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Authors: Marcela Paz

Tags: #Infantil

Papelucho soy dix-leso (2 page)

BOOK: Papelucho soy dix-leso
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Se miraron y se secretearon de nuevo.

—¿Podrías cuidar el auto mientras vamos a buscar bencina?

Me abrieron la puerta y me senté al volante. Ellos partieron peleando. Yo los miré alejarse bien contento porque podría entretenerme harto jugando a ser taxista.

Pero no duró mucho. Por la esquina apareció el carabinero que cuida a una senadora y se acercó con harto disimulo. De repente se quedó perpetuo, miró mi taxi con cara maquiavélica y sacó una libreta. Aparecieron sus dientes en violenta sonrisa y se plantó detrás y ahí quedó para siempre.

Yo lo miraba por el espejito retro no se cuanto, esperando…

Se acercó con frecuencia modulada y me miró de hipo en hipo.

—¿Es tuyo el cacharro? —preguntó sin soltar su libreta.

—Ojalá —contesté sonrisoso.

—¿De alguien de tu familia?

—Frío, frío… —dije jugando al Tugar. Pero a este carabinero no le gustó la broma y abrió la puerta del auto y se sentó a mi lado.

—¡Dame las llaves! —ordenó muy seco.

—Es que no las tengo…

—Veamos el padrón.

—Veámoslo —contesté registrando la guantera y demases. Él me miraba con malos pensamientos. De repente se le acabó la paciencia.

—Explícame lo que haces en un auto que no es tuyo.

—Jugaba a que era taxi y tenía que llegar a Pudahuel a todo chancho…

—¿De quién es el auto?

—No tengo la mayor idea. Unos gallos no podían hacerlo partir y yo les dije que no tenía bencina, porque no tenía ni olor…

—A ver si me das sus nombres.

—Eran dos lolos chascones y rotundamente desconocidos.

—Eres un loro bien amaestrado —dijo—. ¿Sabes de algún teléfono cerca?

Le mostré mi casa. Se sacó el quepis y se rascó la cabeza. Tenía algún problema. Se acercó a la puerta de calle, volvió al auto, otra vez a la puerta y volvió donde mí.

—Si es tu casa, llama a tu papi —dijo.

—En primer lugar no tengo papi, sino papá y en segundo, salió y en tercero, no hay nadie.

Otra vez se levantó el quepis y se rascó. Se puso violentoso.

—Ven conmigo al teléfono —dijo tomándome del brazo, así como llevándome preso.

Entramos.

Cuando uno entra en mi casa llevado por carabinero, ella se ve distinta. Casi desconocida. El teléfono era anónimo. Marcó un número y no sonó ocupado.

Con voz de "móvil 3" dijo:

—Aquí sargento Benítez. Ubicado el Peugeot robado anoche. Mande grúa y refuerzos. Sí. Hay un detenido —y dio mi dirección.

Entonces no más me cayó la teja y mis piernas se pusieron electrónicas. Pero quedé frenado, y tragando saliva.

—Oiga —le dije— ¿va a detener a los chascones?

—Por supuesto. Y si no aparecen ellos, te vienes tú conmigo…

Mi saliva estaba espesa, pero me la tragué otra vez.

—Tienen que volver. ¿Cómo van a dejar perderse un Peugeot blanco?

Me miró igual que el doctor, así, harto rato. Creo que se dio cuenta que soy dix-leso. Entonces traté de convencerlo de lo contrario.

—Yo les di la dirección de una bomba bencinera bien lejos —le expliqué—. Quería que se demoraran para poder jugar al taxista. Claro que apenitas se fueron llegó usted y… —traté de sonreír.

Otra vez se levantó el quepis y se rascó la cabeza y me miró perpetuo. Por fin dijo:

—Puedes jugar al taxista ahí en el auto, por si vienen. Yo espero aquí en tu casa para que no me vean.

Me fui feliz al Peugeot, pero al subir, pensé que cuando uno es dix-leso hace leseras, así que hice lo contrario. Volví donde el sargento.

Usted puede esperar en la puerta —le dije—. Yo no tengo confianza en nadie.

En vez de enojarse se rió.

Apenitas me había instalado en el volante cuando sonó la sirena del patrulla. El sargento apareció ipso flatus y le indicó al patrulla que torciera por la calle del lado. Chirriaron frenos y la grúa que traía a la rastra por poco se viene encima. Pero no se veían de mi auto. El sargento torció también por la esquina para conversar con ellos. Yo esperaba.

Ya me quedaba poco rato para seguir jugando, así que me imaginé que yo era los chascones y arrancaba de mis perseguidores a mil por hora. Pero se me cruzaban ideas raras. "Los chascones no han vuelto —me decía—. Es seña de que vieron al carabinero y no volverán. ¿Qué va a pasar entonces?".

—He creído en tu palabra —dijo una voz a mi lado—. Seguiremos esperando a que vuelvan los ladrones del auto. No te muevas del volante… —dijo el sargento y desapareció por la esquina.

Ya no me resultaba mi juego. Tenía tentaciones de largarme. No me gustaba ser cebo, ni siquiera para ladrones de auto.

"No te pongas nervioso" —me dije—. "Total, si hay que esperar pónele tinca al juego…" y me obedecí. Enganché primera y le tironeé botones y cosas con furor. Dio un brinco el auto y partió.

Apenitas le alcancé a hacer un quite a una citroneta, cuando me vi alcanzado por el patrulla.

Frené tan fuerte que se me enganchó una oreja en el embrague. Costó bastante sacarme del enredo. Todo se volvió pesadilla y confusión. La grúa enganchó al Peugeot y lo levantó de la cola. El sargento cerró de golpe la puerta de mi casa y se instaló en el volante del patrulla. Me hicieron sentarme a su lado y un teniente a mi otro lado.

Ni valía la pena preguntar si me llevaban preso. Y me caía remal porque la otra vez me aburrí rotundamente. Traté de pensar que por lo menos iba en patrulla con grúa y Peugeot robado, y eso era un poco choro.

Y fue mi último pensamiento, cuando…

Por suerte Dios hizo el son contradictorio de esta vida y pasa al revés de lo que uno cree que va a pasar. La cosa es pensar en algo que no le gusta, y entonces fijo que resulta algo choriflai. Por eso seguí pensando en la comisaría y hasta en el calabozo, cuando ¡zzazz! ¡prum! ¡chuzaz!

Chocamos.

Unos brincos, la cataclíptica sonajera de latas, la polvareda y eso de no saber más lujuriosamente nada…

Bueno, en vez de ir a dar a la comisaría, fui a dar a la posta central.

Cuando abrí un ojo mi teniente Albornoz chorreaba sangre en la cara y yo no chorreaba ninguna cosa. Todo se volvía enfermeros, algodones, camillas en carrusel y viceversa. Olores y enmascarados que a uno lo dejaban esterilizado y sin moverse jamás.

Ahí me quedé tan quieto como don Pedro de Valdivia, pero sin caballo.

Uno está como estatua pero sigue chocando y chocando de memoria, igual que un disco pegado. Hasta que por fin se le acaba la cuerda a la cabeza y poco a poco se empieza a preocupar de otras cuestiones y se acuerda del Peugeot blanco, de la cara que pondría el papá con su hijo desaparecido, de la Domi que no tenía llave para entrar, de los chascones y su tarro con bencina, etc. Y entonces también me acordé de mi enfermedad y me dio el tremendo susto que con el choque se me hubiera sanado. ¿Qué iba a hacer sano cuando me resultaba mejor estar dix-leso?

Ya no estaba en el Quiro no sé cuánto, sino que en un cuarto chico con puras dos camillas: la mía y la de mi teniente Albornoz. Una luz roja y suave oscurecía el blanco de las cosas. No había nadie cuidándonos.

Bajé de la camilla altiplana y me acerqué a la de mi teniente. El suelo era medio blando y poco firme pero la camilla estaba cerca y no me caí.

—¡Hola teniente! —le dije para animarlo.

No entendí su saludo porque su voz era algodonosa y salía debajo de un cerro de ídem. Por si quería agua le eché un vaso encima de los algodones y se la tomó sin moverse. Apenitas cabía en la camilla porque sobraba por todos lados. Pensé que le dolía la cabeza, busqué su gorra y se la puse para sujetarle los remecidos sesos. Entonces movió la mano y se destapó un ojo.

—Parece que chocamos —le dije alegremente.

—Hum —respondió siempre algodonoso.

—Sería bueno salir de aquí ¿no cree? Estamos igual que secuestrados… ¿Le gustaría que lo lleve a tomar aire?

Se destapó el otro ojo y me lo guiñó picaronamente.

Comprendí.

Abrí bien la puerta y enganché primera empujando la camilla. Aunque era tan grandote mi teniente, rodaban suavecitas las ruedas por el pasillo rojo y antes de que alguien nos viera corrí hacia un ascensor. Apreté el botón y la puerta se abrió rotundamente. Cabíamos al pelo. Miré el tablero con números y pensando en la salida, apreté el que tenía una S en vez de número.

Bajamos como un chifle ni sé cuántos pisos, pero por fin llegamos, con un buen salto que hizo abrirse la puerta y antes de que se cerrara saqué la camilla con teniente y todo.

Igual que arriba, también era todo rojo, un rojo con ruidos y aires calientes, pestañeteos y pitos marcianos. Túneles por aquí, túneles por allá como meterse por dentro de las ramas de un árbol. Pero ni una sola flecha ni letrero ni puerta que dijera salida.

Corría con mi carricoche arrancando del calor zumbón: un túnel daba a otro entre tripas de gigante. Todo era anónimo, potente, sulfuroso, desconocido. Me chorreaba la traspiración y la gorra de mi teniente se iba poniendo oscura y goteadora. Zumbaban las calderas diabólicas rugiendo su olor de submarino. Arrancaba de un túnel y me metía en el otro…

Pensé que estaba aturdido todavía o quienzá me había muerto y sin querer estaba en el propio infierno…

Miré a todos lados, pero no vi al diablo. Un infierno sin diablo no resulta…

Mis piernas sudorosas temblequeaban y empecé a tener miedo de tener miedo. A lo peor íbamos a reventar de calor mi teniente y yo… Quienzá si nos estábamos derritiendo como las velas.

Me afirmé en la muralla para destemblar mis piernas y eché atrás la cabeza violentóse. Sentí un dolor redondo en la cabeza y al tocarlo descubrí que había apretado un botón en la pared. El suelo dio un tiritón con remezones y comenzó a elevarse conmigo y mi teniente. Una puerta de reja salió de ninguna parte. Subíamos y subíamos y seguíamos subiendo. ¿Llegaríamos al cielo ahora? Yo no tenía muchas ganas de estar muerto…

Y llegamos por fin.

Una mano invisible abrió perpetua la reja y un chorro de aire nos sacó con camilla y todo al "más allá". Ya no me preocupaba el asunto de estar muerto; por lo menos ése no era el infierno y se podía respirar.

Había estrellas y también había luz. Uno tiene que acostumbrarse a la otra vida…

Mi teniente tiró lejos los algodones de su cara, levantó la cabeza y miró a todos lados. Su nariz se había inflado y estaba roja y churumbélica y creo que le dolía tremendo, aunque no se quejaba.

—¿Dónde estamos? —preguntó con cara de recién nacido.

En vez de mí, contestó un ruido tremendo de alas acercándose…

Me dio carne de pollo pensar que era verdad y venían los ángeles a buscarnos. Yo no había alcanzado a ser bueno de veras y ya no tenía tiempo.

El ruido de alas retumbaba en las tripas y parecía cubrir el cielo entero. Yo me metí debajo de la camilla, sin pensarlo.

Poco a poco se aquietaron las alas y en vez de ángeles un zancudo gigante se paró en el suelo. Se abrió una puerta y saltaron a tierra dos astronautas cualesquiera. Miraron a todos lados y sin decir palabra pescaron la camilla y conmigo debajo nos metieron al pájaro gigante.

El ruido de alas atronó de nuevo y sentí que se despegaba el suelo…

Ahora sí que tenía cortocircuito en los sesos.

Si habíamos llegado al cielo ¿dónde íbamos ahora?

No me atrevía a preguntarles si eran ángeles malos o eran buenos. Mi teniente me había pescado la mano, pero se hacía el muerto. El ruido de alas paternal y revoltoso no nos dejaba hablar y a mí me daba tilimbre llegar al otro mundo sin alguien conocido. A Dios no le tenía ningún miedo, pero tampoco lo conocía de vista. Y también seguro que había cola con los montones de guerras, incendios, terremotos y muertos de este mundo. ¿Cuántos años duraría la cola para entrar?

Mientras sacaba la cuenta se calló el ruido de alas. Paró en seco y también se paró mi corazón.

¡Habíamos llegado!

El silencio perpetuo era peor que el ruido. Yo estaba muerto por primera vez y le tenía vergüenza al más allá desconocido. Me habría gustado que estuviera conmigo por lo menos la Domi…

El silencio era atroz. ¿O son sordos los muertos?

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