En Atenas, Athos empezó a buscar información acerca de Bella y del único miembro de mi familia cuya existencia yo conocía, una tía a quien nunca había visto, Ida, hermana de mi madre, que vivía en Varsovia. Los dos entendíamos que era necesario que Athos buscase para que yo pudiera rendirme. A mí su fe me resultaba insoportable.
En el barco, Athos sacó pan y una cucharada de miel para el desayuno, pero yo no pude comer. Mirando las olas del Porthmos Zakinthou, me parecía que nada nunca volvería a resultarme familiar.
Cada vez que podíamos aceptábamos un viaje gratis, en carreta y en la trasera de camiones cuyo traqueteo nos destrozaba los huesos, camiones que levantaban polvo al subir por las curvas cerradísimas y al bajar de nuevo en espirales enloquecidas. Recorríamos largas distancias «me ta podhia» —a pie. Existen dos reglas para caminar en Grecia que Athos me enseñó mientras subíamos por un monte y dejábamos atrás Kyllini. Nunca sigas a una cabra, acabarás en el borde de un precipicio. A una mula síguela siempre, llegarás a un pueblo al caer la noche. Hacíamos pausas frecuentes para descansar, en aquellos tiempos más por mí que por Athos. Cuando los dos estábamos agotados, esperábamos con las mochilas al borde de la carretera, esperando que pasase alguien que pudiera llevarnos al pueblo siguiente. Miraba a Athos con su raída chaqueta de mezclilla y su sombrero fedora polvoriento y me daba cuenta de lo mucho que había envejecido en los pocos años que llevaba con él. En cuanto a mí, el niño que había entrado en casa de Athos ya no existía, tenía trece años. A menudo mientras caminábamos, Athos me pasaba un brazo sobre los hombros. Su forma de tocarme me parecía natural, aunque todo lo demás fuera como un sueño. Y era el hecho de que me tocara lo que evitaba que me hundiera demasiado dentro de mí mismo. Fue durante ese viaje desde Zakynthos hasta Atenas, en esas carreteras destrozadas y en esas colinas secas, cuando me di cuenta de lo que sentía: no era que se lo debiese todo a Athos, sino que le quería.
El paisaje del Peloponeso había sido herido y sanado tantas veces que la pena oscurecía el suelo iluminado por el sol. Toda pena parece antigua. Guerras, invasiones, terremotos; incendios y sequías. En los valles imaginaba la tristeza de las colinas. Sentía que allí se expresaba mi propia tristeza. Pasarían casi cincuenta años antes de que volviera a experimentar, en otro país, esta intensa compenetración con un paisaje.
En Kyllini, descubrimos que los alemanes habían dinamitado el gran castillo medieval. Pasamos por delante de escuelas al aire libre, niños harapientos que utilizaban losas de piedra como pupitres. Había una vergüenza colgando sobre el campo, la desgracia de unas mujeres que ni siquiera podían enterrar a sus muertos porque sus cuerpos habían sido quemados o arrojados al agua, o simplemente hechos desaparecer.
Descendimos por el valle hacia Kalavrita, al pie del Monte Velia. Desde que desembarcamos en Kyllini cada persona con la que hablábamos nos contaba lo de la masacre. En Kalavrita, en diciembre de 1943, los alemanes asesinaron a todos los hombres del pueblo mayores de quince años —mil cuatrocientos hombres— y luego incendiaron el pueblo. Los alemanes sostenían que la gente del lugar estaba dando cobijo a los andartes —soldados de la resistencia griega. En el valle, ruinas chamuscadas, piedras ennegrecidas, un silencio terrible. Un lugar tan vacío que ni siquiera tenía fantasmas.
En Corinto nos montamos en un camión lleno hasta rebosar de otros viajeros. Finalmente, una tarde calurosa de finales de julio, llegamos a Atenas.
Polvorientos y cansados, nos sentamos en el salón de Kostas, con las imágenes de la ciudad pintadas por Daphne colgando de las paredes —todo bordes y luz, un cubismo radiante que en Grecia se asemeja tanto al realismo. Una pequeña mesa de cristal. Cojines de seda. Tenía miedo de que al levantarme mi ropa sucia hubiese dejado una mancha en el pálido sofá. Me distrajo un platito con caramelos envueltos en papel, un destello doloroso, como cuando una parte de ti se queda dormida y luego la sangre vuelve a su sitio. No entendía que pudiera coger uno sin que me invitaran. Los codos me rozaban contra las mangas, las piernas contra los pantalones cortos. Me vi la cabeza asomando por encima del fino tallo de mi cuello en un espejo grande con marco de plata.
Kostas me llevó a su habitación y Athos y él eligieron algo de ropa para mí. Me llevaron a un barbero para que me diera mi primer corte de pelo de verdad. Daphne me acercó a ella, poniéndome las manos sobre los hombros. No era mucho más alta que yo, y casi igual de delgada. Era, ahora que lo recuerdo, una chica muy mayor. Llevaba un vestido con un dibujo de pájaros. Tenía el pelo recogido en un nudo encima de la cabeza, como una nubecita gris. Me sirvió un stifhado de judías y ajo. Fuera de la casa comí karpouzi, y Kostas me enseñó a escupir las semillas de melón hasta el fondo del jardín.
Sus amabilidades me resultaban tan misteriosas y tan bienvenidas como la propia ciudad —con sus extraños árboles, sus cegadores muros blancos.
La mañana después de nuestra llegada, Daphne, Kostas y Athos empezaron a hablar. Muertos de hambre, se desplomaron sobre la conversación, dejando los platos limpios como si fueran a encontrar una verdad dibujada en el fondo. Hablaron como si hubiera que contarlo todo en un solo día. Hablaron como si estuvieran en un shivah, en un velatorio, en el que toda la charla no es capaz de llenar la silla ausente. De vez en cuando Daphne se levantaba a colmarles los vasos, a traer pan, pequeños cuencos de pescado frío, pimientos, cebollas, aceitunas. Yo no era capaz de seguirlo todo: los andartes, el EAM, el ELAS, los comunistas, los venizelistas y los antivenizelistas… Pero también era mucho lo que sí entendía —hambre, disparos, cadáveres en las calles, cómo de pronto todo lo familiar resulta inexpresable. Presté tanta atención que, como dijo Kostas, la Historia me agotó y alrededor de las cuatro, cuando nos fuimos al jardín, con la brisa y el sol entre el pelo recién cortado, me quedé dormido. Me desperté al crepúsculo. Estaban echados hacia atrás en las sillas, sumidos en una melancolía silenciosa, como si el largo ocaso griego hubiera absorbido por fin todos los recuerdos de sus corazones.
Kostas sacudió la cabeza.
—Es lo que dice Theotokas: «Un cuchillo ha cortado el tiempo». Los tanques bajaron por Vasilissis Sofías. Un solo alemán caminando por una calle griega es ya como una vara de hierro, tan fría que te quema la mano. No era ni mediodía. Lo oímos por la radio. La estela que fueron dejando los coches negros toda la mañana por la ciudad era como un reguero de pólvora.
—Cerramos las cortinas contra el sol y Kostas y yo nos sentamos a la mesa a oscuras. Oímos sirenas, artillería antiaérea, y sin embargo las campanas de la iglesia seguían llamando a maitines.
… Cuando empujaron a mi padre, estaba todavía sentado en la silla, me di cuenta después, por cómo se había caído.
—Nuestro vecino Aleko vino por la puerta de atrás para decirnos a Kostas y a mí que alguien había visto esvásticas colgando de los balcones en Amlias. Nos dijo que volaron por encima del palacio, por encima de la capilla de Lykavettos. No fue hasta la noche, cuando vimos las banderas nosotros mismos, y la bandera sobre la acrópolis, cuando nos echamos a llorar.
… me di cuenta por cómo se había caído.
—Al principio seguimos yendo a la taberna, sólo por la compañía, y por enterarnos de las noticias. No había nada que comer ni beber. Al principio el camarero seguía disimulando, nos traía la carta; se convirtió en un chiste ritual. La gente todavía contaba chistes entonces, ¿verdad, Daphne? A veces incluso oíamos aquél de nuestros años de estudiantes, cuando éramos tan pobres y alguien solía gritarle al camarero: ¡haz un huevo, que somos nueve!
… Cuando estuve en la tierra y me picaba la cabeza, soñaba que mi madre me estaba despiojando. Nos imaginaba a Mones y a mí tirando piedras al río. Una vez Mones se pilló un dedo con una puerta y se le cayó la uña, pero aun así podía hacer que las piedras botaran más veces.
—El hermano de Daphne oyó que cuando encontraron a Korizis tenía una pistola en una mano y una imagen en la otra.
—Después de los macaronades y antes de los alemanes, hubo británicos y australianos por todas partes. Tomaban el sol sin camisa.
—Se sentaban por el Zonar y cantaban las canciones de
El Mago de Oz
. Rompían a cantar a la menor provocación, el Floca y el Maxim’s parecían de pronto escenarios de opereta… Fui a buscar tabaco de pipa al King George. Pensé que a lo mejor todavía les quedaba un poco, pero no. Y a lo mejor a comprar el
Kathemerini
, el
Proia
, cualquier periódico que pudiera encontrar. Un soldado británico me ofreció un cigarrillo en el vestíbulo y tuvimos una larga discusión sobre las diferencias entre el tabaco griego, el británico y el francés. Al día siguiente Daphne abrió la puerta y allí estaba él, trayéndonos carne enlatada.
—Esa fue la única vez que resultó útil un vicio de Kostas —gritó Daphne desde la cocina, donde estaba sirviéndome un vaso de leche.
… La señora Alperstein, la madre de Mones, hacía pelucas. Se echaba una loción suavizante en las manos para hacer su trabajo. Nos daba leche mientras estudiábamos y el vaso siempre olía a loción, le daba un sabor bonito a la leche. Cuando mi padre llegaba a casa del trabajo traía las manos negras, como si llevara guantes, y solía frotárselas hasta que se le ponían casi rosas, aunque aún se podía oler el cuero de los zapatos —era el mejor zapatero—, y aún se podía oler el betún, que venía en lata y era suave como una mantequilla negra.
—Nos hicieron acoger a un oficial alemán. Nos robaba. Todos los días le veía coger algo —cuchillos y tenedores, hilo y aguja. Traía a casa mantequilla, patatas, carne —para sí mismo. Me observaba mientras lo cocinaba y se lo tenía que servir, mientras Kostas y yo no comíamos más que zanahorias, hervidas sin aceite, incluso sin sal. A veces me hacía comerme parte de su comida delante de Kostas, pero a Kostas no le dejaba comer…
Kostas se acarició su propia mejilla con la mano de Daphne.
—Cariño, cariño. Él pensaba que me iba a volver loco, pero en realidad me alegraba verte comer lo suficiente aunque fuera por una vez.
—Por la noche, después del toque de queda, Kostas y yo nos quedábamos despiertos en la cama y oíamos a los centinelas desfilando arriba y abajo por Kolonaki, como si toda la ciudad fuera una cárcel.
—Athos, ¿te acuerdas que antes de la guerra andaban detrás de nuestro cromo? Bueno, pues cuando ya no tenían que pagar por nada, cogieron lo que quisieron de las minas: pirita, mena, níquel, bauxita, manganeso, oro. Cuero, algodón, tabaco. Trigo, ganado, aceitunas, aceite…
—Sí, y los alemanes se ponían alrededor de la plaza Syntagma mascando aceitunas y escupiendo las pepitas para ver cómo los niños pequeños corrían a recogerlas del suelo para chupar lo que quedara.
—Iban en camiones hasta la acrópolis y se sacaban fotos de turista los unos a los otros delante del Partenón.
—Athos, convirtieron nuestra Atenas en una ciudad de mendigos. En el 41, cuando nevó tanto, nadie tenía carbón ni madera. La gente se envolvía en mantas y se ponía en la plaza Omonia simplemente a esperar que la ayudaran. Mujeres con niños…
«Una vez, después de que los alemanes cargaran un tren en Larissa, un patriota decidió liberar el cargamento. El tren explotó al salir de la estación. Volaron naranjas y limones, lloviendo sobre las calles. Un olor dulce y glorioso mezclado con el olor de la pólvora. Los balcones centelleaban, ¡el zumo de limón goteaba al sol! Durante los días siguientes, la gente encontraba naranjas en el recoveco de una estatua, en el bolsillo de una camisa tendida. Hubo quien encontró una docena de limones debajo de un coche».
—Como huevos debajo de una gallina.
…Vi a mi padre y a la señora Alperstein estrecharse la mano y me pregunté si habrían intercambiado olores y si todos los zapatos olerían a flores y todas las pelucas a zapatos.
—Nuestro vecino Aleko revivió a un hombre, en medio de Kolonaki, con un tazón de leche. Aleko mismo no tenía ni un trozo de pan que compartir. Pero la gente pronto empezó a desmoronarse en la calle, y entonces ya no se levantaba, simplemente se moría de hambre.
—Kostas y yo oímos historias de familias enteras asesinadas por un paquete de pasas o un saco de harina.
—Oímos la historia de un hombre que estaba en la plaza Omonia al caer la tarde. Otro hombre se le acercó a toda prisa, con un paquete en la mano. «Rápido, rápido,» le dijo, «tengo cordero fresco, pero lo tengo que vender en seguida, necesito comprar un billete de tren para volver a casa con mi mujer». La idea de cordero fresco… ¡cordero fresco!… fue demasiado para el hombre de la esquina, que se acordó de su propia mujer y de su cena de bodas y de todas las comidas que no habían valorado antes de la guerra. Los buenos sabores que recordaba, persiguieron cualquier otro pensamiento que pudiera rondarle por la cabeza mientras se metía la mano en el bolsillo. Pagó una suma considerable, todo lo que llevaba. ¡El cordero merecía la pena! Y el hombre se marchó corriendo en dirección a la estación de trenes. El hombre de la esquina salió a toda prisa en dirección contraria, directo a casa. «¡Traigo una sorpresa!» gritó, y le dio el paquete a su mujer. «Ábrelo en la cocina». Nerviosos, rodearon el paquete envuelto en papel de periódico y su mujer cortó el cordel. Dentro encontraron un perro muerto.
—Athos, tú eres como un hermano para Kostas y para mí. Nos conoces desde hace muchos años. ¿Quién hubiera pensado que alguna vez tuviéramos palabras como éstas en la boca?
—Cuando todavía estaban aquí los británicos, conseguíamos encontrar cosas. Un poquito de margarina, un poco de café, azúcar, ¡a veces un poco de ternera!… Pero los alemanes, cuando llegaron, robaban hasta las vacas a punto de parir y mataban tanto a la madre como a la cría. Se comían a la madre y tiraban a la cría…
Daphne le puso a Kostas la mano en el brazo para que parara, inclinando la cabeza en mi dirección.
—Kostas, es demasiado terrible.
—Daphne y yo exclamamos «¡Englezakia!» al caer las bombas inglesas sobre nuestras calles, mientras el humo volvía negro el cielo sobre el Pireo y la casa temblaba.
—Incluso yo aprendí a reconocer qué aviones eran de ellos y cuáles eran ingleses. Los stukas chillan. Son plateados y caen en picado como las golondrinas…