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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Pobre Manolito (14 page)

BOOK: Pobre Manolito
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Seguí andando. Me encontré con el Orejones, que me pasó el brazo por los hombros. Yo pensé: «No hay nada mejor que la amistad». Pero este pensamiento se me pasó pronto, porque el Orejones me había pasado el brazo para estar más cerca del huevo Kinder. Así es la vida: un continuo desengaño. Como soy un pedazo de pan, le di un trozo y me dijo:

—¿Por qué no le das un poco a la
Boni
?

¡La
Boni
! La tía todavía me seguía. Le di el último cacho y en la verja de la escuela hablé con ella seriamente, de hombre a hombre:


Boni
, desengáñate, los perros no van a la escuela. Si yo pudiera me iría a dormir a un cojín como tú.
Boni
, vete, te aseguro que esto es un rollo. Un rollo repollo.

Pero la
Boni
es una perra de ideas fijas. Sin inmutarse subió las escaleras detrás de mí. Como ya era muy tarde subíamos solos el Orejones, yo y la
Boni
. Cuando llegamos a la puerta de la clase el Orejones dijo:

—Yo paso primero y mientras le doy la excusa a la
sita
por llegar tarde tú te cuelas con la
Boni
.

Y así lo hicimos. Mientras el Orejones le contaba una de sus historias increíbles a la
sita
(la última fue que había salvado a un anciano inválido de ser atropellado por un camión), yo me fui hasta mi pupitre, seguido por la
Boni
, que iba poniendo el lomo para que la acariciara todo el mundo. Es muy coqueta.

Le hicimos una cuna en el rincón del final con las mochilas y le dejé el huevo entero para que se callara. Se lo comió y se durmió. La
sita
nos notaba nerviosos y dijo:

—Que conste que todavía quedan veinte días para que acabe el curso, así que no voy a consentir que os desmandéis a última hora. Todavía puede haber sorpresas en las notas.

Nos callamos como muertos vivientes. Entonces, en aquel silencio sepulcral, se oyó un ladrido aterrador. Un solo ladrido:

—¡Guau!

La
sita
había despertado con sus gritos despiadados a la
Boni
, y eso la
Boni
no lo encaja bien. Ya lo dije antes: la
Boni
es una perra pacifista.

La
sita
se cambió las gafas de cerca por las de lejos y fue con los ojos saliéndoseles de las órbitas hasta el rincón donde la
Boni
protestaba.

—¿Qué hace esto aquí?

La callada por respuesta.

—¿Quién ha traído este bicho?

Lo confesaré: mientras me levantaba sentí que un poco (pero muy poco) de pis me manchaba los pantalones.

—Yo no quería traerla,
sita
, es que me ha seguido.

—Llévatela, quién sabe si tiene pulgas, garrapatas, hongos…

Se abrió la puerta y apareció el chándal rosa fucsia de la Luisa y, dentro, la propia Luisa. Estaba desencajada. No saludó, se echó en brazos de la
sita
y dijo:

—¿Está aquí mi
Boni
? El señor Solís dice que la ha visto siguiendo a Manolito.

La
Boni
corrió hasta la Luisa moviendo el rabo. La Luisa abrazó a la
sita
y le dijo:

—Señorita Asunción, muchas gracias por cuidármela, con una maestra como usted que transmite humanidad a sus alumnos hacia todos los seres vivos, el barrio de Carabanchel puede dormir tranquilo.

La
sita
dijo que gracias y que para ella todos los seres vivos eran una bendición divina (no sé si incluyó también a las garrapatas). Todos aplaudimos a la
sita
. Cuando el curso está terminando nos volvemos más pelotas que nunca.

La
Boni
ladró porque se dio cuenta de que había perdido protagonismo. Y yo quise ladrar también porque ya nadie se acordaba de que yo era el principal culpable de esta historia. La
Boni
se fue moviendo su rabo. Le esperaba su cojín, ese cojín viejo en el que pasa la mayor parte de su vida. A mí me esperaban cuatro horas en mi pupitre, poniendo cara de ese buen alumno que nunca fui, intentando cambiar a la desesperada lo que ya era una realidad: mi suspenso en matemáticas.

Una mentira piadosa

Lo único malo de que lleguen las vacaciones es que con las vacaciones llegan las notas. Con lo bonito que sería que un buen día de junio tu
sita
correspondiente te dijera:

—Bueno, niños, el curso ha terminado. Descansad, os lo habéis merecido por aguantar durante todo un año este suplicio llamado colegio. Os pido disculpas en nombre de esta Institución por todo lo que os hemos hecho pasar.

Sería un detalle que nunca olvidaríamos y se lo contaríamos a nuestros hijos por Navidades. Qué bonito sería el mundo si fuera como yo me lo imagino. Pero no, lo que la
sita
dijo fue lo siguiente:

—Bueno, delincuentes, el curso ha terminado. Pasado mañana os daré las notas. No habrá sorpresas para nadie porque cada uno sabe muy bien… lo que se merece.

Dicho esto nos dedicó una de sus sonrisas especiales, concretamente la sonrisa encargada de helarnos la sangre.

—¡Puaf! —dijo Yihad cuando salíamos—. A mí los suspensos me resbalan. Mi madre está muy contenta conmigo, este año no ha recibido ni una sola carta del director para expulsarme del colegio, así que les dice a las vecinas: «Éste al final va a ser la sorpresa del barrio, vete tú a saber si mi Yihad no acaba siendo el obispo de Carabanchel Alto, porque aunque nadie lo crea, mi Yihad es un pedazo de pan, muy burro, pero un pedazo de pan, un bestia, pero todo corazón. Os lo digo yo, que soy su madre».

—Yo no sé si me van a quedar dos, tres o una. Claro que… a lo mejor van y me quedan cuatro —iba pensando en voz alta el Orejones—. Quieras que no, eso le da un poco más de emoción al asunto. Eso sí, mi madre me ha dicho que sea lo que sea no me disguste y mi padre me ha dicho que buscaremos un profesor y un psicólogo de guardia para que no me falte de nada este verano.

—Para mí las notas no tienen emoción —dijo Paquito Medina—. Mi madre llamó ayer a mis abuelos para decirles: «No me hace falta ver las notas del Paquito, ya sé que van a ser como todos los años: las mejores del colegio». Así que, como no le hace falta verlas, igual ni paso a por ellas.

A Paquito Medina le gustaría ser como yo, un niño del montón, y a mí me gustaría ser como Paquito Medina, un ejemplo vivo. A lo mejor en un futuro los científicos inventan un aparato para intercambiar cerebros entre niños descontentos, pero me temo que ya será demasiado tarde y que Paquito Medina y yo ya estaremos bajo tierra.

Todos mis amigos hablaban de sus notas, hacían apuestas de todo lo bueno y lo malo que les iba a caer en el boletín maldito. El que estaba superdespistado era el Orejones, que es un caso perdido, hablaba de las notas como si fuera tirar unos dados encima de la mesa, unos ratos pensaba que le iban a quedar cinco y un poco más tarde que las iba a aprobar todas.

—Tengo unas ganas de que me las dé la
sita
para saber lo que me ha puesto —decía.

No puedo entenderlo. Yo sabía muy bien la que me iba a caer. La única posibilidad que tenía era que a mi
sita
le diera en el último momento un ataque de misericordia y a ese cero que me iba a poner en matemáticas le hiciera un rabito para arriba hasta convertirlo en un Seis Salvador (porque no creo que se le ocurriera la fantástica idea de hacerle un rabito para abajo y convertirlo en un nueve).

La mañana en que tenía que ir a recoger las notas el Imbécil se puso malo, así que me tuvo que acompañar mi abuelo al colegio. Fue una pequeña alegría dentro de la gran desgracia que se me aproximaba, porque lo peor de que te suspendan es tener que escuchar sobre tu cabeza la conversación que tienen tu maestra y tu madre sobre lo burro que tú eres. Contéstame si es que sabes: ¿Qué cara hay que poner mientras dos mujeres disfrutan poniéndote verde en tu presencia?

Llegamos al colegio. Esperando en el banco del pasillo estaban el Orejones, Yihad, la Susana, Paquito Medina, Arturo Román y otros que tú no conoces. Mi abuelo pidió la vez a la abuela de la Susana, como si estuviéramos en la carnicería, con la diferencia, claro, de que aquí los que íbamos a ser sacrificados éramos los clientes.

Le tocó el turno al Orejones, pero él no pasó a la clase, pasó sólo su madre.

—Es que a mí esa escena de la entrega de notas me impresiona mucho —le explicó a mi abuelo.

Qué niño, no sé cómo puede soportar el peso del morro que tiene, se lo tendrían que llevar en carretilla.

Por fin salió la madre del Orejones y le dijo dulcemente:

—Bueno, hijo, tendremos que ponerte dos psicólogos de guardia en vez de uno porque te han quedado tres.

¿Qué crees que dijo el Orejones? ¿Cuál fue la única frase que salió de su boca en esos momentos engorrosos?

—¿Y cuántas asignaturas hay? —dijo como con muchísimo interés.

Hay veces que me pregunto si sabe el curso que está haciendo.

—Siete, hijo mío —respondió su madre con una cara que parecía que se iba a echar a llorar. Le puso la mano en el hombro para marcharse pero antes me dijo—: Bueno, Manolito, ya me contarás, ojalá que tengas más suerte que tu amigo —y me acarició un poco el pelo.

No sé si te he dicho alguna vez que la madre del Orejones mola. Te lo habré dicho, porque lo suelo decir en cuanto se me presenta la oportunidad y lo suelo pensar más todavía. Mola por dentro y por fuera, quiero decir que es guapa y simpática. Un día que me acarició el pelo de la misma forma que el día de las notas soñé luego por la noche que yo ya era mayor y que me casaba con ella. Era un sueño muy feliz hasta que la madre del Orejones dijo:

—Cariño, aquí tienes a tu hijastro.

Y me señalaba al Orejones. Cuando me desperté, el corazón me latía como el despertador de mi abuelo. No me extraña. Para tener al Orejones como amigo hay que armarse de mucha paciencia, pero para tenerlo como hijastro hay que armarse de valor, y yo soy un cobarde, lo confieso. No podría soportarlo. Desde entonces me quité la idea del matrimonio con la madre del Orejones para siempre: nos separan la edad y el mismo Orejones.

Ahí estábamos, en el banco del pasillo, seguíamos guardando cola para el matadero. Acababan de salir Yihad y su abuelo. Yihad se puso a gritar como un loco:

—¡Sólo me han quedado cuatro y he aprobado tres! ¡Manolito —me sacudió por los hombros—: he aprobado tres: la gimnasia, la religión y la plástica! Abuelo, con lo difícil que es la religión. Abuelo, ¿te digo los nueve mandamientos?

—No, hijo mío, a mí no me digas los mandamientos que estoy harto de oírlos —le contestó su abuelo, y luego le dijo al mío—: Es un bestia, pero es muy optimista.

El abuelo de Yihad tuvo que darle un capón para que se calmara porque con la alegría se había descontrolado completamente: se había puesto a andar con las manos, haciendo el pino, había perdido el equilibrio y había aterrizado encima de la abuela de la Susana.

—A éste, de vez en cuando, le viene de perlas un capón, se queda como la seda.

Pero a Yihad, en esta ocasión, le hicieron falta dos capones porque se había empeñado en hacer la voltereta lateral para demostrar al público por qué le habían puesto un diez en gimnasia.

—Me lo llevo antes de que ocurra cualquier desgracia —dijo don Faustino, el abuelo de Yihad.

La gente le dio las gracias y la abuela de la Susana comentó suspirando:

—Ya era hora, lo tranquilos que nos vamos a quedar.

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