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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Pobre Manolito (15 page)

BOOK: Pobre Manolito
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La abuela de la Susana no sabe que el chulito de Yihad es el novio de su nieta, o por lo menos, uno de los mil novios de la Susana.

Al cabo del rato le tocó el turno a Paquito Medina, que entró a la clase y salió en seguida con sus notas. Las dobló, se las metió en un bolsillo y luego me dijo:

—Manolito, ¿quedamos esta tarde en el parque del Ahorcado?

Yo le dije que sí con la cabeza, aunque no estaba muy seguro de que me dejaran bajar por la tarde a la calle. La
sita
salió un momento de la clase para decirle a Paquito Medina:

—Llamaré a tu madre para darle a ella también la enhorabuena.

Entonces, Paquito Medina se puso rojo a rabiar y sin decir nada se largó corriendo.

La abuela de la Susana se había quedado dormida, estaba con la boca abierta y llevaba un rato haciendo:

—Jjjjjjjjjjjjjjjjj…

Cuando la
sita
pronunció el nombre de la Susana, porque les había llegado el turno, mi abuelo fue a darle a su abuela en el hombro para despertarla, pero Bragas-sucias dijo:

—No, yo, yo, que yo se… —la Susana se acercó al oído de la abuela y le dijo bien alto, para que lo oyéramos todos—: Abuelita, que empieza la telenovela.

Como si le hubieran dado cuerda, la abuela de la Susana cerró la boca, abrió los ojos y se puso las gafas que llevaba colgando de una cadenilla.

—¿A que lo hace en un tiempo récord? —nos preguntó la Susana.

Cuando la abuela miró a su alrededor y nos vio a todos nosotros, me dio la impresión de que no sabía muy bien dónde estaba. Abrió y cerró los ojos varias veces y luego se levantó para entrar a por las notas. Salió con ellas medio protestando:

—Yo estas notas de hoy día no las entiendo. Me manda mi hija a que venga con la Susi y yo le digo: ¿Para qué, si yo estas notas de hoy día no las entiendo?

Y la
sita
le decía:

—Pues en resumen, que está aprobada, pero que tiene que mejorar el comportamiento, que es un poco gamberra.

Y la Susana, aprovechando que la
sita
no miraba, sacó la lengua y dijo bajito, para que yo lo oyera:

—Calla, foca.

Pero yo ya lo veía todo a mi alrededor como si fuera un sueño del que quieres salir inmediatamente. Cuando sonó mi nombre, Manolito García Moreno, no sé qué les pasó a mis piernas, que empezaron a temblar.

Mi abuelo y yo nos acercamos a la mesa de la
sita
.

—Bueno, Manolito, ya sabes lo que hay, ¿no?

Me miró por encima de sus gafas de cerca. Y yo tragué saliva para decir:

—Sí,
sita
.

Luego se dirigió a mi abuelo y le dijo:

—Don Nicolás, las matemáticas, como siempre, a ver si le dan ustedes un empujón este verano. Este de tonto no tiene un pelo, pero es despistado, y habla por los codos, y encima se junta con López, que no sabe dónde tiene la oreja izquierda ni la derecha, y con el Yihad, que es un delincuente en potencia…, y aquí están los resultados, que le tengo que poner un suspenso. Ahora no se llama suspenso, pero, para usted y para mí, lo que yo le pongo a este niño es un cate y punto. Es muy vago, don Nicolás, muy vago; cuando él quiere y se aplica lo saca, pero esta vez no le ha dado la gana.

Yo miraba al suelo, así que la lágrima que me salió del ojo izquierdo se dio contra el cristal de las gafas y lo mojó, y de pronto me quedé tuerto.

—Y dígale a la madre que no se ponga histérica, que la conozco. Le dice para consolarla que sus amigos han salido peor parados que él —dijo la
sita
.

—Sí, pero a ellos no les importa —la voz me salió horrible y temblorosa— y a mí, sí.

—¿Y si te importa, por qué no has estudiado? —me preguntó la
sita
.

—Porque no me gustan las matemáticas, se lo juro —dije viendo cómo otra lágrima caía en el ojo derecho. Me daba la impresión de que mis zapatos estaban dentro de un charco.

Mi abuelo se sacó su pañuelo del bolsillo y me limpió los mocos, las lágrimas y las gafas.

—Este verano nos vamos a poner todas las tardes y le va a sacar un diez el año que viene —le dijo a la
sita
.

—Seguro —le contesto la
sita
—, como se lo proponga, seguro.

El camino hasta mi casa fue más corto de lo que yo hubiera querido. Mi abuelo me fue hablando de grandes sabios de la ciencia, de grandes escritores, y de grandes inventores de la humanidad, que suspendían constantemente las matemáticas.

—Cervantes, Einstein, Fleming, Julio Verne… Todos ellos tenían algo en común: el suspenso en matemáticas.

—¿Y qué decían sus madres?

—Pues lo acaban comprendiendo, Manolito, lo acababan comprendiendo.

Ya estábamos en la puerta del Tropezón. El señor Ezequiel estaba en la puerta y me preguntó:

—¿Qué te pasa, Manolito?

—Que le han quedado las matemáticas al chico —le contestó mi abuelo—, y yo le digo que tampoco se va a acabar el mundo por eso.

—¿Y lo sabe ya tu madre? —me preguntó el señor Ezequiel.

Le dije que no con la cabeza y el señor Ezequiel suspiró:

—Pobre Manolito, tómate una coca-cola antes de subir.

Como tenía ganas de llorar, también le dije que no a esto con la cabeza y me fui para casa. Mi abuelo se quedó en el Tropezón. No puedo reprochárselo, porque ya le habían puesto su tinto de verano, y cuando mi abuelo ve un tinto de verano en la barra del Tropezón siente como un imán de una fuerza sobrenatural que le empuja hasta él, y aunque no quiera tiene que bebérselo. Te lo juro, me lo explicó un día, y mi abuelo nunca miente.

Empecé a subir las escaleras de mi casa. Cuando llegué al rellano de la Luisa se abrió su puerta inmediatamente.

—Es que estaba limpiando la mirilla y te he visto.

La Luisa limpia la mirilla varias veces al día. Mi madre dice que la Luisa se acuerda de limpiar la mirilla cada vez que oye pasos por las escaleras.

—¿Qué te pasa, Manolito?

—Que me han dado las notas y he aprobado casi todas.

—¿Y cuál es la que casi que no has aprobado?

—Pues… las matemáticas.

—¿Y ya lo sabe tu madre?

—Pues no —le dije, pero lo iba a saber en breves instantes.

—Pobre Manolito —me dijo la Luisa, y yo lloré contra su bata un rato—. Si se pone a chillar de los nervios, coge del armario tres mudas y fúgate a casa de tu Luisa, que te dará cama, comida y un profesor particular que te va a pagar tu padrino.

Me sonó los mocos con su pañuelo y mirándolo me dijo antes de volver a meterse a su casa:

—Hay que ver el disgusto tan grande que tienes, lo que has echado por esa nariz.

Sólo me quedaban diez escalones para llegar a mi casa. Subí tres y me senté: ya sólo me quedaban siete (para que luego digan que estoy pez en matemáticas).

Pensé que nada ni nadie podría conseguir que mi madre no me echara la bronca. Abrí mi boletín y miré otra vez el suspenso. Cuánto me gustaría ser un gran falsificador y poder cambiar aquella nota asesina. Qué tontería. Como que a mi madre es fácil darle el pego. Mi padre la llama la Mujer Policía porque cuando él vuelve de viaje lo examina de arriba a abajo, detrás de las orejas y por el cuello, para ver si se ha duchado como ella le tiene dicho todos los días.

Pasó un rato enorme. Mi abuelo subió muy despacio las escaleras. Por la velocidad que llevaba deduje que se había bebido… cuatro tintos de verano (para que luego digan que no hago bien el cálculo mental).

—Pero, Manolito, ¿todavía estas ahí?

—Es que no me atrevía a entrar solo.

Entramos los dos. Mi madre extendió la mano y dijo:

—Vamos a ver qué traes, Manolito.

El Imbécil ya estaba comiendo, se comía el puré y los mocos que le llegaban a la boca y respiraba muy constipado, como un cerdito. Me senté a su lado. Mi madre cerró el boletín y dijo con mucha rabia:

—Lo sabía, esto yo lo sabía, sabía que me iba a dar el verano. Nos tendremos que quedar aquí sin poder salir a ninguna parte por el niño vago éste de las narices.

—De todas formas nos teníamos que quedar, Catalina, si nosotros no tenemos dinero para veranear en ninguna parte —le dijo mi abuelo.

—Tú te callas, papá. Antes de hablar y meter la pata, te callas. Éste sólo piensa en el jugueteo, en pasarse el día en la calle, en gamberrear, y que a su madre le dé un disgusto como el que me está dando, eso le importa al niño un pepino.

Empecé a llorar otra vez sobre mis gafas. El Imbécil, al verme llorar, me quiso dar una cucharada de su puré, y al ver que yo no quería se puso también a llorar. Lloro yo, llora él. Siempre es así.

—Ya está llorando el otro —dijo mi madre, sentándose en el sofá—. Si es que me quitáis la vida entre todos.

—Catalina, que tampoco es para tanto, que al angelico le han quedado las matemáticas, ¡pues ya las aprobará en septiembre! Muchos grandes hombres —siempre me pregunto cómo sabe tanto mi abuelo de la historia de la Humanidad— suspendían las matemáticas de pequeños: Cervantes, Shakespeare, Edison…

—Ya vale con el rollo de los grandes hombres —le cortó mi madre—. Además, tú qué sabes, papá.

—Pues claro que sé, sé que lo que tienes que hacer es ayudar al chiquillo a que las apruebe en septiembre y sé que hay otras formas de regañar.

—¿Cuáles, listo?

—Pues tú deberías saberlo, que te catearon las matemáticas tres años seguidos…

Qué golpe más bajo. El Imbécil y yo dejamos de llorar inmediatamente. Se hizo el clásico silencio sepulcral y el Imbécil se quedó mirando a mi madre de arriba a abajo. Nunca lo hubiera esperado de su propia madre. Fue una gran decepción: la tenía idealizada. El Imbécil parece que no se entera, pero las coge al vuelo.

—No me parece bien que delante del niño cuentes… —mi madre estaba un pelín cortada.

—¿Por qué? —le dijo mi abuelo—. Que sepa tu hijo que a una mujer tan lista como su madre, a una mujer que todos los días nos asombra con su inteligencia, también le quedaron las matemáticas.

—Pero luego las recuperé, papá —le dijo mi madre como disculpándose.

—Pues lo mismo va a hacer Manolito: en septiembre nos va a dar a todos una sorpresa. ¿Verdad, majo?

Aviso: en mi casa somos todos muy llorones, así que si te digo que me tuve que secar las lágrimas con el babero del Imbécil, limpiarme los mocos con el pañuelo de mi madre, y que mi madre se limpió las lágrimas en el pañuelo de mi abuelo, y que mi abuelo le limpiaba los mocos al Imbécil, y que el Imbécil se secaba las lágrimas con la mano de mi madre…, te digo poco. Somos expertos en escenas como ésta.

Durante aquella comida en la que acabamos limpiándonos mocos y lágrimas con el mantel hicimos grandes planes para el verano: por la mañana iríamos con el abuelo a la piscina y por la tarde yo estudiaría matemáticas. Bueno, tampoco es que fuera un gran plan, pero el terrible momento de las collejas ya se había pasado.

Llegó la noche. Era mi primera noche después de mi primer suspenso en junio, así que no me podía dormir.

—Abuelo, me voy a pasar contigo.

Mi abuelo no dijo nada, sólo levantó la sábana para que yo pudiera echarme a su lado.

—Abuelo, ¿es verdad que a mi madre le quedaron tres años las matemáticas?

—No, no es verdad, le quedaron cuatro años seguidos.

¡Cuatro años! ¡Qué fuerte!

—Pero ella tenía suerte, porque tú eras su padre y nunca la reñías.

—¿Y quién te ha dicho a ti que yo no la reñía? —me preguntó mi abuelo.

—Porque a mí nunca me riñes.

—Porque yo soy tu abuelo.

—Mi superabuelo —le corregí.

Pero había algo… había algo que no me dejaba dormir.

—Abuelo, todavía hay que decirle lo del suspenso a mi padre cuando vuelva el viernes. ¿Qué crees que me dirá?

—Dame la dentadura, que una explicación larga sin dientes no me sale —una vez que se la puso, dio un mordisco para encajársela, y siguió hablando—. He llegado a un trato con tu madre, pero tenemos que cumplirlo los dos: tú y yo. Estudiarás este verano y no diremos nada a tu padre del suspenso, se lo contaremos en septiembre, cuando ya hayas aprobado con buena nota.

—¿Y no se enfadará luego mi padre por la mentira?

—Le diremos que no ha sido una mentira podrida, una mentira piadosa. Además, tu padre no se enfada nunca demasiado. Bueno, toma la dentadura, déjala otra vez en el vaso.

La dentadura cayó en el vaso y todos los polvos saltaron para arriba, parecía una bola de cristal de esas que traen muñecos de Navidad y nieve.

—Abuelo, ¿y sólo podré estudiar y estudiar y todo el día estudiando?

—Manolito, el verano es muy largo, podrás estudiar, ir a la piscina, ir al Ahorcado, tomar leche merengada en el Tropezón, ver películas en la tele, quedar con el Orejones, con Paquito Medina, pelearte con Yihad, contarte los dedos de los pies y aburrirte de no hacer nada. Ningún suspenso podrá estropearte este tiempo tan largo sin pisar la escuela…

Sin ver a la tía Melitona…

Teníamos la ventana abierta. Podíamos oír, como todas las noches de verano, a la gente que estaba sentada en la terraza del Tropezón.

Me daba mucha vergüenza decirle a mi abuelo lo que quería decirle, y lo que quería decirle era…

—Abu, muchas gracias, qué haría yo sin ti.

Esperaba que me iba a dar un beso o a secarse una lágrima de emoción incontenible con la sábana, pero no hizo nada de eso. Me levanté para verle la cara y vi que los labios se le estaban hundiendo, se le hundían, se le hundían para dentro de la boca, y cuando ya parecía un monstruo que se iba a tragar su propia cara empezó a echar todo el aire para afuera otra vez con un soplido que me levantó todo el flequillo.

BOOK: Pobre Manolito
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