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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Presa (45 page)

BOOK: Presa
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Los tres se apartaron de un salto y me soltaron. Se inclinaron para mirarse los pies y asegurarse de que el virus no los había salpicado.

Y en ese momento me eché a correr.

Cogí la garrafa de su escondite y seguí corriendo por la sala de fabricación. Tenía que cruzar todo la sala hasta el ascensor y subir hasta el techo, donde se encontraba el equipo básico del sistema. Allí estaban las unidades de tratamiento de aire, las cajas de empalmes… y el depósito del sistema de rociadores. Si podía llegar hasta el ascensor y ascender a unos dos metros del suelo, no podrían tocarme.

Si podía hacerlo, mi plan daría resultado.

El ascensor estaba a unos cincuenta metros de distancia.

Corrí con todas mis fuerzas, saltando por encima de los tentáculos más bajos del pulpo y agachándome para esquivar las secciones a la altura del pecho. Eché un vistazo atrás y no los vi en aquel laberinto de tubos y máquinas. Pero oí sus gritos y sus rápidas pisadas. Oí decir a Julia:

—¡Va hacia los rociadores!

Al frente, vi la caja abierta y amarilla del ascensor.

Iba a conseguirlo, después de todo.

En ese momento tropecé con uno de los tentáculos y caí de bruces. La garrafa resbaló por el suelo y fue a detenerse contra la base de un puntal. Me levanté de inmediato y la recuperé. Sabía que me pisaban los talones, y esta vez no me atrevía a volver la vista atrás.

Corrí hacia el ascensor, agachándome bajo un último tubo, pero cuando volví a mirar, Vince ya estaba allí. Debía de conocer un atajo entre los tentáculos del pulpo; de algún modo se me había adelantado. Sonriente, estaba plantado en la caja abierta. Eché una ojeada atrás y vi a Ricky a unos metros, acercándose por momentos.

—¡Ríndete, Jack! —gritó Julia—. Es inútil.

En eso tenía razón: era inútil. No podía eludir a Vince. Y ya no podía escapar de Ricky; estaba demasiado cerca. Salté por encima del tubo, rodeé una alta caja de cables eléctricos, y me agaché. Cuando Ricky saltó sobre el tubo, le asesté un codazo entre las piernas. Aulló de dolor, se desplomó y rodó por el suelo. Me detuve y le di una patada en la cabeza tan fuerte como pude. Eso era por Charley.

Me eché a correr de nuevo.

En el ascensor, Vince permanecía medio en cuclillas, con los puños preparados. Tenía ganas de pelea. Corrí derecho hacia él, y desplegó una ancha sonrisa de anticipada satisfacción. Y en el último momento doblé a la izquierda y salté.

Empecé a trepar por la escalera de la pared.

—¡Detenedle! ¡Detenedle! —gritó Julia.

Con el pulgar alrededor del asa de la garrafa era difícil subir; el plástico me golpeaba dolorosamente el dorso de la mano derecha mientras ascendía. Me concentré en el dolor. Me dan miedo las alturas, y no quería mirar abajo. Por tanto no veía qué tiraba de mis piernas, intentando arrastrarme hacia el suelo. Pateé, pero no conseguí desprenderme.

Finalmente me volví para mirar. Estaba a más de tres metros del suelo, y dos barrotes por debajo, Ricky me rodeaba las piernas con el brazo libre, agarrándome con la mano el tobillo. A tirones trató de arrancarme los pies del barrote. Resbalé y por un instante sentí un penetrante dolor en las manos. Pero aguanté.

Ricky sonreía sombríamente. Pataleé para golpearle la cara, pero no sirvió de nada; tenía mis dos piernas firmemente agarradas contra el pecho. Poseía una fuerza extraordinaria. Continuó intentándolo hasta que advertí que podía liberar una pierna. Lo hice y le pisé la mano con la que se sujetaba a la escalera. Lanzó un alarido y me soltó para agarrarse con la otra mano. Volví a pisarlo y le golpeé con el tacón, acertándole justo debajo de la barbilla. Resbaló cinco barrotes escalera abajo y volvió a agarrarse. Quedó ahí colgado, cerca del pie de la escalera.

Seguí subiendo.

Julia corría hacia nosotros por la sala.

—¡Detenedle!

Oí los engranajes del ascensor cuando Vince se elevó en dirección hacia el techo. Me esperaría allí.

Seguí subiendo.

Estaba ya a unos cinco metros, a seis. Bajé la vista y vi que Ricky se hallaba aún lejos. Dudaba que pudiera atraparme, y de pronto Julia, arremolinándose subió por el aire hacia mí, moviéndose en espiral como un sacacorchos. Se agarró a la escalera justo a mi lado. Excepto que no era Julia, era el enjambre, y por un momento el enjambre estuvo lo bastante desorganizado para permitirme ver a través en algunos puntos; veía las partículas en movimiento que componían a Julia. Bajé la vista y vi a la verdadera Julia, cadavéricamente pálida, mirándome inmóvil, su rostro una calavera. Junto a mí el enjambre tenía ya aspecto sólido. Parecía Julia. Los labios se movieron y una extraña voz dijo: «Lo siento, Jack». A continuación el enjambre se encogió, pasando a ser aún más denso, transformándose en una Julia de menor tamaño, alrededor de un metro veinte de estatura.

Me volví para seguir trepando.

La pequeña Julia se balanceó y me embistió con fuerza. Tuve la sensación de haber sido golpeado por un saco de cemento. Se me cortó la respiración. Las manos me flojearon y apenas pude mantenerme sujeto, mientras el enjambre con forma de Julia arremetía una y otra vez contra mí. Gruñendo de dolor, intenté esquivarla y seguí ascendiendo pese a los impactos. El enjambre poseía masa suficiente para hacerme daño pero no para arrancarme de la escalera.

También el enjambre debió de darse cuenta de eso, porque en ese instante se comprimió en una esfera y se deslizó al frente para envolver mi cabeza en una ruidosa nube. Me cegó por completo. No veía nada. Era como si estuviera en medio de una tormenta de arena. Busqué a tientas el siguiente barrote de la escalera y luego otro más. Notaba alfilerazos en la cara y las manos, el dolor cada vez más intenso, más penetrante. Al parecer, el enjambre estaba aprendiendo a concentrar el dolor. Pero al menos no había aprendido a asfixiar. El enjambre no hizo nada para impedirme respirar.

Continué.

Trepé a ciegas.

Y entonces sentí que Ricky me tiraba otra vez de las piernas. Y en ese instante, por fin, no vi manera de seguir subiendo.

Estaba a siete metros y medio del suelo, aferrándome desesperadamente a una escalera, cargando una garrafa de líquido espeso y marrón, con Vince esperándome arriba y Ricky tirando de mí desde abajo, y un enjambre zumbando alrededor de mi cabeza, cegándome y aguijoneándome. Estaba exhausto y derrotado, y notaba cómo me abandonaba la energía. Me temblaban los dedos en torno de los barrotes. No podría mantenerme allí mucho más tiempo. Sabía que solo tenía que soltarme y dejarme caer, y aquello terminaría en el acto. En todo caso estaba acabado.

Busqué a tientas el siguiente barrote, lo agarré y tiré de mi cuerpo hacia arriba. Pero me ardían los hombros. Ricky tiraba de mí ferozmente. Yo sabía que ganaría él. Ganarían ellos. Siempre ganarían ellos.

Y entonces me acordé de Julia, pálida como un espectro y esquelética, susurrando: «Salva a mis hijos». Me acordé de los niños, que aguardaban mi regreso. Los imaginé sentados a la mesa esperando la cena. Y supe que tenía que seguir adelante a pesar de todo.

Así lo hice.

No recuerdo claramente qué pasó con Ricky. De algún modo consiguió sacarme los pies del barrote, y quedé suspendido en el aire, sujetándome solo con las manos, sacudiendo las piernas desesperadamente, y debí de asestarle un puntapié en la cara y romperle la nariz.

Porque al instante Ricky me soltó y oí el golpeteo sordo de su cuerpo contra la escalera mientras intentaba por todos los medios aferrarse a los barrotes. Oí «¡Ricky, no!», y la nube desapareció de mi cabeza. Quedé completamente libre. Bajé la vista y vi el enjambre de Julia junto a Ricky, que había logrado sujetarse a unos tres metros y medio del suelo. Furioso alzó la mirada. Brotaba sangre a borbotones de su boca y nariz. Empezó a subir de nuevo hacia mí pero el enjambre de Julia dijo: «No, Ricky. No lo conseguirás. Déjaselo a Vince».

Y entonces Ricky, medio cayendo, descendió por la escalera hasta el suelo, y el enjambre volvió a instalarse en el cuerpo pálido de Julia. Y los dos se quedaron allí observándome.

Yo volví la vista hacia arriba.

Vince estaba allí, a un metro y medio por encima de mí. Tenía los pies en los barrotes superiores y estaba inclinado hacia delante, cortándome el paso. No había manera de evitarlo. Me detuve para evaluar la situación, desplacé el peso del cuerpo, de un pie a otro, levanté una pierna hacia el siguiente barrote, y enrosqué el brazo libre en torno al barrote más cercano a mi cara. Pero al alzar la pierna noté algo en el bolsillo. Me detuve.

Aún me quedaba un tubo de ensayo con el virus.

Me metí la mano en el bolsillo y lo saqué para enseñárselo.

Quité el tapón con los dientes.

—Eh, Vince, ¿qué te parece una lluvia de mierda? —dije.

No se movió, pero entornó los ojos.

Subí otro peldaño.

—Mejor será que te apartes, Vince —aconsejé. Jadeaba de tal modo que ni siquiera podía adoptar el tono debidamente amenazador—. Apártate si no quieres acabar mojado.

Un peldaño más. Estaba solo a tres barrotes de él.

—Tú veras, Vince. —Sostenía el tubo de ensayo en una mano—. Desde aquí no puedo echártelo a la cara, pero te salpicaré las piernas y los zapatos. ¿No te preocupa?

Un peldaño más.

Vince permaneció donde estaba.

—Quizá no —dije—. ¿Te gusta vivir peligrosamente?

Me detuve. Si ascendía al barrote siguiente podía darme una patada en la cabeza. Si me quedaba ahí tendría que bajar él, y entonces podría alcanzarle. Así que me quedé ahí.

—¿Qué dices, Vince? ¿Te quedas o te vas?

Frunció el entrecejo. Paseó la mirada entre mi cara y el tubo.

Y de pronto se apartó de la escalera.

—Buen chico, Vince.

Subí otro peldaño.

Había retrocedido tanto que ya no veía dónde estaba. Pensé que probablemente planeaba abalanzarse sobre mí en lo alto. Así que me preparé para esquivarlo agachándome y balanceándome a un lado.

El último barrote.

Y entonces volví a verlo. No planeaba nada. Temblaba de miedo, como un animal acorralado, encogido en el hueco oscuro de la pasarela. No veía sus ojos pero sí veía temblar su cuerpo.

—Muy bien, Vince —dije—. Voy a subir.

Apoyé un pie en la plataforma de rejilla metálica. Estaba en lo alto de la escalera, rodeado de ruidosa maquinaria. A menos de veinte pasos, vi los depósitos de acero del sistema contraincendios. Eché una ojeada abajo y vi a Ricky y Julia, que me miraban fijamente. Me pregunté si se daban cuenta de lo cerca que estaba de mi objetivo.

Volví a mirar a Vince, justo a tiempo de verlo coger una lona de plástico translúcida de una caja del rincón. Se envolvió en ella a modo de escudo y acto seguido, con un grito gutural, arrancó contra mí. Yo estaba junto a la escalera. No tuve tiempo de apartarme; simplemente me volví de lado y me apuntalé contra una tubería de un metro de grosor en previsión del inminente impacto.

Vince me embistió.

El tubo voló de mi mano y se hizo añicos contra la rejilla. La garrafa se me cayó de la otra mano y rodó por la pasarela, yendo a detenerse casi al borde. Unos centímetros más y caería. Me dirigí hacia ella.

Resguardándose aún tras la lona, Vince me embistió otra vez. Me lanzó contra la tubería y me golpeé la cabeza en el acero. Resbalé con el líquido marrón que goteaba a través de los orificios de la rejilla, consiguiendo apenas mantener el equilibrio. Vince me embistió de nuevo.

En su pánico, no se dio cuenta de que había perdido mis armas, o quizá no veía a través de la lona. Se limitaba a descargar solo en mí todo el peso de su cuerpo, y finalmente resbalé en el líquido y caí de rodillas. Inmediatamente avancé a gatas hacia la garrafa, que se hallaba a unos tres metros de distancia. Ese extraño comportamiento indujo a Vince a detenerse por un instante; bajó la lona, vio la garrafa y se abalanzó hacia ella por el aire.

Pero era demasiado tarde. Yo tenía ya la mano en la garrafa, y tiré de ella justo cuando Vince caía, envuelto en la lona allí donde había estado la garrafa. Se golpeó la cabeza contra el borde de la pasarela. Momentáneamente aturdido, sacudió la cabeza para despejarse.

Y yo agarré el borde de la lona y tiré con fuerza hacia arriba.

Vince gritó y se precipitó al vacío. Lo vi estrellarse contra el suelo. Su cuerpo quedó inmóvil. Poco después el enjambre se separó de él, deslizándose por el aire como un fantasma. El fantasma fue a reunirse con Ricky y Julia, que me observaban. De pronto se dieron media vuelta y, echándose a correr, empezaron a atravesar la sala de fabricación, saltando sobre los tentáculos del pulpo. En sus movimientos se percibía claramente una sensación de urgencia. Incluso cabía pensar que tenían miedo.

Bien, pensé.

Me puse en pie y me encaminé hacia los depósitos de los rociadores contraincendios. Las instrucciones estaban estampadas en el depósito inferior. Hice girar la llave de paso, desenrosqué el tapón, aguardé a que acabara de salir el nitrógeno presurizado, y luego vacié dentro la garrafa de virus. Escuché el borboteo mientras entraba en el depósito. Luego enrosqué el tapón, abrí la válvula y presuricé de nuevo con nitrógeno.

Y ya estaba hecho.

Respiré hondo.

Después de todo iba a vencer a aquella cosa.

Bajé en el ascensor, sintiéndome bien por primera vez en todo el día.

Día 7
08.12

Estaban todos reunidos en el otro extremo de la sala: Julia, Ricky y ahora Bobby. También Vince estaba ahí, flotando al fondo, pero su enjambre era un poco transparente y a veces veía a través de él. Me pregunté quiénes de los otros ya solo eran enjambres. No podía saberlo con certeza, pero de todos modos ya poco importaba.

Estaban de pie ante una serie de monitores que mostraban todos los parámetros del proceso de manufacturación: gráficos de temperatura, rendimiento, y sabía Dios qué otros datos más. Pero se hallaban de espaldas a los monitores, observándome.

Caminé tranquilamente hacia ellos, con pasos contenidos. No tenía prisa. Todo lo contrario. Debí de tardar dos minutos en cruzar la sala de fabricación hasta donde ellos estaban. Me miraron primero con perplejidad y luego con una franca sonrisa.

—Vaya, Jack —dijo Julia por fin—. ¿Cómo va?

—No del todo mal —contesté—. Las cosas mejoran.

—Se te ve muy confiado.

Me encogí de hombros.

—¿Lo tienes todo bajo control? —preguntó Julia.

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