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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Por un puñado de hechizos

BOOK: Por un puñado de hechizos
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Lo más inteligente sería que la cazarrecompensas Rachel Morgan tratase de no dejarse ver por un tiempo, porque la reputación que de pronto se ha labrado en el mundo de las artes oscuras ha llamado la atención de criaturas de la noche que quieren acabar con ella de un modo u otro.

Sin embargo, Rachel debe exponerse una vez más: su ex novio, Nick, ha robado un valiosísimo artefacto que unas bestias salvajes quieren adquirir a cualquier precio. Y, por tentadora que resulte la idea de Nick hecho pedazos, Rachel se siente obligada a tratar de rescatarlo. Pero hay otras fuerzas oscuras que también ansían la reliquia de Nick; tanto, que están dispuestos a destruir la ciudad y a todos sus habitantes para conseguir su poder.

Kim Harrison

Por un puñado de hechizos

ePUB v1.0

zxcvb66
04.08.12

Título original:
A Fistful of Charms

Kim Harrison, Junio 2006.

Traducción: Carles Muñoz Miralles y Marta García Martínez

Editor original: zxcvb66 (v1.0)

ePub base v2.0

Para el hombre que invariablemente contesta

«¿Ah, sí? Vale» en lugar de «¿Que quieres hacer qué?».

Agradecimientos

Quiero dar las gracias a Gwen Hunter por su ayuda con todos los temas sobre el puente, y a T. B., que leyó todas las escenas de buceo. Si hay algo que no encaja no es por culpa de estas dos damas, sino culpa mía, que he tensado demasiado la cuerda. Y, claro, no puedo olvidar dar efusivamente las gracias a mi agente, Richard Curtis, y a mi editora, Diana Gill; sin ellos los Hollows no hubiesen logrado salir de mi imaginación.

1.

El golpe seco de la puerta del coche de David cerrándose resonó en la fachada de piedra del edificio de ocho plantas ante el que habíamos aparcado. Apoyada en el coche deportivo de color gris, hice visera sobre mis ojos y observé sus columnas, antiguas pero de gran atractivo arquitectónico, y los antepechos estriados. Aunque el piso superior refulgía dorado bajo la luz del sol poniente, aquí, en el suelo, estábamos cubiertos por una sombra helada. Cincinnati tiene un puñado de edificios que vale la pena visitar, la mayoría abandonados; este también parecía estarlo.

—¿Estás seguro de que es aquí? —le pregunté, mientras levantaba los antebrazos del techo del coche. El río estaba cerca; podía oler la mezcla de aceite y gasolina de las lanchas. Desde el piso superior debía de haber una vista espectacular. Aunque las calles estaban limpias, se trataba de un barrio bastante deprimido. Con unos cuantos cuidados (y un montón de dinero), esta zona se podría convertir en el área residencial de moda de la ciudad.

David dejó su maletín de cuero gastado en el suelo y buscó algo en el bolsillo interior de la chaqueta. Sacó un fajo de papeles, miró en la cara trasera y se fijó en la esquina, algo lejana, y el rótulo con el nombre de la calle.

—Sí —respondió; su suave voz sonaba tensa, pero no preocupada.

Me coloqué bien la chaqueta de cuero rojo de un tirón, me colgué el bolso del hombro y caminé hacia su lado del coche; los tacones repiqueteaban al andar. Me gustaría poder decir que me había calzado aquellas botas matadoras porque estábamos en medio de un caso, pero la simple verdad es que me encantaban. Me conjuntaban perfectamente con los téjanos azules y la camiseta negra que me había puesto; y con la gorra a juego, me sentía ideal.

David frunció el ceño al oír el ruido de los tacones (o tal vez fuese por mi atuendo), pero volvió a relajar sus rasgos para mostrar una ligera aceptación cuando vio que me estaba riendo en silencio de él. El llevaba su respetable uniforme de trabajo, que combinaba un traje de tres piezas con su pelo largo y ondulado sujeto en la espalda con una horquilla de color apagado. Lo había visto en un par de ocasiones vestido con unos pantalones de chándal muy ajustados que revelaban su estado físico de treintañero, conservado en excelente forma (uau), una sudadera y un sombrero vaquero (chúpate esa, Van Helsing), pero la verdad es que su figura de corta estatura no perdía para nada su presencia a pesar de que fuese vestido como el agente de seguros que era. David era bastante complejo para ser un hombre lobo.

Me detuve, dubitativa, cuando llegué a su altura, y nos quedamos mirando el edificio, uno al lado del otro. Podía oír el rugido del tráfico tres calles más arriba, pero allí no se movía nada.

—Está todo muy silencioso —hice notar, agarrándome los codos con las manos para defenderme del frío de aquella tarde de mediados de mayo.

Con los ojos marrones entrecerrados, David se pasó una mano por las mejillas, en las que lucía un afeitado muy apurado.

—Es la dirección correcta, Rachel —aseguró, mirando hacia el piso más alto—. Si lo prefieres, puedo llamar para comprobarlo.

—No, no pasa nada. —Sonreí con los labios cerrados, sintiendo el peso del bolso, notando la carga extra que suponía mi pistola de pintura. Aquel era un caso de David, no mío, y era de los más sencillos que te podías encontrar: confirmar la reclamación del seguro de una bruja de tierra a quien se le había agrietado una pared. No necesitaría los hechizos de sueño con los que había cargado mi pistola de pintura, pero había cogido mi bolso con todo lo que llevaba cuando David me pidió que lo acompañase. Iba cargada con todo lo que contenía durante mi última misión: una redada en la trastienda de un spammer ilegal. Dios, cómo había disfrutado al hechizarlo.

David se puso en movimiento; me hizo un gesto caballeroso para que yo pasase delante. Debía de tener unos diez años más que yo, pero era casi imposible descubrirlo a menos que lo mirases fijamente a los ojos.

—Seguramente vive en uno de esos pisos nuevos que se construyen encima de almacenes antiguos —musitó cuando nos acercábamos a la adornada escalinata.

Yo solté una risita, y David me miró.

—¿Qué? —me espetó, alzando sus oscuras cejas.

Entré en el edificio antes que él, y le sujeté la puerta para que pudiese seguir el camino que había iniciado yo con mi taconeo.

—Estaba pensando que si tú vivieses en uno, estarías mucho más relajado… Serías un «alma zen». ¿Lo pillas?

Suspiró y yo fruncí el ceño. Jenks, mi antiguo compañero, se habría reído. Sentí que la culpa me golpeaba y me estremecí al caminar. Jenks se encontraba en paradero desconocido; debía de estar escondido en algún sótano de hombres lobo después de que yo la jodíese bien jodida desconfiando de él. Ahora que ya había llegado la primavera, lo mejor que podía hacer era esforzarme por pedirle disculpas y conseguir que volviese.

El vestíbulo principal era espacioso, recubierto de mármol gris y con poco más. Mis tacones resonaban con fuerza en aquel espacio de techo tan alto. El ruido me estaba poniendo los pelos de punta, así que empecé a caminar más despacio para minimizar el sonido. Al fondo del vestíbulo había un par de ascensores negros; nos acercamos a ellos. David pulsó el botón para subir y se apoyó en la pared.

Lo miré fijamente, con las comisuras de mis labios torciéndose levemente. Aunque intentaba disimularlo, era evidente que se sentía entusiasmado por aquel caso. Ser un agente de seguros de campo no era el trabajo de oficina que uno podía imaginar; la mayoría de los clientes de la compañía eran inframundanos (brujas, hombres lobo, algún vampiro) y, como tales, descubrir el verdadero motivo por el que el coche del cliente había sido declarado siniestro total era más difícil de lo que parece. ¿Era culpa del hijo adolescente que había dado marcha atrás y lo había empotrado contra la pared del garaje, o es que la bruja de la esquina se había hartado de oírlo tocar la bocina cada vez que salía a la carretera? Una de las opciones estaba cubierta, la otra no, ya veces necesitábamos usar técnicas…
hum
… un tanto creativas para llegar a la verdad.

David se dio cuenta de que le sonreía, y las puntas de las orejas se le tiñeron de rojo bajo su natural tono oscuro.

—Te agradezco mucho que me hayas acompañado —me dijo, irguiéndose cuando el ascensor se detuvo con un pitido y las puertas se abrieron—. Te debo una cena, ¿eh?

—No es nada. —Lo seguí al interior de aquel ascensor mugriento, con paredes espejadas; contemplé mi reflejo bajo la luz ambarina mientras las puertas se cerraban. Tenía una cita con un posible cliente, pero David me había ayudado en alguna ocasión y esto era mucho más importante.

El elegante hombre lobo hizo una mueca lastimera.

—La última vez que tuve que comprobar la reclamación de una bruja de tierra, más tarde descubrí que había estafado a la compañía. Mi ignorancia les costó cientos de miles. Te agradezco que hayas venido a darme tu opinión sobre si el daño lo ha causado ella misma usando inapropiadamente su magia.

Me coloqué tras la oreja un mechón rizado de pelo rojo que se había escapado de mi trenza de raíz y me ajusté la gorra de cuero. El ascensor era viejo y lento.

—Ya te he dicho que no es nada.

David miraba cómo iban subiendo los números.

—Creo que mi jefe quiere echarme —añadió con un tono suave—. Esta semana me han tocado tres reclamaciones con las que no estoy familiarizado —sujetó con más fuerza el maletín—. Está esperando a que cometa un error… Casi está provocándolo él mismo.

Me apoyé en el espejo y le dediqué una suave sonrisa.

—Lo siento. Ya sé lo que es eso. —Yo había abandonado mi antiguo empleo en la Seguridad del Inframundo, la SI, hacia ya casi un año, y me había convertido en una agente independiente. Aunque había sido duro (y en algunas ocasiones seguía siéndolo), había sido la mejor decisión que podía haber tomado.

—Pero, de todos modos —dijo él, resistiéndose a cambiar de tema. Se volvió hacia mí mientras yo sentía que el olor a moho era cada vez más penetrante— no es tu trabajo. Te debo una.

—David, olvídalo ya —lo atajé, exasperada—. Estoy encantada de poder venir aquí contigo y de asegurarme que no te estafe una bruja. No me importa. Hago cosas de estas cada día. En la sombra. Y normalmente sola. Y, si tengo suerte, normalmente ha y persecuciones, y gritos, y mi pie clavándose en los bajos de alguien.

El hombre lobo me sonrió, mostrándome su dentadura recta y sólida.

—Te gusta tu trabajo, ¿eh?

—Claro que sí —respondí devolviéndole la sonrisa.

El suelo se estremeció y las puertas se abrieron. David dejó que yo saliese la primera; eché un vistazo a la enorme sala del piso de arriba, tan amplia como la superficie que ocupaba todo el edificio. El sol del crepúsculo atravesaba los ventanales que iban del suelo hasta el techo y refulgía sobre los materiales de construcción, desperdigados por el suelo. Más allá de los cristales, el río Ohio refulgía con tonalidades grises. Cuando estuviese terminado, sería un apartamento estupendo. Me picó la nariz al oler los aromas de la madera recién cortada y del serrín; estornudé.

Los ojos de David se paseaban por todas partes.

—¿Hola? ¿Señorita Bryant? —preguntó; su profunda voz resonó en las paredes—. Soy David… David Hue, de Seguros Lobo. He venido con una ayudante. —Lanzó una mirada desdeñosa a mis vaqueros ceñidos, mi camiseta y la chaqueta de cuero rojo—. ¿Señorita Bryant?

Lo seguí mientras se adentraba en la gran estancia. La nariz me seguía hormigueando.

—Creo que la grieta en la pared debe de haber aparecido al quitar parte del apuntalamiento —le comuniqué con un tono de voz suave—. Ya te lo dije, no es nada.

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