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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo ha visto (22 page)

BOOK: Nadie lo ha visto
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VIERNES 22 DE JUNIO

A
l ver que Gunilla no contestaba al teléfono el jueves por la tarde, ni el día de
midsommarafton
por la mañana, Cecilia se preocupó. Si bien Gunilla parecía en ocasiones más atolondrada de la cuenta y como si estuviera en las nubes, la verdad era que las veces que habían quedado con anterioridad siempre fue puntual. Además, era madrugadora y había dicho que saldría a las ocho de su casa. Incluso bromeó con despertar a Cecilia llevándole el desayuno a la cama. Y acababa ahora de desayunar.

«¿Por qué no me llamará esta mujer?».

Gunilla había quedado en llamarla el jueves por la tarde. Quizá hubiese estado trabajando y se le hubiera hecho tarde. Cecilia sabía lo que pasaba. Pues ella también era artista.

Cecilia ya se encontraba en la casa de Katthammarsvik, adonde llegó la tarde anterior, cargada con la comida y el vino. Comerían arenques con patatas nuevas a mediodía, y después, por la noche, iban a asar unas rodajas de salmón a la parrilla. Nada de pistas de baile, ni fiestas y, lo más importante, sin más gente. Sólo ellas dos. Beberían vino y hablarían de arte, de la vida y del amor. Por ese orden.

Cecilia había preparado un arreglo floral con una decoración sencilla, con flores y algunas ramas de abedul. Iban a comer fuera, disfrutando de la tranquilidad y el silencio. El parte meteorológico de la radio anunciaba anticiclón todo el fin de semana.

¿Dónde estaría Gunilla? Ya eran más de las once, y había llamado varias veces, tanto a su casa como al taller y al móvil.

¿Por qué no contestaba? Tal vez hubiera enfermado de repente, o quizá se había lesionado. Podía haber ocurrido cualquier cosa. Los pensamientos se le agolpaban en la cabeza, mientras preparaba las cosas. Cuando dieron las doce, decidió subir al coche y acercarse a casa de su amiga.

Gunilla vivía algo alejada de Katthammarsviken. Su casa estaba fuera, en el campo, en la parroquia de När. Había más de 20 kilómetros.

Cecilia se sentó en el coche con un desasosiego que aumentaba por momentos.

C
uando entró en el patio, los gansos corrían como enloquecidos de un lado para otro. Graznaban histéricos. La puerta del taller de cerámica estaba entornada. La empujó y entró.

Lo primero que vio fue la sangre. En el suelo, en las paredes, en el torno. Gunilla yacía boca arriba en medio del taller, tendida en el suelo cubriéndose la cabeza con los brazos. El grito de Cecilia se ahogó en su garganta.

K
nutas contempló a su mujer con ternura. Le acarició la mejilla, pecosa y bronceada. Era la persona más pecosa que había visto en su vida, y amaba cada uno de sus lunares. El sol calentaba el suelo, de manera que los niños podrían correr descalzos. La mesa alargada estaba dispuesta con la fina vajilla de porcelana de Rörstrand, con sus diminutas flores azules, las servilletas estaban alineadas con los vasos y los cubiertos relucían. Los jarrones de porcelana estallaban de flores de los prados: margaritas, geranios silvestres, saxífragas y amapolas. Los arenques ya estaban dispuestos en sus platos: arenques con salsa de mostaza, arenques con aguardiente, arenques en escabeche y su propia especialidad doméstica, arenques al jerez, que quemaba suavemente en la lengua. Las patatas nuevas, que acababan de ser llevadas a la mesa, aún despedían vapor en sus cuencos. Suaves y blancas, y con ramitas de eneldo que realzaban su grato sabor a verano.

El canastillo del pan estaba lleno de piezas crujientes, redondas y cuadradas, y del admirado pan plano de su madre. Había gente que viajaba a Gotland sólo para comprar ese pan, que sólo se vendía en la panadería de sus padres en Kappelshamn.

Contempló el jardín, en donde los invitados estaban decorando el arreglo floral que se erguía, alto y magnífico, en medio del césped. Los niños ayudaban con entusiasmo.

Habían venido su hermana y su hermano con sus respectivas familias. Sus padres y sus suegros se encontraban también allí, lo mismo que algunos vecinos y buenos amigos. Su mujer y él habían convertido en una tradición el convite para celebrar
midsommarafton
en su casa de veraneo.

Sintió un cosquilleo en la mano. Una mariquita ascendía hacia su muñeca. Se la quitó de encima. La celebración de la fiesta del solsticio de verano significaba un paréntesis agradable en la investigación de los asesinatos. Sobre todo, porque tenía la impresión de que estaban empantanados. Era frustrante ver que no avanzaban, mientras el asesino quizá estuviese planeando su siguiente crimen. Knutas pensaba que debieran remontarse a un tiempo anterior en la investigación. Lo había discutido con Kihlgård. Su colega lo tenía claro: estaba convencido de que el asesino era alguien a quien las mujeres habían conocido recientemente. Por supuesto, no era capaz de aportar ninguna prueba concreta que avalara su tesis. Algo consistente. En cambio, el comisario de la policía nacional no se quedaba atrás a la hora de criticar el trabajo de sus compañeros policías de Visby. Kihlgård tenía ideas propias acerca de todo, desde las pequeñas rutinas diarias hasta cómo desarrollaban la investigación y los métodos que utilizaban en los interrogatorios. Incluso se había llegado a quejar de que el café de las máquinas de la comisaría era demasiado flojo. Tonterías. Ahora lo que debían hacer era concentrarse en la persecución del asesino. Pero hoy no. Necesitaba este paréntesis. Pasar unas horas agradables con la familia y los amigos. Incluso había pensado emborracharse. La investigación tendría que esperar hasta el día siguiente. Entonces iba a apremiar a los investigadores para que indagaran más atrás en el pasado de las víctimas.

Volvió a asaltarle la inquietud, pero desapareció cuando su esposa sacó las botellas empañadas de
snaps
bien frío y las colocó en la mesa. Se le hizo la boca agua. Cortó un poco de queso de Västerbottenost curado y se lo metió en la boca y luego hizo sonar el viejo cencerro que usaban siempre para llamar a la mesa.

—¡A comer! —gritó.

Cuando los invitados se hubieron servido, alzaron sus copitas de snaps y Knutas dio la bienvenida a todos brindando por el verano.

Justo en el momento en que se llevaba el chupito a la boca, sonó el móvil en el bolsillo interior de su chaqueta. Alargó la mano algo indeciso.

«¿Quién cojones puede llamar ahora, en mitad de la celebración de
midsommarafton
? —pensó enfadado—. Sólo puede ser del trabajo».

L
a casa de veraneo del comisario estaba en la parte más alta de Lickershamn, al noroeste de Gotland. Gunilla Olsson, la nueva víctima, vivía en När, en el sudeste. Knutas tardaría por lo menos una hora y media en llegar en el coche hasta allí.

Era algo más de la una del día del solsticio de verano más caluroso en muchos años. El termómetro marcaba casi treinta grados. Por el camino recogió a Karin Jacobsson y a Martin Kihlgård en Tingstäde, donde vivían los padres de Karin. Ella había invitado a Kihlgård a su fiesta.

El resto de los compañeros del grupo de la policía nacional se había ido a Estocolmo, para pasar el fin de semana con sus familias. Kihlgård insistió en quedarse en la isla. Por si pasaba algo.

—Esto es precisamente lo que necesitábamos —observó en el coche, mientras el paisaje cuajado de flores propio del verano pasaba a toda velocidad ante la ventanilla—. Tenía que ocurrir algo nuevo para que pudiéramos avanzar. Estábamos bloqueados.

A Kihlgård le había dado tiempo a tomarse unos trozos de arenque y unas copitas de aguardiente, y expelía sus vapores al hablar. Knutas se puso blanco como el papel. Se desvió junto a unos contenedores que había al lado de la carretera y frenó en seco. Salió a toda prisa del coche, abrió la portezuela de atrás y sacó a Kihlgård del vehículo.

—¿Qué coño de estupideces estás diciendo? ¿Es que te has vuelto loco? —le gritó.

Kihlgård se quedó tan pasmado que no supo cómo reaccionar. Lo hizo defendiéndose.

—¿Qué demonios haces? Tengo razón, y lo sabes. Tenía que pasar algo por cojones. Está claro que no íbamos a ninguna parte.

—¿Qué quieres decir, cabrón? —aulló Knutas—. ¿Cómo cono puedes decir que está bien que una mujer joven haya sido asesinada por un psicópata? ¿Estás mal de la cabeza tú también?

Karin, que se había quedado dentro del coche, salió y los separó. Agarró a Knutas que tenía asido a Kihlgård por el cuello de la camisa. Dos botones habían saltado por los aires.

—¿Es que os habéis vuelto locos los dos? —gritó—. ¿Cómo podéis comportaros así? ¿No os dais cuenta de que hay gente mirando?

Los dos hombres, muy cortados, miraron con sorpresa hacia la carretera. Al otro lado había una granja desde donde un grupo de personas vestidas de fiesta y con coronas de flores en la cabeza miraba hacia el coche policial y los dos hombres enfurecidos.

—¡Uy! ¡Joder! —exclamó Knutas recuperando la compostura.

Kihlgård se ajustó la ropa, hizo una leve inclinación dirigida al público y se volvió a sentar en su sitio.

Continuaron el viaje en silencio. Knutas estaba furioso, pensó que mejor sería dejar la discusión para otro momento. La frustración por no haber logrado encontrar al asesino debía de haberles afectado a todos ellos.

Karin se sentó en el asiento del copiloto. No dijo nada. Knutas comprendió que estaba disgustada.

Para evitar oír los juramentos de Kihlgård, Knutas puso la radio. Bajó el cristal de la ventanilla. Un asesinato más. La locura. Otra mujer. Hachazos y las bragas en la boca. ¿Cuándo iba a acabar aquello? No habían avanzado nada en la investigación. En ese punto, Kihlgård tenía razón. Se iba preparando mentalmente para el espectáculo que presenciarían en unos momentos. Lanzó una mirada al lado. A Karin. Permanecía callada y mirando al frente.

—¿En qué piensas? —le preguntó.

—Tenemos que echar el guante al asesino. ¡Ya! —dijo con determinación—. Esto va a asustar mucho a la gente.

L
a policía ya había acordonado el lugar cuando llegaron a la casa. Sohlman y sus colegas estaban trabajando para proteger las posibles huellas.

Aparcaron el coche en el patio cubierto de guijarros y se apresuraron a subir por la empinada escalera de piedra. Cuando entraron en el taller, los tres retrocedieron instintivamente. Había salpicaduras de sangre en las paredes, el suelo y las estanterías. El olor dulzón y pesado a cadáver hizo que se cubrieran la boca con la mano. Karin se volvió y vomitó en la escalera.

—¡Joder! —exclamó Kihlgård—. Es lo peor que he visto.

El cuerpo desnudo de la mujer estaba en el suelo, bañado en sangre, con profundas heridas en el cuello, el vientre y los muslos. Knutas se obligó a sí mismo a hacer un esfuerzo para acercarse al cadáver. Exacto: en la boca tenía unas bragas blancas de algodón. Karin apareció en el vano de la puerta y se apoyó en el marco. Los policías miraban a su alrededor impotentes.

Sólo había una entrada y era la puerta por la que ellos mismos habían llegado. En el suelo se veía un espejo roto. Los trozos brillaban a la luz del sol. Un montón de arcilla estaba tirado un poco más lejos.

—Debía de estar sentada trabajando —concluyó Knutas—. ¿Veis la pieza de arcilla que hay allí?

—Sí —contestó Karin y se volvió hacia Sohlman, agachado al lado del cuerpo—. ¿Cuánto tiempo crees que llevará muerta?

—Está totalmente rígida. Teniendo en cuenta eso y las manchas del cadáver, yo diría que lleva muerta por lo menos doce horas. Pero no mucho más. El cuerpo está aún caliente.

—¿Quién dio el aviso?

—Una amiga. Cecilia Ångström. Está en la casa.

—Voy allí —dijo Knutas levantándose.

Vista desde fuera, la casa de Gunilla Olsson se antojaba demasiado grande para estar habitada por una sola persona. Era una casa de piedra caliza de dos pisos y parecía muy antigua.

El comisario entró en la casa tratando de no pensar en la imagen violenta que se había visto obligado a contemplar poco antes.

A la mesa de la cocina estaba sentada una mujer joven con la barbilla hundida en el pecho. La melena larga y oscura le ocultaba el rostro. Llevaba un vestido de verano de color claro y con hombreras. Una mujer policía de uniforme estaba sentada a su lado, con una mano entre las suyas. Knutas saludó; conocía a su colega sólo de vista. La mujer del vestido tendría unos veinticinco años, supuso. Lo observó con la mirada perdida. Tenía la cara arrasada de lágrimas.

Knutas se presentó y se sentó enfrente.

—¿Puedes contarme lo que ha ocurrido?

—Sí. Gunilla iba a ir hoy a mi casa. Habíamos planeado celebrar juntas el solsticio de verano, en mi casa de veraneo en Katthammarsvik. Debía presentarse nada más desayunar. Como no llamaba y seguía sin aparecer a las doce, me empecé a preocupar. No contestaba ninguno de sus números de teléfono. Entonces decidí venir aquí en el coche.

—¿Cuándo viniste?

—Debía de ser casi la una.

—¿Qué pasó entonces?

—La puerta del taller estaba abierta, así que entré. La vi inmediatamente. Tendida en el suelo. Había sangre por todas partes.

—¿Qué hiciste?

—Salí, me metí en el coche y cerré las puertas. Después llamé a la policía. Tenía miedo y quería irme de aquí, pero me dijeron que me quedara. La policía llegó al cabo de media hora, más o menos.

—¿Viste a alguien?

—No.

—¿Notaste alguna otra cosa extraña?

—No.

—¿Conocías bien a Gunilla?

—Bastante bien. Nos conocimos hace un par de meses.

—¿Ibais a celebrar la fiesta las dos solas?

—Gunilla trabajaba en un pedido importante. Trabajó muchísimo las últimas semanas y sólo quería un poco de tranquilidad. A mí me ocurría lo mismo. Por eso decidimos celebrar el solsticio juntas.

—¿Cuándo hablaste con ella por última vez?

—Anteayer. Tenía que haberme llamado ayer por la tarde, pero no lo hizo.

—¿Sabes si pensaba hacer algo especial ayer o si iba a encontrarse con alguien?

—No. Tenía previsto trabajar todo el día.

—¿Sabes dónde vive su familia? ¿Sus padres? ¿Sus hermanos?

—Sus padres murieron. Tiene un hermano, pero no sé dónde vive. Desde luego, aquí en Gotland, no.

—¿Tenía novio?

—No, al menos que yo sepa. No llevaba aquí mucho tiempo. Había vivido en el extranjero un montón de años. Creo que volvió a Suecia en enero.

—Ya entiendo. Bien, basta por ahora —concluyó Knutas, antes de dar una palmada a Cecilia Ångström en el brazo y pedir a su colega que la llevara al hospital—. Ya hablaremos más después. Yo te llamaré.

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