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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia ficción

Oveja mansa (10 page)

BOOK: Oveja mansa
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Me di la vuelta y estudié a Bennett. Tenía un aspecto terrible. Su camisa estampada de poliéster tenía margaritas en una mezcla de marrones, ninguno de los cuales iba a juego con sus pantalones de pana. Encima llevaba un jersey gris.

Pero no se trataba sólo de la ropa. La película
La tribu de los Brady
había vuelto a poner de moda los años setenta. El otro día Flip llevaba pantalones de satén, y los zapatos de plataforma y las cadenas de oro abundaban en el centro comercial de Boulder. Pero el aspecto de Bennett no era «retro». Era «suarb». Tuve la sensación de que si hubiese llevado una chaqueta de bombero y zapatillas Nike habría seguido teniendo el mismo aspecto. Era como si fuera a contracorriente.

No, tampoco era eso. Gran número de modas empieza como un rechazo a las modas existentes. El pelo largo de los sesenta fue un rechazo a los rapados al cepillo de los cincuenta; los trajes cortos, lisos y sin adornos una reacción a los exagerados corsés y corpiños Victorianos.

Bennett no se estaba rebelando. Era más bien como si fuera ajeno al concepto moda. No, tampoco era la palabra adecuada. Inmune.

Y si podía ser inmune a las modas, ¿significaba eso que las causaba algún tipo de virus?

Miré la mesa de Gina, donde Elaine y el doctor Applegate susurraban ansiosamente sobre el enfisema y las advertencias del Ministerio de Sanidad. ¿Era realmente Bennett inmune a las modas o sólo iba a destiempo, como había dicho Flip?

Abrí mi cuaderno y escribí: «Han contratado a la nueva ayudante de Flip.» Se lo planté delante.

Él escribió a su vez: «Lo sé. La conocí esta mañana. Se llama Shirl.»

«¿Sabía que fuma?», escribí, y vi su expresión al leerlo. No parecía sorprendido ni repelido.

«Me lo dijo Flip. Dijo que Shirl iba a contaminar el trabajo. La paja en el ojo ajeno», escribió Bennett.

Sonreí.

«¿Qué significa el tatuaje con la
i
que Flip lleva en la frente?», escribió él.

«No es un tatuaje, es una marca.»

«¿Incompetente o imposible?»

—Iniciativa —dijo Dirección, y los dos alzamos la cabeza, sintiéndonos culpables—. Lo que me lleva a nuestro tercer punto del día. ¿Cuántos sabéis lo que es la beca Niebnitz?

Yo lo sabía, y aunque nadie más alzó la mano, estaba dispuesta a apostar a que todos los demás lo sabían también. Es la beca de investigación de más cuantía que existe, aún mayor que la beca MacArthur, y casi sin ninguna pega. El científico obtiene el dinero y puede aplicarlo a cualquier tipo de investigación. O irse a tomar el sol a las Bahamas.

También es la beca de investigación más misteriosa que existe. Nadie sabe quién la da, por qué la dan, ni siquiera cuándo la dan. Se le concedió una el año pasado a Lawrence Chin, un investigador sobre inteligencia artificial, cuatro el año antes, y ninguna durante más de tres años. La gente de la Niebnitz (quienesquiera que sean) aparece periódicamente como uno de esos Ángeles de Arriba sobre algún científico despistado y lo hace de forma que nunca tiene que rellenar ningún otro impreso simplificado de solicitud de fondos.

No hay requerimientos, ningún formulario, ningún campo de estudios concreto que favorezca la beca. De las cuatro de hace dos años, una fue para un ganador del premio Nobel, otra para un asistente social, una para un químico de un instituto de investigación francés y otra para un inventor a tiempo parcial. Lo único que se sabe con seguridad es la cantidad, que Dirección acababa de escribir en su pizarra móvil: 1.000.000 de dólares.

—El ganador de la beca Niebnitz recibe un millón de dólares para gastar en investigación a su antojo. —Dirección hizo girar la pizarra—. La beca Niebnitz se concede a la sensibilidad científica —escribió «ciencia» en la pizarra—. Al pensamiento divergente —escribió «pensamiento»—. Y a la predisposición circunstancial a logros científicos —añadió «logro» y luego señaló las tres palabras con su puntero—. Ciencia. Pensamiento. Logro.

—¿Qué tiene esto que ver con nosotros? —susurró Bennett.

—Hace dos años, el Instituto de París ganó una beca Niebnitz —dijo Dirección.

—No, no la ganó —susurré yo—. Un científico que trabajaba en el instituto la ganó.

—Y aplicaban técnicas de dirección anticuadas —dijo Dirección.

—Oh, no —murmuré—. Dirección espera que ganemos una beca Niebnitz.

—¿Cómo pueden? —susurró Bennett—. Nadie sabe cómo se conceden.

Dirección lanzó una fría mirada en nuestra dirección.

—El Comité de Becas Niebnitz está buscando proyectos creativos descollantes con el potencial de logros científicos significativos, que es el objetivo de GRIS. Ahora me gustaría que os dividierais en grupos y anotarais cinco cosas que podéis hacer para ganar la beca Niebnitz.

—Rezar —dijo Bennett.

Cogí un pedazo de papel y escribí:

1. Optimizar potencial.

2. Facilitar potenciación.

3. Aportar puntos de vista.

4. Seguir una estrategia de prioridades.

5. Aumentar estructuras nucleares.

—¿Qué es eso? —dijo Bennett, mirando la lista—. No tiene sentido.

—Tampoco lo tiene esperar que ganemos la beca Niebnitz. —Se la tendí.

—Ahora vayamos al trabajo. Tenéis pensamientos divergentes a los que dedicaros. Veamos algunos logros científicos significativos.

Dirección se marchó, con el puntero bajo el brazo, pero todo el mundo se quedó allí sentado, aturdido, excepto Alicia Turnbull, que empezó a tomar rápidamente notas en su agenda, y Flip, que entró corriendo y empezó a repartir hojas de papel.

—Resultados Proyectados: Logro Científico Significativo —dije, sacudiendo la cabeza—. Bueno, el pelo corto desde luego no lo es.

—¿No saben que la ciencia no funciona así? No se puede ordenar que haya logros científicos. Se obtienen cuando miras algo en lo que llevabas años trabajando y de pronto ves una conexión que nunca habías advertido hasta entonces, o cuando buscas otra cosa completamente distinta. A veces incluso por accidente. ¿No saben que no puedes conseguir un logro científico sólo porque quieres uno?

—Hay gente que dio a Flip un ascenso, ¿recuerdas? —frunció el ceño—. ¿Qué es «predisposición circunstancial a logros científicos significativos»?

—Para Fleming fue mirar un cultivo contaminado y advertir que el moho había matado las bacterias —dijo Ben. ; —¿Y cómo sabe Dirección que el Comité de Becas Niebnitz concede la beca a proyectos creativos con potencial? ¿Cómo saben que hay un comité? Por lo que sabemos, Niebnitz puede ser un viejo rico que da dinero a proyectos que no muestran ningún potencial.

—En cuyo caso tenemos posibilidades —dijo Bennett. —Por lo que sabemos, Niebnitz puede conceder la beca a gente cuyo nombre empiece por C, o sacar los nombres de un sombrero.

Flip se nos acercó y le tendió a Bennett uno de los papeles.

—¿Es éste el memorándum que explica el impreso simplificado? —preguntó él.

—No-o-o-o —dijo ella, poniendo los ojos en blanco—. Es una petición. Para hacer que la cafetería sea un entorno ciento por ciento libre de humo. —Se marchó.

—Ya sé lo que significa la
i
—dije yo—. «Irritante.»

Él sacudió la cabeza.

—«Insufrible.»

Gorras de mapache
(mayo 1955 - diciembre 1955)

Moda infantil inspirada en la serie de televisión de Walt Disney
Davy Crockett
, sobre el héroe de Kentucky que combatió en El Álamo y despellejó un oso a la edad de tres años. Formaba parte de otra moda más amplia que incluía juegos de arcos y flechas, cuchillos y rifles de juguete, camisas con flecos, cuernos de pólvora, recipientes para el almuerzo, puzzles, libros de colorear, pijamas, calzoncillos y diecisiete versiones grabadas de
La balada de Davy Crockett
, que todos los niños estadounidenses se sabían entera. A consecuencia de la moda empezaron a escasear las gorras de mapache, y se recurrió al material de un artículo de moda anterior, el abrigo de mapache de los años veinte, para fabricar más. Algunos niños incluso se cortaron el pelo en forma de gorra. La moda pasó justo antes de la Navidad de 1955 y dejó a los mayoristas con cientos de gorras en los almacenes.

Al día siguiente, mientras buscaba en mi laboratorio los recortes que le había dado a Flip para que los copiara, se me ocurrió que la observación de Bennett de que ya había conocido a la nueva ayudante debía significar que la habían destinado a Biología. Pero por la tarde Gina, con aspecto agobiado, vino a decirme:

—No me importa lo que digan. Hice lo correcto al contratarla. Shirl acaba de editar y cotejar veinte copias de un artículo que escribí. Correctamente. No me importa si estoy respirando humo de segunda mano.

—¿Humo de segunda mano?

—Así es como llama Flip al aire que expulsan los fumadores. Pero no me importa. Merece la pena.

—¿Shirl te ha sido asignada?

Ella asintió.

—Esta mañana repartió mi correo. Mi correo. Tendrías que hacer que te la asignaran.

—Lo haré —contesté, pero era más fácil decirlo que hacerlo. Ahora que Flip tenía una ayudante, ella (y mis recortes) habían desaparecido de la faz de la Tierra. Recorrí dos
veces
el edificio entero, incluida la cafetería, donde habían puesto grandes carteles de NO FUMAR en todas las mesas, y Suministros, donde Desiderata estaba intentado comprender lo que eran los cartuchos de tinta para impresora; al final encontré a Flip en mi laboratorio, sentada ante mi ordenador y tecleando algo en él.

Lo borró antes de que yo pudiera ver de qué se trataba y se levantó.

Si hubiera sido capaz, habría dicho que parecía culpable.

—Usted no lo estaba usando —dijo—. Ni siquiera estaba aquí.

—¿Hiciste copia de esos recortes que te di el lunes?

Ella no se dio por aludida.

—Había una copia de los anuncios de contactos encima.

Ella sacudió su mechón de pelo.

—¿Usaría usted la palabra «elegante» para describirme?

Había añadido un mechón envuelto en hilo a su peinado, uno largo, forrado de hilo de bordar azul, y una banda de cinta adhesiva en su frente para enmarcar la
i
.

—No —dije.

—Bueno, nadie puede convencer a todo el mundo —dijo, a propósito de nada—. Por cierto, no sé por qué está tan enganchada con los contactos. Ya tiene a ese vaquero.

—¿Qué?

—Billy Boy No-sé-qué —dijo, agitando la mano ante el teléfono—. Llamó y dijo que estaba en la ciudad para un seminario y que se supone que tiene usted que reunirse con él para comer en algún sitio. Esta noche, creo. En el Nebraska Daisy o algo así. A las siete.

Me acerqué a la libreta para mensajes que había junto al teléfono. Estaba en blanco.

—¿No has anotado el mensaje?

Ella suspiró.

—No puedo hacerlo todo. Por eso se suponía que iban a darme una ayudante, ¿recuerda?, para que no tuviera que trabajar tan duro. Sólo que ella es fumadora; la mitad de la gente a la que se la asigno no la quiere en su laboratorio, así que tengo que copiar todo esto y bajar a Biología y todo eso. Creo que habría que obligar a los fumadores a dejar los cigarrillos.

—¿A quién se la has asignado?

—Biología y Desarrollo de Productos y Química y Física y Personal y Nóminas, y a toda la gente que me grita y me hace trabajar un montón. O meterlos en un campo o algo donde no nos expongan a los demás a todo ese humo.

—¿Por qué no me la asignas a mí? No me importa que fume.

Ella se puso en jarras, con las manos sobre la falda de cuero azul.

—Además, nunca se la asignaría a usted. Es la única que es casi amable conmigo por aquí.

Pastel de ángel
(1880-1890)

Pastel de moda, llamado así por su blancura y ligereza, procedente de un restaurante de St. Louis, o de orillas del río Hudson, o de la India. El secreto del pastel era una docena de claras de huevo (u once, o quince) batidas a punto de nieve. Resultaba difícil de cocinar e inspiró todo un ritual: no había que engrasar la sartén, y nadie podía entrar en la cocina durante la cocción. Sustituido, por supuesto, por el pastel del diablo.

Era en el Kansas Rose, a las cinco y media.

—Has recibido bien mi mensaje —dijo Billy Ray, que salió a esperarme al aparcamiento. Llevaba vaqueros negros, una camisa también vaquera blanca y negra, un Stetson blanco, y el pelo más largo que la última vez. El pelo largo debía estar otra vez de moda.

—Más o menos —dije—. Estoy aquí.

—Lamento que tenga que ser tan temprano. Hay un taller esta noche sobre «Riego en Internet» que no quiero perderme. —Me cogió del brazo—. Se supone que esto es el sitio más de moda en la ciudad.

Tenía razón. Había que esperar media hora, incluso teniendo mesa reservada, y todas las mujeres de la cola vestían de rosa pomo.

—¿Conseguiste tus Targhees? —le pregunté, apoyandome contra un cartel de PROHIBIDO TERMINANTEMENTE FUMAR.

—Sí, y son magníficas. Bajo mantenimiento, gran tolerancia al frío, y siete kilos de lana por estación.

—¿Lana? Creía que las Targhees eran vacas.

—Ya nadie cría vacas —dijo él, frunciendo el ceño como si yo tuviera que saberlo—. Por lo del colesterol. El cordero tiene un menor índice de colesterol, y la pura lana virgen se supone que va a ser el nuevo tejido de moda para el invierno.

—Bobby Jay —llamó la encargada, que vestía un mandil rojo y pañuelo de
cabeza
.

—Ésos somos nosotros —dije yo.

—No queremos estar sentados cerca de donde solía estar la sección de fumadores —dijo Billy Ray, y la seguimos a la mesa.

Al parecer, la moda de los girasoles había venido a morir aquí.

Los había entrelazados en la verja blanca que rodeaba nuestra mesa, estampados en la pared, pintados en las puertas de los servicios, bordados en las servilletas. Un gran ramo artificial asomaba de un jarrón Masón en medio de nuestro mantel, también decorado con ellos.

—Guai, ¿eh? —dijo Billy Ray, abriendo su menú en forma de girasol—. Todo el mundo dice que el ambiente de la pradera va a ser la próxima gran moda.

—Pensaba que lo era la pura lana virgen —murmuré, cogiendo el menú. La comida de la pradera era más bien sustancial: filete de pollo frito, salsa cremosa y mazorca de maíz, todo servido al estilo casero.

—¿Algo para beber? —preguntó un camarero vestido con piel de gamo y con un pañuelo de girasoles atado a la cabeza.

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