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Authors: Marcela Paz

Tags: #Infantil

Papelucho en vacaciones (3 page)

BOOK: Papelucho en vacaciones
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Y, ya confiados, revisamos las otras casas rodantes abandonadas.

— ¡Aquí hay una trompeta! —gritaba uno.

— ¡Aquí un parlante! —chillaba otro, y a cada rato descubríamos más y más cosas. Con tal que no aparecieran nunca más los que las habían juntado. Porque es brutal encontrar cosas de nadie, cosas sin dueño. ¡Es victorioso!

Cada uno iba sacando lo que necesitaba para su número glucoso, y aunque hubo puñetes por el calzoncillo de lentejas de oro, quedamos todos lujuriosamente elegantes. Hasta inventamos más números aprovechando las cuestiones encontradas.

Y empezaron de nuevo a repicar nuestros tambores con el compás triunfal de la trompeta y el parlante que atronaba la selva como Juicio Final.

Siguiendo la huella, divisamos entonces gente de verdad, público, allá muy lejos, lo único que nos faltaba. En este mundo la cuestión es tratar de lograr algo y se consigue.

Se veía un montón de público surtido: niños, viejos, mujeres, todos de ocasión. Aburridos. Sentados, sin hacer nada.

Al vernos venir se les alargó el cogote, les brillaron los ojos y quedaron supersónicos. Quizá creyeron que éramos marcianos. Se levantaron unos como para venir a nuestro encuentro, pero un gordo gigante abrió los brazos y detuvo a los asustados. Un flaco estiró la mano como queriendo robar el pantalón luminoso, pero el gordo lo sentó en el suelo. Y entonces el gordo sacó una huasca muy larga y con ojos de rinoceronte embravecido relinchó un « ¡Atrás todos!» electrónico. El público quedó inmóvil y tan idiotizado como antes.

El gordo de bigotes de cuerno de venado, se acercó a nosotros haciendo sonar su huasca.

— ¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? ¿De dónde venís? —preguntó ásperamente.

— ¡Este es Bartolo! —dije con orgullo mostrando a mi culebro.

— ¡Y este es Caupolicán! —dijo Cote con su voz de pitilla.

— ¡Somos el sensacional Circo Puma Intramuscular! —resoplé yo por el parlante—. Sólo queremos público para dar la función.

El caballero de huasca se guardó su huasca de un huascazo.

—Aquí lo tenéis —dijo mostrando al grupo magistral—. ¿A qué hora comienza la función?

—Ahora mismo —contesté por el parlante. Mi voz era para asustar a cualquiera. Pero en ese momento al Bartolo se le ocurrió meterse en mi trompeta y tuve que largarla. Asomó su cabeza escupidora y sacadora de lengua y metido en la cuestión parecía un fenómeno.

El público nos rodeó aplaudiendo al Bartolo.

— ¡Sentarse todos en círculo y que empiece la función! —rugió el bigotudo. Todos le obedecieron y la pista quedó hecha: una redondéela como estadio, todos sentados en el suelo. Miles de ojos enchufados en el Bartolo y yo.

Era bien claro que lo que más interesaba era mi culebro-cohete. Porque metido en el cometón parecía algo lunar. O sea que su cabeza asomada en una punta y la cola al final eran algo extra. También el traje duro que había elegido el Bartolo lo ponía nervioso y se retorcía con ojos fulgurantes.

La banda de los Pumas se largó a hacer sus números. Sus vueltas de carnero, sus saltos, su kárate y su judo. Los tonys, sus payasadas harto fomes. El público reía o pifiaba, que es igual que aplaudir. Era un público subdesarrollado. Yo entretanto trataba de sacar al Bartolo de la trompeta…

De repente, empezaron a tirarnos cáscaras y tomates y hasta piedras.

Entonces me adelanté con el Bartolo y anuncié su número:

— ¡Señores! —dije—. Por primera vez se presenta en público el más famoso culebro don Bartolo y su amigo pumita Caupolicán. Pero antes de presentarlo, nuestro querido auditorio debe pagar su entrada al Circo Puma Intramuscular.

Una lluvia de monedas nos bombardeó hasta aturdimos. Es decir, nos salieron cototos en la frente y el Japo quedó tendido en el suelo, cara al cielo, sonriente y desconectado. El Sedri saltaba en una pata su dolor de canilla, mientras los otros arrancaban del bombardeo. El público gritaba rubicundo. Caupolicán y Bartolo hacían cosas tremendas estereofónicas.

Yo he oído decir que el éxito desvanece, pero no estaba seguro si era eso lo que nos pasaba a nosotros. Rotundamente desvanecidos había dos…

El bombardeo paró y algunos y otros empezaron a recoger monedas.

Ya ahí vino lo raro. La pista se llenó de cabros chicos-público y se nos vinieron encima a quitarnos las monedas. Se armó la gran pelea y volaban los puñetes, las patadas, zancadillas y canillazos. El público viejo se reía. Hasta que de pronto sonó un pito y el caballero bigotudo con los cachetes bien inflados de pitear, hizo bailar su huasca. El asalto quedó esterilizado. Y entonces don Bigote se acercó.

—Basta de chacota —dijo—. ¡Me intereso por la culebra!

— ¡No se vende! —le contesté violento—. Y además es culebro.

—Ustedes se han robado los equipos de mi circo —dijo—. Van presos si no dan la culebra y la pumita.

—Creímos que eran de nadie estas porquerías —le dije—. ¡Ahí las tiene!

—Y a los de la banda ordené—: ¡Devolverlo todo!

Yo estaba tan furiondo que hasta los aturdidos volvieron en ellos. En un minuto les habíamos devuelto al bigotudo sus cordeles, sus fétidos trajes de tony y sus calzones de lentejas de oro.

—Oye, chico mal genio —dijo él sonrisoso, acercándose—. ¿Qué tal si negociamos el culebro y el puma? Entre amigos, compañeros de circo, se puede tratar, ¿no? Hasta podrían formar parte de la compañía y viajar con nosotros en las casas rodantes. Pensamos llegar al fin del mundo.

Me volví a consultar a los de la banda. Les tincaba como diantre la idea de ser del circo y más que todo llegar al fin del mundo…

—Di que sí —me soplaban entre dientes—. Piensa en las aventuras.

Yo me volví al Bartolo y lo miré en los ojos preguntándole. No me sacó la lengua, sino que se escondió en la trompeta parlante, y su cabeza desapareció para venir a salir por la otra punta. Yo me quedé con la trompeta en la mano y se la disparé al bigotudo. Bartolo vino a enroscarse en mi cogote feliz.

—Bartolo ha decidido que no —dije con sabiduría—. Es por él que se interesan y él no quiere.

—Yo les propongo que pongan Uds. las condiciones —la huasca sonaba suavecita en mis piernas.

— ¡No hay condiciones! —le ladré al bigotudo.

—Está bien —dijo poniéndose más seco y haciendo sonar la huasca al lado de mis narices—, pero el más fuerte soy yo —y mostró con la huasca a su famoso público.

Sentí como un tilimbre en el estómago, pero Bartolo estiró su cogote y escupió al bigotudo. Eso me dio valor.

—¡Lástima que siendo tantos no puedan defenderse de la mordedura venenosa del Bartolo! —me insolenté.

Junto con decirlo se me acercó un gallo inmenso, puro músculo cachimba, de esos que parecen montón de neumáticos. Me pescó de una oreja y me elevó en el aire y desde ahí me soltó. Cuando abrí los ojos en el suelo, vi saltar al Bartolo y enroscársele en su inmenso cogote y apretar y apretar… El matón cachiporra se iba poniendo rojo, negro y color mora y sus ojos se agrandaban como huevos en plato.

El bigotudo quiso acercarse para pescar al Bartolo, pero él lo escupió en la cara. El «público» retrocedió asustado.

—¡Haz que suelte al Gorila! —maldición el bigotudo—. ¡Esa fiera lo va a ahorcar!

—Lo soltará si prometen no fregarnos –dije rubicundo, y cuando todos juraron mandarse a cambiar, yo le ordené al Bartolo—: ¡Suéltalo y ven aquí!

Bartolo se desenrolló del tremendo cogote del Gorila, y se vino galopando a mis piernas amigas. El matón había caído al suelo y se revolcaba sobándose la garganta. El público y su jefe corrían a consolarlo, porque el grandote lloraba a chorros, tratando de respirar. Nosotros recogimos nuestro equipo y solamente nos llevamos de recuerdo la trompeta, que ellos dejaron tirada.

Caminamos un buen rato callados. Había tanto que hablar que más valía no decirlo, y así fuimos perdiendo de vista al enemigo con sus chegres casas rodantes y su circo de porquería.

Y apenitas los perdimos de vista, descubrimos allá lejos un ranchito, una casita de campo de verdad, sin ruedas ni patillas. Y justo fue verla y se largó a llover. ¡Chitas con el sur y ¡sus aguaceros!

Corrimos empapados a golpear la puerta, que se abrió al primer golpe.

Un olor a causeo nos alegró por dentro, y una viejita peluda nos invitó a pasar.

—Entren, niños —dijo arrugándose más— vengan a secarse un rato mientras pasa la lluvia…

Yo escondí rápidamente al Bartolo en la trompeta, para no asustarla.

Las viejas se caen muertas por cualquier cosa. Caupolicán no daba miedo porque mojado parecía un quiltro cualquiera.

Nos empiluchamos, tendimos la ropa cerquita del horno y empezó a echar humo blanco. La viejita hacía sonar la lengua como animando un caballo y nos convidó causeo en una olla de greda bien jugosa. Nos conversaba de todo sin preguntar. De repente, dijo:

—Ustedes traen una culebra que se llama Bartolo…

Nos quedamos paralelos con el causeo en la boca sin tragar. ¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo adivinaba su nombre?

—¿Es adivina? —le preguntó el Negro asustado. Ella puramente se arrugó más y no dijo nada.

—¿O es bruja? —preguntó el Sedri.

—Soy hechicera —dijo riendo sin un solo diente.

Y ahí me vino la idea.

—Entonces podría adivinar dónde está mi papá, mamá y la Ji… ¿Cuánto vale saberlo?

Sacó su lengua puntuda y la revolvió limpiándose los bigotes.

—La plata aquí no sirve —dijo pero el Bartolo sí. Me das el Bartolo y te digo cómo encontrar a tus padres…

Otra vez nos querían quitar nuestro Bartolo… Me quedé pensaroso. Era harta tentación encontrar a mi gente y dejarlos tranquilos de mí, pero entregar al Bartolo, ¡nunca jamás!

En un rincón nos amontonamos los siete. En secreto me alegaban:

—No vas a ser tan egoísta que por juntarte con tu gente vas a darle al Bartolo…

Claro, ellos no tenían problema; eran libres en su campamento y nadie los buscaba. Pero al pobre yo, lo creían perdido y uno sabe que la mamá de uno es de esa gente que siempre piensa lo peor, aunque requete sabe que nunca pasa nada. Porque ella es mal pensada de nacimiento y no tiene remedio. Por eso me revolvía adentro la famosa cuestión de la con ciencia, porque sin ciencia uno es mucho más feliz, Y perder mi Bartolo para siempre por puro que no se asusten gratis de uno, es harto mal negocio. Y por último, un rato más de yo perdido, no era tan atroz cuando faltaba poco para la noche y en la noche todos duermen.

Los otros comprendían mi problema.

—Si es bruja —dijo el Negro— se queda con el Bartolo y a lo peor tú ni encuentras a tu gente.

—Si es bruja pícara nos puede convertir a todos en sapos —dijo Sedri.

—Y puede hacer un caldo con el Bartolo —alegó otro.

—Y llevarnos a una cueva maldita…

—O echarnos en el cráter de un volcán…

—Si es adivina sabe lo que estamos hablando —dije con un calor tremendo en las orejas. Caupolicán gruñó mostrando sus dientecitos filudos. También él tenía miedo que lo entregáramos a la hechicera en vez de Bartolo.

—Total somos siete contra una —dijo el Negro—. No nos puede quitar a los amigos.

La bruja se dio vuelta y dijo:

—Ni siete ni setenta veces siete ni todas las fieras juntas pueden vencer a una hechicera —rió la bruja con una carraspera carcajada tan larga que creí se ahogaba.

La cuestión era hacer algo sin pensar, para que ella no alcanzara a adivinarlo. ¿Qué tendría tan súper el Bartolo que todo el mundo se lo quería robar y hasta los buenos se convertían en malos con tal de tenerlo?

Miré a mi culebro como pidiendo su ayuda. Desde el fondo de la trompeta me miró él a mí y me envió un mensaje. Era un mensaje aéreo sin comunicaciones. Directo.

Ipso flatus soplé por la trompeta y el Bartolo salió disparado escupiendo a chorro y sacando la lengua a mil por minuto. Corría por el rancho a grandes saltos y fue a pararse en su cola, muy derecho, delante de la bruja.

—Ven a mí, Bartolín —dijo ella con voz cremosa—. Te necesito, mi príncipe, para librarte de tu encantamiento…

La vieja se había vuelto color sandía y se le paraban los pelos de puro susto. Bartolo no se movía y la seguía escupiendo.

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