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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia ficción

Oveja mansa (3 page)

BOOK: Oveja mansa
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El efecto, sobre todo con las gafas de culo de botella, tendría que haber sido de empollón de ciencias, pero no lo era. Para empezar, tenía pecas. Además, llevaba un par de zapatillas de tenis blancas con agujeros en los dedos y descosidas.

Los empollones de ciencias llevan zapatos negros y calcetines blancos. Ni siquiera usaba un protector de bolsillo, aunque le hubiese convenido. Tenía dos manchas de tinta de boli y un borrón de marcador en el bolsillo del pecho de la bata, y uno de los bolsillos estaba descosido por abajo. Y había algo más, algo que no pude detectar, que me impedía encuadrarlo en ninguna categoría.

Lo miré fijamente tratando de averiguar qué era exactamente, tanto que él me miró con curiosidad.

—Quería dejar la caja en la oficina de la doctora Turnbull —dije rápidamente—, pero se ha marchado a casa.

—Tenía una reunión para tratar el tema de la beca. Es muy buena consiguiéndolas.

—Es la cualidad más importante de un científico hoy en día.

—Sí —dijo él, sonriendo amargamente—. Ojalá la tuviera yo.

—Me llamo Sandra Foster —dije, tendiéndole la mano—. Sociología.

Él se frotó la suya en la pana y me la estrechó.

—Bennett O'Reilly.

Eso también era extraño. Tenía mi edad. Tendría que haberse llamado Matt, o Mike o, Dios no lo quiera, Troy. Bennett.

Me lo quedé mirando otra vez.

—¿Y es usted biólogo?—dije.

—Teoría del caos.

—¿No es eso un oxímoron?

Él sonrió.

—Tal como lo planteé, sí. Por eso dejaron de financiar mi proyecto y tuve que venir a trabajar para HiTek.

Tal vez eso explicara la rareza; y quizá se llevaba la pana y las zapatillas blancas entre los teóricos del caos. No, el doctor Applegate, de Química, pertenecía al caos, y vestía como todos los de I+D: camisa de cuadros, gorra de béisbol, vaqueros, zapatillas Nike.

Y casi nadie en HiTek trabaja en su campo. La ciencia tiene sus modas y locuras, como todo lo demás: la teoría de cadenas, de la eugenesia, el mesmerismo. La teoría del caos estuvo en alza durante un par de años, a pesar de Utah y la fusión fría, o tal vez por eso, pero ambas cosas fueron sustituidas por la ingeniería genética. Si el doctor O'Reilly quería una beca, tendría que renunciar al caos y crear un ratón mejor.

Se acercó a la caja.

—No tengo frigorífico. Tendré que dejarla en el porche —la cogió, gruñendo un poco—. Vaya, sí que pesa. Flip probablemente se la entregó a usted a propósito para no tener que traerla hasta aquí. —La levantó con la rodilla cubierta de pana—. Bueno, gracias de parte de la doctora Turnbull y de todas las otras víctimas de Flip —dijo, y se internó en la maraña de equipo.

Era claramente una frase de despedida, y, hablando de becas, yo todavía tenía que clasificar todos aquellos artículos sobre el pelo corto antes de irme a casa. Pero seguía intrigada por saber qué le hacía parecer tan extraño. Le seguí por el laberinto de material.

—¿Flip es responsable de todo esto? —dije, escurriéndome entre dos pilas de cajas.

—No. Estoy preparando mi nuevo proyecto —pasó por encima de un montón de cuerdas.

—¿Cuál es? —aparté una red de plástico que colgaba. —Difusión de información —abrió una puerta y salió al porche—. Aquí se mantendrá lo suficientemente fría —dijo, soltando la caja.

—Sin duda —contesté; me froté los brazos porque el viento de octubre era gélido. El porche daba a un gran patio cerrado, rodeado por muros altos y cubierto de rejilla. Había una puerta al fondo.

—Se usa para los experimentos con animales grandes —informó el doctor O'Reilly—. Esperaba tener los monos en julio para que pudieran estar aquí fuera, pero el papeleo ha tardado más de lo previsto.

—¿Monos?

—El proyecto consiste en estudiar las pautas de difusión de información en un grupo de macacos. Se le enseña una nueva habilidad a uno de los macacos y luego se estudia su difusión en el grupo. Estoy trabajando en el promedio de habilidades útiles contra las inútiles. Enseño a uno de los macacos una habilidad de escaso valor práctico que exija poca destreza y plantee múltiples niveles de dificultad...

—Como el hula-hoop —dije yo.

Él soltó la caja ante la puerta y se incorporó.

—¿El hula-hoop?

—El hula-hoop, el minigolf, el twist. Todas las modas requieren poca habilidad. Por eso el ajedrez nunca se convierte en una. Ni la esgrima.

Él se subió las gafas de culo de botella.

—Estoy trabajando en un proyecto sobre las modas. Qué las causa y de dónde vienen —dije.

—¿De dónde vienen?

—No tengo ni idea. Y si no vuelvo al trabajo, no lo sabré nunca. —Le tendí de nuevo la mano—. Encantada de conocerle, doctor O'Reilly.

Regresé por entre el laberinto. Él me siguió, diciendo pensativo:

—Nunca se me habría ocurrido enseñarles a bailar el hula-hoop.

Iba a decirle que no pensaba que allí hubiera espacio suficiente, pero eran casi las seis, y tenía que recoger montones de papeles del suelo y clasificarlos antes de volver a casa.

Le dije adiós al doctor O'Reilly y regresé a Sociología. Flip estaba en el pasillo, con las manos en las caderas sobre la falda de cuero.

—He vuelto y usted no estaba —lo dijo como si la hubiera dejado hundida en arenas movedizas.

—He bajado a Biología.

—He tenido que venir desde Personal —dijo ella, sacudiéndose el pelo—. Usted me dijo que volviera.

—Estaba cansada de esperarte, así que he entregado el paquete yo misma —le contesté, esperando que protestara y dijera que repartir el correo era trabajo suyo. Me equivocaba: eso habría implicado admitir que era responsable de algo.

—Lo he buscado por toda la oficina —dijo virtuosamente—. Mientras la esperaba, recogí todas esas cosas que dejó tiradas por el suelo y las eché a la basura.

La vieja tienda de curiosidades
(1840-1841)

Moda literaria suscitada por el folletín basado en una historia de Dickens sobre una niña pequeña y su apurado padre, que son expulsados de su tienda y obligados a vagabundear por Inglaterra. El interés por la obra fue tan grande que, en América, la gente abarrotaba los muelles a la espera del barco procedente de Inglaterra que traía el siguiente capítulo; incapaces de esperar a que el barco atracara, quienes aguardaban gritaban a los pasajeros de a bordo: «¿Murió la pequeña Nell?» Lo hizo, y su muerte condenó a lectores de todas las edades, sexos y grados de dureza a agonías de pesar. Vaqueros y mineros del oeste lloraron sin disimulo leyendo las últimas páginas y un diputado irlandés tiró el libro por la ventanilla de un tren en marcha y estalló en lágrimas.

El nacimiento del Támesis no parece tal cosa, sino un pastizal, y ni siquiera abundante. Allí no crece ni una sola planta acuática. Si no fuera por un viejo pozo, lleno de piedras, sería imposible incluso localizar el lugar. Las vacas, sin prestar atención a las piedras, vagabundean perezosas por el prado, mordisqueando flores y hierbas, ajenas a que algo significativo comienza bajo sus patas.

La ciencia es algo aún menos obvio. Empieza con una manzana que cae, una tetera que hierve. Alex Fleming, al echar una última ojeada a su laboratorio cuando se marchaba para pasar fuera un fin de semana largo, podría no haber visto nada significativo en la ventana entreabierta por la que se colaba el aire cargado de hollín de la estación de Paddington. Mientras se preparaba para reunir sus notas e iba a decirle a su ayudante que no tocara nada, que cerrara con llave la puerta, podría no haber advertido que la tapa de una de las placas de petri se había deslizado una fracción de centímetro. Su mente tendría que haber estado centrada en las vacaciones, en los encargos que tenía que hacer, en irse a casa.

Igual que la mía. Sólo era consciente de que Flip había arrugado concienzudamente todos los recortes y había hecho una pelota con ellos antes de meterlos en la papelera, y que no había forma de que pudiera sacarlos y alisarlos todos esta noche, y, como resultado, no sólo pasé por alto el primer acontecimiento de una cadena que conduciría a un descubrimiento científico, sino que estuve también a punto de perderme el segundo. Y el tercero.

Puse la papelera encima de la mesa, sellé la tapa con cinta adhesiva, coloqué un cartel que decía: «No tocar. Esto va por ti, Flip», y me dirigí a mi coche. A medio camino del aparcamiento, reflexioné sobre la capacidad de lectura de Flip, me di la vuelta, y regresé a mi oficina para recuperar la papelera.

El teléfono sonaba cuando abrí la puerta.

—¿Qué tal? —dijo Billy Ray cuando lo descolgué—. Adivina dónde estoy.

—¿En Wyoming? —pregunté. Billy Ray era un ranchero de Laramie con el que había salido hacía tiempo, cuando estudiaba los bailes regionales.

—En Montana. A mitad de camino entre Lodge Grass y Billings —lo que significaba que me llamaba desde su teléfono móvil—. Voy a echarles un vistazo a unas Targhees. Son de lo más auténtico.

Supuse que también eran vacas. Durante mi fase de bailes regionales, lo que más se llevaba eran las Aberdeen Longhorns. Billy Ray es un tío muy majo y un compendio ambulante de modas
country-western
. Dos pájaros de un tiro.

—Voy a estar en Denver el sábado —dijo a través del chisporroteo que indicaba que su teléfono móvil empezaba a quedarse sin cobertura—, para un seminario sobre ranchos informatizados.

Me pregunté cuál sería el nombre y su acrónimo. ¿Ranchos Operativos Informatizados?
(N. del T: En inglés Computerized Operational Wrangling, COW (vaca) en acrónimo)

—Así que me preguntaba si podríamos comer juntos. Hay un nuevo restaurante de la pradera en Boulder.

Un restaurante de la pradera era lo último en cocina.

—Lo siento —dije, mirando la papelera de la mesa—. He tenido un contratiempo. Voy a tener que trabajar este fin de semana.

—Tendrías que introducirlo todo en tu ordenador y dejarle hacer el trabajo. Yo tengo el rancho entero dentro de mi PC.

—Lo sé —dije, deseando que fuera tan sencillo.

—Necesitas uno de esos escáners de texto —dijo Billy Ray; el zumbido era cada vez más insistente—. Así ni siquiera tienes que teclear.

Me pregunté si un escáner de texto podría leer papeles arrugados.

El zumbido se convertía en un estrépito.

—Bueno, quizá la próxima vez —dijo él, más o menos, y su voz se perdió.

Colgué mi teléfono fijo y recogí la papelera. Debajo, medio enterrados bajo los datos de mi investigación, estaban los libros de la biblioteca que tendría que haber devuelto hacía dos días. Los puse encima de la cinta adhesiva, aguantaron, y me los llevé junto con la papelera al coche; luego fui a la biblioteca.

Ya que me paso los días de trabajo estudiando modas, muchas de las cuales son completamente repulsivas, considero que es mi deber animar después del trabajo las modas que me gustaría que cundieran, como poner el intermitente cuando se cambia de carril, y la tarta de queso y chocolate. Y la lectura. Además, las bibliotecas son lugares magníficos para observar las modas en best-sellers y en gestión. Y en el vestir de las bibliotecarias.

—¿Qué hay esta semana en la lista de reservas, Lorraine? —pregunté a la bibliotecaria. Llevaba una camiseta con manchas blancas y negras con el lema COMPLETAMENTE FANTÁSTICA, y un par de pendientes blancos y negros de vacas Holstein.


Llevada por el destino
—dijo ella—. Todavía. La lista de reservas tiene un palmo de longitud. Eres... —contó en la pantalla de su ordenador—, la quinta en la cola. Eras la sexta, pero la señora Roxbury se ha dado de baja.

—¿De veras? —pregunté, interesada. Los libros normalmente están de moda hasta que sale una segunda parte y los lectores se dan cuenta de que les han tomado el pelo. Vean si no
Oliver Story
y
Vals lento en Cedar Bend
. Por eso la moda de
Lo que el viento se llevó
consiguió durar casi seis años, y por su culpa miles de desafortunados niños tuvieron que vivir con el nombre de Rhett, o peor todavía, Ashley. Si Margaret Mitchell hubiera sacado
Vals lento en Tara Bend
todo se habría acabado. Lo que me recordó que tenía que comprobar si había habido alguna merma en la popularidad de
Lo que el viento se llevó
desde la publicación de
Scarlett
.

—No pongas muchas esperanzas en
Destino
—dijo Lorraine—. La señora Roxbury se dio de baja porque dijo que no podía esperar y compró su propio ejemplar. —Sacudió la cabeza, y las vacas oscilaron de un lado a otro—. ¿Qué es lo que le ve la gente?

Sí, bien, ¿y qué veían en
El pequeño lord
, el meloso relato de Francés Hodgson Burnett sobre un niño pequeño de largos rizos que hereda un castillo inglés, allá por 1890?

Fuera lo que fuese, convirtió la novela en un éxito de ventas y luego, la película protagonizada por Mary Pickford (que ya tenía los rizos) inició la moda de los trajes de terciopelo y se convirtió en la pesadilla de una generación de niños pequeños a quienes sus madres cargaron de cuellos de organdí, rizos y pusieron por nombre Cedric aunque sin duda se habrían sentido contentísimos de poderse llamar Ashley.

—¿Qué más hay en la lista de reservas?

—El nuevo John Grisham, el nuevo Stephen King,
Angeles desde arriba, Mecido por las alas de los ángeles, Encuentros angelicales en la tercera fase, Ángeles junto a ti, Ángeles, ángeles por todas partes, Pon a trabajar por ti a tu ángel de la guarda
y
Angeles en el internado
.

Ninguno de ésos contaba. El de Grisham y el de Stephen King eran sólo éxitos de ventas, y la moda de los ángeles llevaba en alza más o menos un año.

—¿Quieres que te ponga en la lista de espera de alguno de ésos? —preguntó Lorraine—.
Ángeles en el internado
es magnífico.

—No, gracias —contesté—. Nada nuevo, ¿eh?

Ella frunció el ceño.

—Creía que había algo... —comprobó en la pantalla de su ordenador—. La novelización de
Mujer citas
—dijo—, pero no.

Le di las gracias y regresé a los estantes. Cogí
Bernice se corta el pelo
de F. Scott Fitzgerald y un par de libros de misterio, que siempre plantean problemas sencillos y solubles del tipo «¿Cómo entró el asesino en la habitación cerrada?» en vez de difíciles como «¿A qué se deben las modas?» y «¿Qué he hecho yo para merecerme a Flip?»; luego pasé a la sección dedicada al siglo XIX.

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