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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

Qumrán 1 (31 page)

BOOK: Qumrán 1
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»Iré más lejos. Todo el mundo sabe, aunque nadie quiera admitirlo, que Juan el Bautista era un esenio. Predicaba el bautismo, rito esencial de los esenios, procedía del desierto como los esenios, y como ellos anunciaba la llegada del reino de los cielos. ¿Pero qué significa entonces que Jesús fuera bautizado por Juan? No es seguro que Jesús, al impartir su propia enseñanza, se alejara realmente de Juan.

»Así mismo, los discípulos de Jesús eran sin duda esenios; ¿cómo explicar, si no, que abandonaran enseguida sus ocupaciones cuando Jesús les pidió que se le unieran? Jesús dice a sus compañeros que vayan a predicar, de dos en dos y sin aceptar pan ni dinero. ¿Cómo podían sobrevivir? ¿Dónde dormían? O en Galilea había gente hospitalaria o los discípulos de Jesús estaban sorprendentemente provistos de amigos y relaciones. Pero tal vez esperaban ser recibidos por las sectas esenias implantadas en las ciudades y los pueblos, y descritas por Filón y Josefo. Pues si ellos mismos eran esenios, la regla sagrada de la secta les garantizaba la hospitalidad.

»Finalmente, si Juan y sus discípulos eran esenios, ¿lo era también Jesús? Recuerden: cuando cumplió los doce años, Jesús discutió con los sabios del Templo. En aquel momento, niño todavía, es iniciado de acuerdo con la costumbre esenia. Entonces aprende las Escrituras canónicas y también los escritos propios de los esenios. Lo que explica por qué conocía tan bien las Escrituras, pues es imposible que no las aprendiera en alguna parte. En aquel tiempo, todo el mundo tenía maestro. Es imposible que Jesús no fuese iniciado por nadie y que no perteneciera a secta alguna.

Pierre Michel se detuvo unos instantes para beber un poco de agua y recuperar el aliento. Unas gotas de sudor le corrían por la frente. Johnson le asaeteaba con miradas fulminantes. Estaba claro que, si hubiera podido impedirle hablar, lo habría hecho. El auditorio, reticente primero y luego sorprendido, parecía aceptar poco a poco las palabras del hombrecillo. Algunos sonreían, radiantes, contentos de oír unas palabras que esperaban desde hacía mucho tiempo. Otros, inquietos, parecían sinceramente trastornados.

Pierre Michel traía la turbación, el escándalo. Lanzado, proseguía inquebrantable su trabajo de zapa, del que no parecía poder salir indemne una sola alma, un solo siglo, una sola certidumbre. Parecía poseído. Desafiaba las doctrinas y los dogmas, pacientemente elaborados, los errores laboriosamente arraigados con el transcurso de los días, los meses y los años, en lo más profundo de las conciencias sin litigio, convencidas por la Iglesia y su fe, esa eminencia gris que le aconsejaba dejarlos sin voz para siempre. Pero, más allá de la Iglesia, estaban recuperando a Jesús, a Jesús solo y sin vínculos, a Jesús tal como era en su palabra y su fe; y lo sabían, y por eso escuchaban.

—¿Cómo explicar, si no, que Jesús pasara cuarenta días en el desierto? —prosiguió Pierre Michel—. No habría podido sobrevivir sin refugio. Pues bien, el monasterio de Qumrán se hallaba en el desierto de Judea; es posible pues que Jesús viviera en las grutas de Qumrán, como hacían otros esenios.

»¿A qué sinagoga acudía, si no, Jesús? Las sinagogas eran lugares de reunión. Y Jesús, sin duda, no acudía a las de los fariseos, a quienes criticaba acerbamente. Iba a las asambleas de los esenios, a lo que ellos denominaban los encuentros de los "numerosos".

»¿Cómo explicar, si no, que Jesús fuera llamado el Nazareno en una época en que no existía un pueblo llamado Nazaret?

Algunas exclamaciones de sorpresa resonaron entre la concurrencia.

—Nazaret nunca se menciona, ni en el Antiguo Testamento, ni en el Talmud, ni en los escritos de Flavio Josefo. Y sin embargo, este último, comandante en jefe de los judíos durante la guerra contra los romanos en Galilea, nunca dejaba de anotar lo que veía. Si Nazaret hubiera sido una población importante de Galilea, ¿cómo es posible que Flavio Josefo, que combatía en aquella provincia —y la describe, además, detalladamente—, ni siquiera la mencionara? Porque Nazaret no es el nombre de un pueblo sino el nombre de una secta. Mateo, obsesionado como estaba por la realización literal de las profecías, escribió que Jesús había ido a Nazaret, para que se cumpliera la palabra de los profetas según la cual el Mesías debía ser un «nazareno». Se refiere a Isaías (XI, I), según el cual debía existir un plantel
—netzer
, en hebreo— de Jesé, en el que estuviera el espíritu de Jesé. Ahora bien, resulta precisamente que los esenios se llamaban «nazarenos», es decir «creyentes en el Mesías… al igual que los "christianoi"».

Johnson lanzaba rayos y centellas, con los puños cerrados sobre las rodillas y todos los músculos del rostro crispados. Unas veces miraba a su alrededor, como para contar las personas que allí se hallaban, que escuchaban las palabras de Pierre Michel. Otras, abrumado, se agarraba la cabeza con las manos, como si no quisiera ver ni oír ya nada de lo que ocurría a su alrededor.

Totalmente aturdido, destrozado por la espera de lo que sospechaba cada vez más, mudo de terror, mi padre contemplaba los preparativos sin conseguir creerlo: unos hacían hervir las hierbas amargas y las envolvían en una pasta ázima. Otros encendían ardientes hornos en grandes torres cilindricas, de las que brotaban las altas llamas de un fuego alimentado con ramas y troncos. Unos jóvenes samaritanos paseaban, impacientes, con sus vestidos de fiesta, y fingían atarearse alrededor de las humeantes marmitas. Los niños se divertían con los corderos.

Poco a poco, todos los samaritanos regresaron a sus moradas para ponerse la vestidura tradicional del sacrificio y efectuar las abluciones rituales. Los ancianos se endosaron túnicas de finas rayas y se cubrieron los hombros con un chal de oración. Se reunieron luego para formar un cortejo, con el sumo sacerdote a la cabeza, seguidos por los ancianos de la clase sacerdotal, los viejos de la comunidad luego y, por fin, los más jóvenes.

El sumo sacerdote se colocó ante un bloque de piedra, con el rostro vuelto hacia la cima del Gerizim, del lado opuesto al del sol poniente. Doce sacerdotes más se instalaron en torno al altar del sacrificio. Entonaron lacerantes plegarias, lamentaciones, cuyos estribillos repetía, en coro, la concurrencia. El sumo sacerdote subió al bloque de piedra y comenzó a salmodiar. En el preciso instante en el que el último rayo de sol desaparecía detrás de las montañas, en un momento de silencio y emoción, el centesimo cuadragésimo sexto descendiente de Aarón recitó por tres veces, con voz resonante, la exhortación bíblica: «Y toda la asamblea de Israel le degollará al anochecer».

Los sacrificadores probaron en la punta de la lengua el filo de sus cuchillos, agarraron con mano firme los animales que se agitaban vigorosamente con sus últimas fuerzas, presa del mayor terror y, con un solo gesto, les cortaron la garganta. Resonó un inmenso clamor, un grito ronco que desgarró el cielo. La sangre brotó a chorros de las mutiladas gargantas.

Una explosión de júbilo acogió el holocausto. En un minuto inmolaron veintiocho corderos. Los doce sacerdotes se acercaron entonces al altar del sacrificio, sin dejar de recitar el Éxodo. Cuando evocaron la exhortación divina de señalar con una marca roja los dinteles de las puertas, los padres hundieron el índice en las gargantas, aún sanguinolentas y marcaron a sus hijos en la frente y la nariz. Luego todos fueron a rendir homenaje al sumo sacerdote. Le llevaron platos humeantes, le besaron las manos. Todo eran abrazos, besos y jubilosas efusiones. Los más jóvenes se apoderaban de los animales sacrificados y los echaban al agua hirviendo para quitarles con más facilidad el pelaje. Una vez desollados, se colgaban de unos postes, desprovistos de sus partes impuras y descuartizados. Luego se los salaba para expurgarles de su sangre. Incumbía a los sacerdotes la tarea de elegir las bestias aptas para el consumo y comprobar que no presentaran defecto alguno. Las que no eran perfectas se arrojaban inmediatamente al fuego junto con la lana, las entrañas y las patas de los demás animales.

En aquel instante, mi padre pensó que se había equivocado y que el pequeño altar, que seguía inmaculado, no le estaba destinado. Un entusiasmo juvenil se había apoderado de todos, jóvenes y viejos, presa de la exultación religiosa. Incansablemente, los sacerdotes recitaban el Éxodo con tono monocorde, mientras circulaban entre los fieles. Entonces mi padre se dijo que tal vez lo hubieran olvidado. Realizarían su sacrificio y, quizá después regresarían a sus casas. Los animales, ya en los espetones, estaban dispuestos a ser quemados en el gran altar. Alrededor de cada uno de ellos, aguardaban los jóvenes esperando el texto del Éxodo que les permitiría lanzarlos todos, con parejo impulso, a las llamas.

—Recuerden —continuó Pierre Michel—, el párrafo del Éxodo en el que Moisés toma la sangre de los holocaustos y rocía con ella al pueblo, diciendo: «He aquí la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros, sobre la base de todas sus palabras». ¿No les dice nada? Sin embargo es el origen de la eucaristía, cuando Jesús identifica el vino con su sangre, renovando así la alianza mosaica. Pero también recuerda el rito esenio que consistía en simbolizar la sangre y la carne del Mesías por el pan y el vino consagrados en las comidas hechas en común.

Hizo una pausa, pareció sopesar las palabras antes de añadir:

—Los esenios creían que el hombre al que llamaban Jesús el nazareno, Jesús el esenio, era su Mesías, su Maestro de Justicia.

—¿Qué quiere decir? —gritó Johnson sin poder ya contener su furor—. ¿Que el Mesías de los cristianos no era otro que el Maestro de Justicia del que hablan los esenios? ¿Ignora acaso que los cristianos esperaban un solo Mesías mientras los esenios hablan de dos Mesías?

—Es posible que los dos se hayan convertido en uno, al igual que lo es que los cristianos hicieran una síntesis tardía —respondió tranquilamente Pierre Michel—. Ambas comunidades creían ser los pueblos de un «nuevo contrato», lo que tiene el mismo sentido que «Nuevo Testamento». Para los primeros cristianos, al igual que para los esenios, se trataba de la ley de Moisés. Fue Pablo quien se separó de esa ley de Moisés, para facilitar las conversiones y el progreso de la Iglesia de los gentiles.

—No —interrumpió brutalmente Johnson—. No es posible establecer los fundamentos del Nuevo Testamento sobre bases históricas. El problema debe ser resuelto por la teología.

—Eso dice usted, pero sabe muy bien que no le satisface ese Cristo en el que le piden que crea sólo por fe. Desea saber más sobre esa enigmática figura. Desea conocer al Jesús de la historia. Es un razonamiento circular: quiere usted establecer una teología que sea juez de la historia y quiere basar los problemas históricos en la Biblia. Si la narración del Nuevo Testamento no es fáctica, ¿cómo tener fe en su protagonista? ¿Cómo lograr que la fe no se separe de la realidad?

—Pero la mayor parte de la historia humana está sometida a dudas. La fe es necesaria en la mayoría de los casos, antes de dar sentido a la historia.

—No es una posición sostenible para una teología basada en la Biblia. Los orígenes cristianos no pueden anclarse en algo que no pudo producirse, sólo porque se desea que así sea. Es posible edificar de este modo un mundo imaginario, en el que se puede pensar, reflexionar y, a través de los símbolos, venerar a Dios, pero se está al margen del verdadero mundo. Soy religioso, sin embargo no puedo desprenderme de cierto sentido de la historia; quiero permanecer en contacto con la realidad. Y no creo que baste con creer en la teología del presente para determinar los acontecimientos del pasado.

»Ahora bien, lo que hace tan fascinantes los rollos de Qumrán es que son una realidad tangible. Están ahí, existen. ¿Puede la teología hacerlos desaparecer? Pero lo que implican los pergaminos es también algo substancial. ¿Puede la teología suprimir sus consecuencias y sus inferencias? Pues no existen sólo los manuscritos, están también las grutas, las ruinas del monasterio, las piscinas del bautismo, los
scriptorium
. Y así, gracias a Qumrán, la historia cobra vida.

Pierre Michel había bajado del estrado. Ahora, hablaba con todos y con cada uno en particular. Agitaba los brazos como si predicara o más bien como si bendijera. Se detenía de vez en cuando y miraba algunos rostros de expresión satisfecha. Él mismo estaba trascendido, arrebatado por su discurso como si le rodeara un aura; como si la gracia estuviera sobre él. El tono de su voz era dulce, cálido e inflamado a la vez.

Aquél era su día, el que aguardaba desde hacía mucho tiempo ese hombre apasionado.

—Los rollos existen —prosiguió—, y con ellos, algo más que supera su propio significado. Se convierten en signos, indicadores de dirección en el mapa de la historia. A través de esos pergaminos, los esenios, aunque muertos, comienzan a hablar. Y lo que dicen aporta nuevas respuestas a antiguas preguntas, respuestas de las que pueden brotar otras, más numerosas, para formar juntas una reseña natural de la historia cristiana.

»Así, por ejemplo, la figura de Juan Bautista en el desierto no es la de un hombre súbitamente poseído por el Espíritu Santo, sino la de uno de los miembros de la comunidad de los esenios que lleva una vida austera y que busca, como sus hermanos, la pureza a través de la práctica de baños rituales.

—Olvida la gran diferencia que hay entre Juan Bautista y los esenios —interrumpió Johnson—. ¿Qué tienen en común la vida recogida y silenciosa de los esenios y el ardor profético de Juan que, con el espíritu de un Elias, o de un Amos, anuncia como inminente el juicio de Dios y denuncia los escándalos de la corte?

—¿Y la impaciencia con respecto a las postrimerías que revela la
Regla de la comunidad
? —replicó Pierre Michel—. Conducida por el Maestro de Justicia, la naciente comunidad tenía ya la convicción de que el fin de los tiempos estaba próximo. Es lo que nos dice el
Pergamino de la guerra
: Belial desplegaba su rabia contra los penitentes de Israel e iba a resonar la hora del juicio. El comentarista del
Pergamino de Habacuc
advierte también que los tiempos se prolongan más de lo previsto; deduce de ello que el juicio contra los transgresores de la alianza será por ello más terrible. El
Pergamino de la guerra
es obra del ala extremista que se unirá a los zelotes en su lucha contra Roma, y evoca, en términos realistas y apocalípticos al mismo tiempo, la guerra santa de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas. La comunidad esenia, obsesionada con el fin de los tiempos, permite por el contrario situar y comprender la figura de Juan Bautista.

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