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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia ficción

Oveja mansa (7 page)

BOOK: Oveja mansa
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—Bien —decía Flip—. ¿Quiere oír esto o no?

No era extraño que Pippa pasara cantando por delante de las ventanas de sus clientes. Si hubiera tenido que tratar con ellos, no habría estado ni la mitad de alegre. Forcé una expresión interesada.

—¿Quién más está en el comité?

—No lo sé. No tengo tiempo para estas cosas.

Pero no querrás asegurarte de que sea un buen ayudante?

—No si tengo que quedarme después del trabajo —dijo ella, arrasando irritada los recortes que tenía debajo—. Su oficina está hecha un lío. ¿No la limpia nunca?

—«La alondra está en el alero; / el caracol en la espina» —dije yo.

—¿Qué?

Así que Browning se equivocaba.

—Me encantaría charlar, pero será mejor que empiece a rellenar este impreso —dije.

Ella no hizo ademán de moverse. Miraba los recortes.

—Necesito que hagas una fotocopia de cada uno. Ahora. Antes de que te vayas a la reunión del comité de búsqueda.

Nada. Cogí un lápiz, uní las páginas sueltas al impreso, y traté de concentrarme en el ejemplar simplificado. Nunca me preocupo por conseguir fondos. Es cierto que hay modas en la ciencia y en la industria, pero la avaricia siempre está en auge. Nada le gustaría más a HiTek que descubrir la causa de las modas para poder inventar la siguiente. Y los proyectos estadísticos son baratos. La única subvención que yo pedía era para un ordenador con más capacidad de memoria. Lo que no significaba que pudiera olvidarme del impreso. Daba igual que tu proyecto fuera un plan seguro para convertir el plomo en oro: si no rellenas los impresos y los entregas a tiempo, Dirección te borra del mapa.

Objetivos del proyecto, método experimental, resultados previstos, promedio análisis matriz. ¿Promedio análisis matriz?

Volví la página para ver si había instrucciones, y la página acabó por soltarse. No había ninguna instrucción, ni allí ni al final de la solicitud.

—¿Venían las instrucciones incluidas con el impreso? —le pregunté a Flip.

—¿Cómo quiere que lo sepa? —dijo ella, levantándose—. ¿Qué es esto? —agitó uno de los recortes ante mi nariz, un anuncio de una rubia de pelo corto junto a un Hupmobile.

—¿El coche?

—No-o-o —dijo ella, con un gran suspiro—. El pelo. —Un corte de pelo —contesté, y me acerqué a ver si era un corte tipo Eton o a lo
garçon
. Caía en ondas regulares a los lados de la cara—. Unas ondas de agua —dije—. Era un tipo de permanente; se hacía con un aparato eléctrico especial de metal con cables. Resultaba tan divertido como ir al dentista.

Pero Flip ya había perdido interés.

—Creo que si quieren que te quedes después del trabajo para hacer otras cosas deberían pagarte horas extra. Cosas como grapar todos esos impresos y repartirlos a todo el mundo; habría que llevar algunos a Biología.

—¿Le entregaste uno al doctor O'Reilly? —pregunté, recordando su costumbre de soltar los paquetes en las oficinas cercanas.

—Por supuesto. Ni me dio las gracias. Qué suarb.

—¿Suarb? —dije yo. Las modas del lenguaje son imposibles de seguir, y en principio ni siquiera lo intento, pero conozco buena parte del argot porque con él se describen las otras modas. Pero nunca había oído esa palabra.

—¿No sabe lo que significa suarb? —dijo ella, en un tono que me hizo desear que Pippa hubiera ido por Italia abofeteando a la gente—. Nada guai. Nada tope. Cyberagh. Suarb. —Agitó sus brazos envueltos en cinta adhesiva, tratando de dar con la descripción—. Completamente ajeno a la moda —dijo, y se marchó con su cinta adhesiva y su chaleco del revés. Sin los recortes.

Casas de café
(1450-1554)

Moda de Oriente Medio que se originó en Aden y luego se extendió a La Meca y por toda Persia y Turquía. Los hombres se sentaban sobre esterillas con las piernas cruzadas y tomaban tacitas de café denso, negro y amargo mientras escuchaban a poetas. Las casas de café acabaron siendo más populares que las mezquitas y las autoridades religiosas las prohibieron; sostenían que eran frecuentadas por gente «de baja estofa y muy poca industria». Alcanzó Londres (1652), París (1669), Boston (1675), Seatle (1985).

El sábado por la mañana me llamaron de la biblioteca y dijeron que mi nombre había aparecido en la lista de reservas para
Llevada por el destino
, así que me acerqué a Boulder para recoger el libro y comprar un regalo de cumpleaños para Brittany.

—Puedes llevarte también
Ángeles, ángeles por todas partes
si quieres —me dijo Lorraine en la biblioteca. Llevaba una camiseta con un dálmata y pendientes rojos en forma de enchufe—. Por fin tenemos dos ejemplares más, ahora que nadie los quiere.

Lo hojeé mientras ella pasaba
Llevada por el destino
por el lápiz óptico.

«Tu ángel de la guarda te acompaña a todas partes. Está siempre allí, a tu lado, dondequiera que vayas», decía. Había un dibujo de un ángel con grandes alas alzándose sobre una mujer que hacía cola en la carnicería. «Puedes ignorarlos, puedes incluso pretender que no existen, pero eso no hará que desaparezcan.»

«Hasta que pase la moda», pensé. Saqué
Llevada por el destino
y un libro sobre teoría del caos y diagramas de Mandelbrot; así tendría un pretexto para acercarme a Biología y ver qué llevaba puesto el doctor O'Reilly. Luego me fui al centro comercial de Pearl Street.

Lorraine tenía razón. La librería tenía
Ángel en mi chalet
y
El libro de cocina del querubín
en el estante de saldos, y
El calendario de los ángeles
estaba marcado al cincuenta por ciento de descuento. Había un gran cartel anunciando
Encuentros con hadas en la cuarta fase
.

Subí a la sección infantil y más hadas:
Las hadas de las flores
(que había sido una moda en la década de 1910);
Hadas, hadas por todas partes; y La tierra de la diversión de las hadas
. También libros de Batman, el Rey León, los Power Rangers, y la muñeca Barbie.

Por fin conseguí encontrar un ejemplar en tapa dura de
Sapos y diamantes
, que me había encantado de niña. También tenía un hada, pero no como las de
Hadas, hadas, etc.
, con alas de lavanda y campanitas por sombrero. Trataba de una niña que ayuda a una anciana fea que resulta ser un hada buena disfrazada. Los valores internos imponiéndose a la apariencia física. La clase de moraleja que me gusta.

Lo compré y salí al centro comercial. Era un hermoso día del veranillo de San Martín, cálido y de cielo azul. El centro de Pearl Street, en sábado, es un lugar estupendo para analizar tendencias; en primer lugar porque está abarrotado de gente, y además porque Boulder es de lo más moderno.

En el resto del estado se refieren a Boulder como la República Popular de Boulder donde conviven todo tipo de miembros de la New Age, puestos de hierbas y músicos callejeros.

Hay incluso modas en lo que a música callejera se refiere. Las guitarras estaban pasadas y los bongos andaban otra vez en alza (la primera vez fue en 1958, en pleno auge del movimiento
beat
. Requieren poca habilidad). El corte de pelo de Flip estaba de moda, y también su pinta. Y la cinta adhesiva. Vi a dos personas con tiras alrededor de las mangas y a una con rizos y un sombrero hongo que llevaba una ancha banda de cinta adhesiva alrededor del cuello como las que usaban los franceses durante la moda de
a la victime
, después de la Revolución.

Que fue, por cierto, la última vez que las mujeres se cortaron el pelo hasta los años veinte; estaba chupado rastrear el origen de esa moda. Los aristócratas tuvieron que cortarse el pelo para que no estorbara el funcionamiento de la guillotina, y después de que el Imperio fuera restaurado, sus parientes y amigos llevaban el pelo corto en un gesto de solidaridad. También se ataban estrechas cintas rojas alrededor del cuello, aunque dudo que fuera eso lo que la persona de los rizos tenía en mente. O tal vez sí.

Las mochilas no se llevaban, lo último eran las pequeñas carteras colgadas de una cuerda. También las botas Ugg y los vaqueros sin rodilleras, y las camisas de cuadros. No se veía ni un centímetro de pana por ninguna parte. Patinar bajo techo sin respeto alguno por la vida humana era muy popular, así como caminar despacito y en grupos de cuatro, ignorando al personal. Los girasoles estaban de vuelta y las violetas de moda; otro tanto sucedía con el
look
de Sinead O'Connor. Y los mechones largos y finos de cabello envueltos en hilos de colores vivos se veían por todas partes.

Los cristales y la aromaterapia estaban pasados, sustituidos al parecer por lo étnico. Las tiendas de New Age anunciaban cabañas iroquesas, terapia rusa
banya y
búsquedas de visión peruanas, a 249 dólares en habitación doble, comidas incluidas. Había dos restaurantes etíopes, uno filipino, y un carrito donde se vendía pan frito navajo.

Y media docena de casas de café, que al parecer habían brotado como setas de la mañana a la noche: el Jumpstart, el Espresso Exprés, el café Lottie, el Taza o'Joe, y el café Java.

Después de un rato me cansé de esquivar mimos y patinadores en línea y entré en el Madre Tierra, que ahora se llamaba café Krakatoa (este de Java). Su interior estaba tan abarrotado como el resto del centro comercial. Una camarera con un corte de pelo irregular anotaba nombres.

—¿Quiere sentarse en la mesa comunal? —le preguntaba al tipo que yo tenía delante, señalando una mesa larga con dos personas, sentadas una a cada extremo.

Es una moda procedente de Inglaterra, donde los desconocidos tienen que compartir mesa para mantenerse al tanto de los chismorreos del príncipe Carlos y Camilla. No ha pegado demasiado fuerte por aquí, donde los desconocidos es más probable que quieran hablar de Rush Limbaugh o sobre sus implantes de pelo.

Yo me había sentado varías veces en las mesas comunales al principio, con la idea de que era una buena manera de obtener información sobre las tendencias de lenguaje y pensamiento; pero con haberlo probado tenía más que suficiente.

El hecho de que la gente experimente cosas no significa que tenga ninguna capacidad de reflexión, un hecho que los programas de debate de TV (una moda que ha alcanzado la etapa de crecimiento incontrolado canceroso y deberá dentro de poco agotar su suministro de alimentos) tendrían que haber comprendido a estas alturas.

El tipo preguntaba:

—Si no me siento en la mesa comunal, ¿cuánto tendré que esperar?

La camarera suspiró.

—No lo sé. ¿Cuarenta minutos?

Y yo desde luego esperé que eso no acabara por convertirse en una moda.

—¿Cuántos? —me preguntó.

—Dos —dije, para así no tener que sentarme en la mesa comunal—. Foster.

—Tiene que darme su nombre de pila.

—¿Por qué?

Ella puso los ojos en blanco.

—Para que pueda llamarla.

—Sandra —dije yo.

—¿Cómo se deletrea eso?

«No —pensé—, por favor, díganme que Flip no está creando escuela. Por favor.»

Le deletreé «Sandra», cogí los periódicos alternativos, y me fui a esperar a un rincón. No tenía sentido dedicarme a los contactos hasta que estuviera sentada, pero los artículos también servían. Había una nueva tecnología láser para eliminar los tatuajes, en Berkeley habían prohibido fumar al aire libre, el color de la primavera era el rosa posmoderno, y el matrimonio volvía a estar en alza. «Vivir juntos está pasado —decían las actrices de Hollywood—. Lo guai ahora son los anillos de diamante, las bodas, el compromiso, todo eso.»

—Susie —llamó la camarera.

Nadie respondió.

—Susie, grupo de dos —dijo, agitando su mechón de pelo—. Susie.

Decidí que, o bien era yo, o era otra persona que se había hartado y se había ido.

—Aquí —dije, y dejé que un camarero con un corte de pelo al estilo Tres Chiflados me acompañara a una mesita situada junto a la ventana, de esas que te hacen polvo las rodillas—. Puedo pedir ya —le dije antes de que se marchara.

—Pensaba que era un grupo de dos.

—La otra persona llegará pronto. Tomaré un café con leche doble largo con leche desnatada y chocolate semidulce por encima —dije animosamente.

El camarero suspiró y pareció expectante.

—Con azúcar moreno por los lados —dije. Él puso los ojos en blanco.

—¿Sumatra, Yergacheffe o Sulawesi?

Miré la carta en busca de ayuda, pero no había nada más que una cita de Kahlil Gibran.

—Sumatra —dije, ya que sabía dónde estaba. Él suspiró.

—¿Estilo Seattle o California?

—Seattle.

—¿Con?

—¿Una cucharilla? —dije, esperanzada. Él puso los ojos en blanco.

—¿
Jarabe
de qué sabor?

«¿De arce?», pensé, aunque eso parecía improbable.

—¿Frambuesa?

Al parecer, ésa era una de las opciones. Se marchó, y yo ataqué los anuncios de contactos. No tenía sentido marcar los NF. Los había prácticamente en cada anuncio. Dos lo ponían en la cabecera, y uno, colocado por un atleta muy inteligente, sorprendentemente guapo, lo pedía dos veces. «Amigos» estaba pasado, y trabajo del alma era lo que se llevaba. Había dos referencias a las hadas, y otra abreviatura: GC. «JBDV busca MBNFH. Debe ser GC. Sur de Baseline. Oeste de la Veintiocho.» Lo marqué con un círculo y pasé al libro de códigos. Geográficamente compatible.

No había más GC, pero sí un «Preferible zona comercial de Boulder», y uno que especificaba, «Valmont o Pearl, manzana 2500 solamente».

Sí, en un metro cuadrado, y me gustaría que Federal Express me lo trajera a la puerta. Eso me hizo pensar con afecto en Billy Ray, que estaba dispuesto a conducir desde Laramie para salir conmigo.

—Este lugar es tan ridículo —dijo Flip, sentándose frente a mí. Llevaba un vestido de muñeca, medias rosa hasta el muslo, y un par de ajadas sandalias Mary Jane; todo más o menos derecho—. Hay una cola de cuarenta minutos.

«Sí —pensé—, y tú deberías estar en ella.»

—Hay una mesa comunal—dije.

—Nadie se sienta ahí excepto los suarbs y los bufs —dijo ella—. Brine quiso que nos sentáramos en la mesa comunal una vez. —Se agachó para subirse las medias.

No había cinta adhesiva a la vista. Flip llamó al camarero y pidió.

—Lattemarchia descremado largo Jazula, sin demasiada espuma —se volvió a mirarme—Brine pidió un café Sumatra con leche —cogió mi bolsa de la librería—. ¿Qué es esto?

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