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Authors: Marcela Paz

Tags: #Infantil

Papelucho en vacaciones (6 page)

BOOK: Papelucho en vacaciones
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—¡Idiota! Ciervo, el animal con cachos. La carne se la han comido los pumas. Por eso están gorditos. Este es un cementerio de ciervos.

—A lo mejor nos comen a nosotros y quedamos esqueletos… —dijo uno con tamborileo de dientes.

—¿Por qué no nos armamos con ellos? Podríamos ser un grupo de guerrilleros ultra marcianos… —dije.

Ipso flatus eligió cada uno sus armas. Eran huesos duros y rotundamente formados para guerreros.

Primero nos pusimos de coraza, es decir en vez de camisa, los costillares que protegían contra ramas, asaltos a cuerpo presente y tal vez flechas. En la cabeza nos plantamos los cuernos que nos dejaban de feroz altura y temible pinta. Por si los asaltantes eran boxeadores, nos protegimos la quijada o sea el mentón, con las calaveras de los tinados. Quedamos marcianizados. Y nos dábamos terror el otro al uno… Hasta al Caupo le dio susto de vernos. Sólo Bartolo parecía reírse con su lengüita electrónica. En cada mano llevábamos cualquier cantidad de huesos filudos que servían de flechas o cuchillos, según el caso.

Costaba caminar con la armadura nueva.

Era un enredarse en las ramas, y un rabiar y pelear porque por desenredar al otro, se enredaba uno con él y crujían los huesos y nos rasguñábamos iracundos y volaban los garabatos, puñetes y huesazos y los cueros del cuerpo se iban poniendo rojos de arañazos.

Y entonces vino la lluvia pacífica. Menos mal que cuando es verano y uno está rasguñado, el agüita cae bien al cuerpo y a la sangre sulfurosa. Así que nos dejamos llover enteros y nos dio risa tilimbre y se nos quitó la rabia y paró la lluvia justo a tiempo para seguir caminando…

(Yo no quería seguir más con la tarea de mis vacaciones, pero la señorita Fresia es de esa gente tremenda que tiene carácter y no hay quien la convenza de nada.

(Yo no lo encuentro justo —proclamé—. Llevo más de un cuaderno… —Si es por el precio del cuaderno, te regalo otro —dijo sonrisosa. —Es la tarea más larga del mundo… —rezongué. —Hagamos un trato, Papelucho. Mientras estés escribiendo tus vacaciones, quedas libre de cualquier tarea de castellano. Era un negocio, por fin. Los negocios son negocios, así que sigo…)

Como iba diciendo, mientras andaba y andaba, me vino el remordimiento familiar, o sea que me acordé de la mamá, del papá, de la Ji que nadie la entiende…

Y me fui quedando atrás para pensar en ellos tranquilo. Porque a lo peor nunca jamás iba a volverlos a ver y me daba congoja. Mi madre huérfana de hijo, mi padre con su famosa responsabilidad de jefe, mi hermana subdesarrollada tan pegoteada a mí. ¿Qué hacer? Yo los había buscado. Ellos me habrían buscado. Si el mundo fuera redondo, pero quieto y no diera vueltas, ya nos habríamos encontrado… Una lágrima caliente me cayó en pleno pecho y me di cuenta de que casi estaba llorando. Entonces me llamé al orden. Un hombre no llora y tampoco se desanima. Cada vez que yo sufrí pensando en lo que sufría mi mamá, resultó viceversa. Así que a lo mejor ella tenía magnesia y ni se acordaba de su hijo perdido… (Otra lágrima). Entonces canté a todo riñón la Canción Nacional y me alegré.

Y justo que me había alegrado cuando al idiota del Japo se le olvidó que tenía cuernos, quiso darse una vuelta de carnero y se le enterraron los cachos hasta el cogote. Así que quedó perpetuamente asomado entre ellos como en un balcón de esos antiguos. Y lo grave es que creímos sería para toda la vida.

Forcejeamos y forcejeamos hasta que al fin lo colgamos de los cachos en un árbol y lo dejamos ahí para que cayera de su peso. Pero no cayó. Así que forcejeamos y forcejeamos y por fin nos colgamos todos de sus patas como un inmenso racimo de marcianos y tampoco cayó. Llegó el Caupo, de un brinco se trepó en el racimo y parece que fue la famosa gota de agua que llena la copa, porque ¡paff! todos al suelo, con sonajera repercutiente de huesos en todo el sur de Chile. Aunque nos demoramos bastante en armarnos de nuevo y nos sobraron muchos huesos quebrados del armamento, íbamos a seguir caminando, cuando descubrimos una mina de una especia de fresa salvaje, deliciosa. Su gusto era algo churumbélico, junto con descubrirlas las comimos a ver quién más ligero y quién más. Ojalá que fueran un poco como las cebollas, que acompañan un buen rato al que las come. Porque lo que pasa en el sur es la cuestión del hambre, que estorba bastante a los aventureros. Menos mal que quedamos tan inflados y hostigados para no comer más de esas frutillas en toda la vida.

Había aparecido el sol entre los árboles, y era como un faro de buque en lontananza apuntando un camino. Bartolo iba delante y nosotros a la rastra detrás con el Caupo, que a cada rato se enredaba en mis piernas. El pobre estaba cansado, porque era guagua y no señor: había ocurrido que fuera recién nacido. En todo caso, aunque le tuviéramos con pasión, no podíamos llevarlo en brazos estando tan armados y recomidos.

De repente cambió algo en el aire. Era como un frescor distinto, y una luz y reflejos acuosos en el cielo… Y justo que era otra vez el lago donde sucumbimos por el huracán, sólo que era otra orilla. Nos bajó la tentación de bañarnos, pero no de navegar. Poco a poco nos metimos. El fondo era de unas piedras ásperas rajuñonas y cargantes. Nos salimos y buscamos otro lado, ídem de ídem. Dolían tremendo los pies y total preferimos la tierra…

En eso sentimos un lejano motor. Miramos al cielo por si era un helicóptero buscándonos. No. Allá lejos se divisaba una lancha, en pleno lago. Iba a todo chancho, haciendo olitascachirulentas a sus costados y con popa sin tocar el agua. Yo miré con violencia y pude distinguir a los que la ocupaban: era mi padre, madre e hija con algún lanchero-taxi.

Me llené de viento y grité llamándolos… Pero ¡nada! ¡Qué manera de buscar tiene la gente! ¿Es que creían que me iban a encontrar ahogado y flotando en medio del lago?

Chillé más y los de la banda me ayudaron haciendo coro. Las voces nuestras se perdían paulatinamente. La lancha se alejaba…

Otra vez me quiso bajar la congoja y otra vez la atajé:

—¡Están paseando felices por el lago y ni se acuerdan de mí!

La lancha se perdió para siempre y yo me trepé en un árbol para verla hasta el último…

Vi hasta las olitas que dejaba atrás y creo que algunas gotas me salpicaron, porque tenía borrones en los ojos y como romadizo interior.

Pero entonces descubrí algo contundente: el sur en que estábamos nosotros era una isla, porque allá lejos, pero por todos lados, se divisaba el agua de la eterna laguna huracanada…

Cuando uno cree que está en un continente, y descubre que está en una isla desconocida, da una cuestión rara en la boca y la saliva se vuelve engrudo y las ideas ídem. Uno piensa, ¿qué me pasa? ¿Tengo miedo? —y se contesta— ¡Quizá! —que es de esas palabras que sirven para «sí» y para «no». En todo caso piensa en los demás, es decir en la banda de Siete Pumas compañeros y se dice: Entre los siete, con uno que tenga miedo, basta. El miedo es contagioso y si se nos pega a todos, siete asustados es cosa seria. Fijo que nos da terror…

—¡Me callo! —Juré en mí dentro—. Es mi secreto… —y me sentí harto hombre de guardármelo.

Porque sacaba la cuenta que tenía un poquito de miedo, y bastante miedo al miedo de todos, y entre el miedo mío y el miedo al miedo, era mejor mi miedo, porque por lo menos era un poco más chico.

Bajé paulatinamente del árbol y mi cabeza estaba gacha, según dicen.

—No te pongas neurótico porque no te vieron —dijo el Negro—. Total ninguno anda con sus papis…

—¡Si supieran! —pensé—. ¿Cuándo y cómo vamos a salir de esta isla y llegar al continente? Quizás si somos sus únicos pobladores y tendremos que poblarla… —levanté la cabeza con violencia y me dije: ¡Disimula! —y pesqué al Caupo y lo chacoteé para dejarme pensar.

Japo y Sedri habían partido y los seguían los demás con Bartolo, así que mordisqueándonos con el Caupo nos fuimos detrás. Era mejor no perderlos de vista.

Es raro caminar por las puras, sabiendo que no va uno a ninguna parte, oyendo crujir las ramas y cantar algunos pájaros anónimos, sin importarle si es de día o noche, si aparecerán otra vez los pumas o algún rinoceronte, si se acabará el mundo o puramente nosotros… No dan ganas de morirse. Y yo tengo un invento que es muy choro, pero que se me olvida cada vez que tengo tiempo para escribirlo.

Tal vez con la pena de morirme y tanto pensar, me fui quedando atrás, siempre jugando con el Caupo, hasta que de repente él gruñó y se pararon sus pelos y sus orejas.

Entonces me di cuenta de que había un hombre mirándonos. Era un hombre chico, como de mi edad y con ojitos de ojales. Me miraba. Yo quedé paralelo. Uno no está preparado para encontrar un hombre vivo en una isla desierta.

—¡Hola hueñi! —me dijo sonriendo.

—¡Hola! —contesté y nos quedamos sonriendo.

—¿Tuyo el pangui? —preguntó mostrando al Caupo.

—Sí —ni sabía cómo seguir la conversación. En eso llegaron el Sedri y el Cote. El aparecido los miró siempre sonriendo y me preguntó:

—¿Son pañis?

—¡Claro! —dije por no decir sí ni no. No tenía la mayor idea de lo que me preguntaba. Parece que contesté bien, porque siguió sonriendo.

—Huincas… —dijo y le hice seña que «sí» con la cabeza. No podía estar insultándonos si seguía sonriendo. Fueron llegando los otros y se agrandó su risa y aparecieron en su boca muchos más dientes blancos.

A mí me había bajado una felicidad completamente centrífuga, justo al medio de mi centro y se me atropellaban las preguntas que le quería hacer al amigo hueñi. Pero si las hacía, los otros se iban a dar cuenta que estábamos en la isla… Así que frenaba a fondo.

—¿Vives aquí? —preguntó el Japo que no tiene complejos.

Me miró a mí y me imitó en el «sí» de cabeza.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Andi Panda.

—Pellín… —y rió con más dientes todavía.

—¿Eres huinca? —le preguntó el Rodri, que no le había entendido lo que nos dijo.

—Yo no —dijo—. ¡Ustedes sí!

Más vale que no le hubiéramos preguntado; nos quedamos tan estupidizados que ni sabíamos si era un insulto o lo contrario. En todo caso la cuestión era hacerse muy amigo de él, meterlo en la banda, y no soltarlo en jamás de los jamases.

—Andamos medio perdidos —dijo el Japo—; ¿por qué no nos llevas a tu casa?

Pellín miró al Bartolo y dijo «no» con la cabeza. Parece que no le caía bien.

—No es ofensor —le expliqué—, es amigo y bueno —y para demostrárselo envolví al Bartolo en mi cogote.

Pellín se rió con risa ronca y se acercó a tocarlo. Tenía unas manos chicas, morenas y duras, con las uñas muy rosadas y al Bartolo le cayó bien y estiró el cogote como para abrazarlo, pero Pellín se alejó.

—Tienen mala fama los culebros en esta isla —pensé.

Pellín nos llevó por un caminito misterioso donde había puras flores rojas, sin piedras ni ramas, completamente de cuento para niños chicos. Torcía por aquí y torcía por acá entre árboles inmensos, hasta llegar a una maravilla que nadie imaginaba. Un tremendo suspiro de asombro nos salió a todos en coro y las bocas se abrieron definitivamente.

—El castillo de Mancera —dijo Pellín mostrando el castillo con su dedo de uña tan rosada, y nos quedó mirando con orgullo.

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