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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia ficción

Oveja mansa (4 page)

BOOK: Oveja mansa
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Una de las modas más desagradables en el mantenimiento de las bibliotecas de los últimos años es la idea de que éstas deben «satisfacer las demandas de sus clientes». Esto significa tener docenas de ejemplares de
Los puentes
de Madison County
y Danielle Steel, con la consiguiente falta de espacio en los estantes, que obliga a los bibliotecarios a purgar los libros que no han sido consultados recientemente.

—¿Por qué estás expulsando a Dickens? —le pregunté a Lorraine el año pasado en la venta de libros de la biblioteca, agitando ante ella un ejemplar de
Grandes esperanzas
—. No puedes expulsar a Dickens.

—Nadie lo ha sacado —dijo ella—. Y si nadie saca un libro durante un año, hay que quitarlo de los estantes.

Llevaba una camiseta que decía UN OSITO DE PELUCHE ES PARA SIEMPRE, y un par de pendientes con gordos ositos.

—Es evidente que nadie lo leyó.

—Y nadie lo leerá jamás porque no estará aquí para que lo saquen —dije—.
Grandes esperanzas
es un libro maravilloso.

—Entonces es tu oportunidad para comprarlo.

Bueno, era una moda como cualquier otra, y como socióloga debería haber tomado buena nota para tratar de determinar sus orígenes. No lo hice, sino que empecé a sacar libros. Todos mis favoritos, que nunca sacaba porque ya tenía ejemplares en casa, y todos los clásicos, y todo lo que estuviera encuadernado en tela y alguien pueda querer leer algún día, cuando se acaben las actuales tendencias de sentimentalismo y sangre.

Ese día saqué
La caja equivocada
, en honor a los acontecimientos de la jornada, y como había visto por primera vez al doctor O'Reilly con las piernas asomando de debajo de un objeto grande,
El mago de Oz
, y luego me pasé a la B y busqué Bennett.
El relato de las comadres
no estaba (probablemente había acabado ya en la reventa de libros), pero al lado de Beckett estaba
El camino de toda la carne
, de Butler, lo que significaba que quizás
El relato de las comadres
estaba únicamente mal colocado.

Repasé los estantes, buscando algo antiguo, encuadernado en tela, e intacto. Borges;
Cumbres borrascosas
, que ya había sacado este año; Rupert Brooke. Las
Obras completas
de Robert Browning. No era Arnold Bennett, pero el tomo estaba encuadernado en tela y era grueso, y todavía tenía un anticuado bolsillo dentro con su tarjeta y todo. Lo cogí, junto con el Borges, y los llevé al mostrador.

—Ya me he acordado de qué más había en la lista de reservas —dijo Lorraine—. Un libro nuevo:
Guía de las hadas
.

—¿Qué es, un libro para niños?

—No —lo sacó del estante de las reservas—. Trata de la presencia de las hadas en nuestra vida cotidiana.

Me lo mostró. En la portada tenía un dibujo de un hada asomándose por detrás de un ordenador, y encajaba con uno de los criteros de la moda de libros: sólo contaba con ochenta páginas.
Los puentes de Madison County
tenía 192.
Juan Salvador Gaviota
tenía 93, y
Adiós, Mr. Chips
, muy de moda en 1934, sólo 84.

También estaba lleno de tonterías. Los títulos de los capítulos eran «Cómo ponerse en contacto con su hada interna», «Cómo pueden ayudarnos las hadas en el mundo corporativo» y «Por qué no hay que prestar atención a los incrédulos».

—Será mejor que me pongas en la lista —dije. Le tendí el Browning.

—No han sacado éste desde hace casi un año.

—¿De veras? —dije—. Bueno, pues ahora ya lo han sacado.

Y cogí mi Borges, mi Browning, y mi Baum y me fui a cenar al Madre Tierra.

Zapatos de punta retorcida
(1350-1480)

Zapatos puntiagudos de cuero blando o tela. Originarios de Polonia (de ahí su nombre francés
poulaine
; los ingleses los llamaron
crackowes
por Cracovia), o más probablemente traídos de Oriente Medio por los cruzados, se convirtieron en la locura de todas las cortes europeas. Las punteras se fueron sofisticando —rellenas de musgo, con forma de garra de león o pico de á guila—, y se hicieron progresivamente más largas, hasta el punto de que era imposible caminar o arrodillarse sin pisárselas, y había que unirlas con cadenitas de oro o de plata a las rodillas para sujetar los extremos. Aplicada a las armaduras, la moda de las polainas resultaba enormemente peligrosa: los caballeros austríacos de la batalla de Sempach, en 1386, se quedaron clavados al suelo por sus alargados zapatos de hierro y se vieron obligados a cortar las puntas con la espada para que no los pillaran «plantados», como si dijéramos. Fueron desplazadas por el zapato de horma cuadrada, atado al tobillo y en forma de pico de pato, que no tardó en ensancharse hasta lo ridículo.

El Madre Tierra tiene comida aceptable y un té helado tan bueno que yo lo pido durante todo el año. Además, es un lugar magnífico para estudiar las modas. No sólo el menú está a la última (actualmente vegetariano muy variado), sino que también lo están sus camareros. Además, hay un kiosco fuera con todos los periódicos alternativos.

Los recogí y entré. La puerta y el vestíbulo estaban repletos de gente. El té helado tenía que estar poniéndose de moda. Me presenté a la camarera, que llevaba el pelo rapado estilo penitenciaría, pantalones de
footing
, y Tevas.

Ésa es otra moda, la de las camareras vestidas para no parecer ni de lejos camareras, probablemente para que no puedas encontrarlas cuando quieres la cuenta.

—¿Nombre y número de su grupo? —dijo la camarera. Sujetaba una tablilla con al menos veinte nombres.

—Una, Foster —dije—. Fumadores o no fumadores, lo que sea más rápido.

Se lo tomó a mal.

—No tenemos sección de fumadores —dijo—. ¿No sabe el daño que puede causarle el tabaco?

Normalmente si fumas te sientas más pronto, pensé, pero como ya parecía dispuesta a tachar mi nombre, dije:

—No fumo. Simplemente no me importa sentarme junto a gente que lo hace.

—El humo de segunda mano es igual de letal —dijo ella, y puso una X junto a mi nombre, lo que probablemente significaba que seguiría allí esperando después de que el infierno se congelara—. Ya la llamaré —dijo, poniendo los ojos en blanco, y desde luego esperé que
eso
no fuera una moda.

Me senté en el banco junto a la puerta y repasé los periódicos. Estaban llenos de artículos sobre los derechos de los animales y anuncios para quitar tatuajes. Pasé a los contactos. No son una moda. Lo fueron, a finales de los ochenta, y entonces, como un montón de modas, en vez de desvanecerse, pasaron a ocupar un pequeño pero permanente lugar en la sociedad.

Sucede con un montón de modas. Las bicis, el monopoly, los crucigramas, todos fueron modas que se asentaron en la corriente principal. Los anuncios de contactos se instalaron en los periódicos alternativos.

Pero puede haber modas dentro de las modas, y los contactos atraviesan modas propias. Las variantes sexuales estuvieron en alza durante un tiempo. Ahora son las actividades al aire libre.

La camarera, con aspecto muy irritado, dijo:

—Foster, grupo de uno —y me condujo a una mesa situada delante de la cocina—. Prohibimos fumar hace
dos
años —dijo, y me arrojó la carta.

La cogí, le eché un vistazo para ver si todavía tenían el milhojas de coles y tomates secados al sol, y volví a los contactos. El
footing
estaba pasado, y las bicis de montaña y los kayaks eran la última. Y los ángeles. Uno de los anuncios estaba encabezado con las palabras MENSAJERO CELESTIAL y otro decía: «¿Te dicen tus ángeles que me llames? El mío me dijo que escribiera este anuncio», cosa que encontré bastante improbable.

Las almas caritativas también estaban de moda, y la espiritualidad, y los látigos. «Se busca S/MBD» y «Desarrollo personal/oriental/nativo americano», y «Busco diversión/ posible compañero de por vida». Bueno, ¿no lo hacemos todos?

Apareció un camarero, también con pantalones de correr, Tevas, y pajarita. Al parecer, había visto la X. Antes de que pudiera soltarme un sermón sobre los peligros de la nicotina, dije:

—Tomaré el milhojas de coles y té helado.

—Ya no tenemos de eso.

—¿Coles?

—Té —abrió la carta y señaló la página de la derecha—. Nuestras bebidas están aquí.

Desde luego. La página entera estaba dedicada a ellas: café exprés, capuchino, café con leche, moca, café, cacao. Pero nada de té.

—Me gustaba su té helado.

—Ya nadie bebe té.

Porque lo habéis quitado de la carta, menú, pensé, preguntándome si habían aplicado el mismo principio que en la biblioteca, y si no debería haber comido allí con más frecuencia, o pedido más de un té cada vez, para salvarlo del hacha. También me sentía culpable porque, al parecer, me había pasado por alto el principio de una moda, o al menos una nueva etapa.

La moda del exprés lleva vigente unos cuantos años, sobre todo en la costa oeste y en Seattle, donde empezó. Un montón de modas han nacido en Seattle últimamente: bandas de garaje, el
grunge
, el café con leche. Antes, las modas solían comenzar en Los Ángeles y, aún antes, en Nueva York. Desde hace poco, Boulder muestra signos de convertirse en el nuevo centro de las modas, pero la llegada del café exprés probablemente tiene más que ver con las últimas consecuencias que con las leyes científicas de las modas. Con todo, deseé haber estado cerca para ver cómo sucedía y localizar su detonante.

—Tomaré un café con leche —dije.

—¿Sencillo o doble?

—Doble.

—¿Largo o corto?

—Largo.

—¿Chocolate o canela por encima?

—Chocolate.

—¿Semidulce o sin azúcar?

Me equivocaba cuando le dije al doctor O'Reilly que todas las modas requieren escasa habilidad.

Después de varias preguntas más, referidas a si quería terrones de azúcar blanco o azúcar moreno y leche desnatada o al dos por ciento, el camarero se marchó, y yo volví a los contactos.

La sinceridad no estaba de moda, como de costumbre. Todos los hombres eran «altos, guapos y económicamente solventes seguros», y todas las mujeres eran «hermosas, esbeltas y sensibles». Los solterones eran todos «atractivos, sofisticados y atentos». Todo el mundo tenía un «magnífico sentido del humor», cosa que también consideré improbable. Todos buscaban personas sensibles, inteligentes, ecológicas, románticas, y NF declaradas.

NF. ¿Qué era NF? ¿Nórdicos de fiordo? ¿Nativos franceses? ¿Naturales fornicadores? ¿Nada de fornicadores? Y uno decía NFS. ¿Nada de fornicadores solicitados? Pasé a la guía de traducción. Por supuesto. No fumadores solamente.

La gente jovial, guapa y atenta que coloca estos anuncios parece haber confundido los contactos con el catálogo de teletienda. Me gustaría el Artículo D2481 en rojo pasión; talla pequeña. Y frecuentemente especifican color, forma, y nada de animales. Pero el número de no fumadores parece haber aumentado radicalmente desde la última vez que los conté. Saqué un boli rojo del bolso y empecé a marcarlos.

Para cuando llegaron mi sandwich y mi complicado café, la página estaba cubierta de rojo. Me comí el sandwich, me tomé la bebida y marqué.

La moda de los no fumadores se remonta a finales de los setenta, y hasta ahora había seguido la típica pauta de las modas de aversión, pero me pregunté si estaba alcanzando otro nivel más volátil. «No importa raza, religión, partido político, preferencia sexual», decía uno de los anuncios. «NO FUMADORES.»

En mayúsculas.

Y «Debe ser aventurero, osado, valiente no fumador», y «Yo: con éxito pero cansado de estar solo. Tú: compasiva, cariñosa, no fumadora, sin hijos». Y mi favorito: «Busco desesperadamente alguien que marche al ritmo de un tambor distinto, huya de las convenciones, no le importe lo que está de moda o no. Abstenerse fumadores.»

Había alguien de pie a mi lado. El camarero, probablemente, para darme un parche antinicotina. Alcé la cabeza.

—No sabía que venía usted aquí —dijo Flip, poniendo los ojos en blanco.

—Yo tampoco sabía que venías tú —dije. «Y ahora nunca volveré a venir», pensé. «Sobre todo porque ya no sirven té helado.»

—Los contactos, ¿en? —dijo ella, girando el cuello para ver qué había marcado—. Están bien, supongo, si está desesperada.

Lo estoy, pensé, preguntándome angustiada si ella se habría detenido al entrar para vaciar la papelera y si yo había cerrado el coche con llave.

—Yo no necesito ayudas artificiales. Tengo a Brine —dijo, señalando a un tipo con la cabeza afeitada, botas con correajes y aros en la nariz, cejas y labio inferior; pero yo no le miraba: estaba mirando el brazo extendido de Flip, que tenía tres anchos brazaletes grises en la muñeca, a mitad del antebrazo y por debajo del codo. Cinta adhesiva.

Lo que explicaba su observación de que lo de aquella tarde era un encargo personal. «Si ésta es la última moda —pensé—, dimito.»

—Tengo que irme —dije, recogiendo mis periódicos y el bolso, y buscando frenéticamente al camarero, a quien no pude encontrar porque iba vestido como todo el mundo. Dejé sobre la mesa un billete de veinte y prácticamente corrí hacia la salida.

—No me aprecia para nada —oí que Flip le decía a Brine mientras yo huía—. Al menos podría haberme dado las gracias por limpiarle la oficina.

Había cerrado mi coche, y, de vuelta a casa, empecé a sentirme casi alegre por los brazaletes de cinta adhesiva. Después de todo, Flip tendría que quitárselos. También pensé en Brine y en Billy Ray, que lleva Stetson y vaqueros ceñidos y un busca; y en el logro que era la falta de moda definida en el doctor O'Reilly.

Casi todo lo que llevan hoy en día los hombres pertenece a alguna moda definida: chaquetas anchas, mallas de ciclista, trajes, vaqueros demasiado grandes, camisetas demasiado pequeñas, zapatos de tacón, botas de caña, calcetines de ejecutivo.

Y ahora, con la incorporación de las camisas de cuadros del
grunge y
la ropa interior térmica, es difícil encontrar algo lo bastante feo para que no esté de moda. Pero el doctor O'Reilly lo había conseguido.

Llevaba el pelo demasiado largo y los pantalones demasiado cortos, pero era más que eso. El batería de una de las bandas de garaje llevaba en escena trenzas y zapatillas de ciclista, y parecía ir a la última. Y no era por las gafas, tampoco. Miren a Elton John. Miren a Buddy Holly.

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