus botas. Por todas partes se habían formado pequeños lagos entre los surcos. Ellas daban patadas y salpicaban. Llovía a cántaros, sus caras sonrosadas reflejaban satisfacción. Hundían los pies con fuerza en el barro y luego los sacaban.
Chops, chops
. A distancia se podían distinguir dos pequeñas figuras con impermeables en medio de un lodazal. Entretenidas con el juego, las niñas se habían alejado demasiado de la casa. La verdad es que no podían alejarse tanto. Su madre no lo advirtió. Estaba dando el pecho al hermano pequeño, al mismo tiempo que se embebía en una discusión sobre la infidelidad en el programa de Oprah Winfrey en TV.

—Mira aquí —gritó Matilda, que era la mayor y la más atrevida de las dos.

Había visto algo debajo de un arbusto en la linde de la tierra y tuvo que tirar de ello con todas sus fuerzas para poder levantar el objeto. Era un hacha. La levantó delante de su hermana.

—¿Qué es eso? —preguntó Johanna con los ojos como platos.

—Un hacha, tonta —aclaró Matilda—. Vamos a enseñársela a mamá.

Como el hacha estaba manchada de lo que parecía ser sangre y las niñas la habían encontrado cerca del lugar del crimen, su madre llamó inmediatamente a la policía.

Knutas fue uno de los primeros que tuvo conocimiento del hallazgo. Cruzó a toda prisa los pasillos y bajó las escaleras hasta la sección donde estaban los expertos. Empezaban a suceder cosas. Por la mañana había llegado el informe preliminar de la autopsia, el cual determinaba que, como todos creían, Helena Hillerström había muerto a consecuencia de un hachazo en la cabeza y que no había sido violada. En cambio, tenía restos de la piel de Bergdal debajo de las uñas. El hecho en sí no era especialmente sorprendente, puesto que ya sabían lo de la pelea. Él habló también con los del SKL y le informaron de que no había restos de semen en las bragas.

Cuando Knutas apareció jadeante por la puerta de cristal, Eric Sohlman acababa de recibir el hacha, envuelta en una bolsa de papel.

—Hola.

—¿Acabas de recibirla? —preguntó Knutas, y se inclinó sobre la bolsa.

—Sí —respondió Sohlman, mientras se calzaba un par de guantes finos de látex—. Ahora vamos a ver.

Encendió un tubo fluorescente que colgaba sobre la mesa blanca de trabajo y abrió con cuidado la bolsa, que iba provista de una etiqueta donde ponía:

«Hallado el 08-06-2001, a las 15.30 aprox. en una tierra de cultivo, en la zona de Lindarve, Fröjel. El hallazgo fue obra de Matilda y Johanna Laurell, Lindarve gárd, Fröjel. Tel.: 0498-515 776».

Sohlman empezó a fotografiar el hacha. La volvía con cuidado de uno y otro lado para captarla desde distintos ángulos. Cuando terminó, se sentó con las piernas abiertas en un taburete al lado de la mesa de trabajo.

—A ver si podemos encontrar algo interesante —dijo colocándose bien las gafas—. ¿Qué ves aquí, en la hoja?

Anders Knutas observó la pesada hoja del hacha. Pudo ver con nitidez unas manchas oscuras.

—¿Es sangre?

—Eso parece. Vamos a enviarlo al SKL para que analicen el ADN. Lo malo es que son muy lentos. La respuesta puede tardar varias semanas —murmuró Sohlman.

Tomó una lupa y pasó a estudiar el mango.

—Hemos tenido suerte. Como el mango está pintado y barnizado, son mayores las posibilidades de que las huellas dactilares no hayan desaparecido. —Al rato silbó—. Mira aquí.

Knutas estuvo a punto de tropezar al levantarse de la silla.

—¿Qué?

—Aquí, en el mango. ¿Lo ves?

Sohlnian le pasó la lupa. Se veía la huella de un dedo en el mango.

Movió la lupa y al momento distinguió varias huellas dactilares.

—Parece que pertenecen al menos a dos personas —dijo Sohlnian—. ¿Ves que hay dos tamaños distintos? Uno pequeño y otro más grande. Eso significa que tendremos que tomar las huellas dactilares de las niñas que encontraron el hacha. Tiene que haber estado protegida de alguna manera, si no la lluvia habría borrado las huellas.

—¿Crees que puede ser el arma del crimen?

—Sin duda. El tamaño y el tipo coinciden con las heridas.

Sohlman sacó una caja con unos polvos y los extendió con un pincel sobre el mango del hacha. Se hizo con dos tubos y mezcló su contenido hasta obtener una masa plástica que extendió sobre el mango con una pequeña espátula de plástico.

—Ahora esto tiene que endurecerse. Tendremos que esperar diez minutos.

—Ya, ya —asintió Knutas con impaciencia contenida—. Mientras tanto voy en busca de las huellas de Bergdal.

C
uando pasó el tiempo, Sohlman retiró la masa con los dedos. Aparecieron unas huellas dactilares nítidas.

—Bueno, ahora no tenemos más que comparar.

Sohlman se inclinó sobre el papel con las huellas dactilares de Per Bergdal. A los pocos minutos, se incorporó y miró a Knutas.

—Coinciden. Estoy seguro al noventa por ciento.

Knutas se quedó pasmado mirando a su colega.

—Para estar completamente seguros, puedo escanearlas y enviarlas por correo electrónico a la Central de Huellas Dactilares de Estocolmo. Con un poco de suerte, tendremos la respuesta dentro de una hora.

—Hazlo —ordenó Knutas.

L
a respuesta llegó cuarenta y cinco minutos más tarde. La huella dactilar que aparecía en el mango del hacha pertenecía a Per Bergdal.

Así que eso era lo que había ocurrido, constató Knutas decepcionado. Per Bergdal, probablemente, había matado a su novia en la playa. Del todo seguros no podrían estar hasta que obtuvieran el resultado del análisis de ADN de la sangre. Si la sangre que aparecía en el hacha coincidía con la de Helena, entonces no habría ninguna duda. El novio era el asesino. «Tal vez esté empezando a hacerme viejo —pensó—. Empieza a fallarme el sentido común».

R
eunió en su despacho al resto del equipo que dirigía la investigación, para informar de los resultados.

—Joder, qué bien —murmuró Norrby.

—Esto hay que celebrarlo —estalló Sohlman—. Lo cual significa obligatoriamente una cerveza en la ciudad. Yo invito a la primera ronda.

Todos se levantaron haciendo pequeños comentarios hilarantes.

A
nders Knutas informó inmediatamente al jefe provincial de policía y al fiscal Smittenberg. Llamó a Karin Jacobsson y a Thomas Wittberg a Estocolmo y les dijo que ya podían volver a casa. Una hora después enviaron un comunicado a la prensa. Aquella misma tarde se solicitó la prisión preventiva para Per Bergdal. Su tramitación tendría lugar durante el fin de semana.

La noticia apareció en la prensa, en la radio y en la televisión y el caso se dio por zanjado. Gotland podía volver a respirar.

LUNES 11 DE JUNIO

P
ara Johan, la semana iba a ser más dura de lo que había calculado. El lunes, apenas había puesto el pie en la redacción, cuando lo llamó Grenfors.

—Oye, buen trabajo el de Gotland.

—Gracias —respondió Johan a la expectativa, por cuanto siempre tenía la impresión de que cuando los redactores empezaban una conversación haciéndole elogios era porque querían pedirle algo.

—Supongo que allí no pasará nada más, ya que al parecer el novio es el culpable.

—Puede ser.

—Lo malo es que ahora estamos empantanados —prosiguió Grenfors.

—Bueno, eso ya lo he oído otras veces —comentó Johan cortante.

El otro ignoró el tono.

—El reportaje largo que íbamos a emitir el sábado se ha ido al garete. No sabemos qué hacer. Tú habías hablado de preparar un trabajo sobre la guerra de bandas rivales en Estocolmo. ¿Crees que te dará tiempo a hacerlo?

Johan comprendía el problema y no quería cerrarse en banda, aunque había contado con disponer de al menos un día tranquilo después del viaje a Gotland. El recuerdo de Emma Winarve le había rondado por la cabeza todo el fin de semana y no pudo dormir bien. No entendía qué le estaba pasando. Una mujer de Gotland, casada y madre de hijos pequeños y a la que apenas conocía. Aquello era absurdo. Miró a Grenfors.

—Bueno, a lo mejor puedo. Ya tengo una parte grabada de antes. No me dará tiempo a hacer un reportaje largo, pero siete u ocho minutos seguro que salen, sin duda.

Grenfors parecía aliviado.

—Bien. Entonces quedamos en eso. Ya sabía que podía contar contigo.

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