Reina Lucía (12 page)

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Authors: E. F. Benson

Tags: #Humor

BOOK: Reina Lucía
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Foljambe salió en cuanto escuchó llegar el coche, y Georgie le explicó la extraña ausencia de sus hermanas y le advirtió de la llegada inminente de un perro atroz.

—Es muy fiero —dijo—, pero en su descargo podemos decir que le gusta la mermelada.

Foljambe mostró aquella sonrisa de superioridad que tanto molestaba a Georgie a veces.

—Me ocuparé de él, señor —dijo la camarera—. ¡Le he subido el té!

—Pero ten cuidado, Foljambe, ¿de acuerdo? —le rogó.

—Yo diría que es él quien tiene que tener cuidado —respondió aquella intrépida mujer.

Georgie, como confesaba a menudo, confiaba en Foljambe plenamente, lo cual con toda seguridad serviría para explicar por qué se metió en su salita particular, cerró la puerta y miró cautamente por la ventana cuando llegó el taxi. Foljambe abrió la puerta del taxi, metió los brazos dentro e inmediatamente salió de nuevo con
Tipsipoozie
atado al final de la cadena, haciendo extravagantes demostraciones de alegría. Luego, para horror de Georgie, la puerta del saloncito se abrió y entró
Tipsipoozie
sin cadena ni nada.

Enviando un mensaje de amor inmediatamente en todas direcciones, a modo de silenciosa llamada de socorro, Georgie interpuso una silla pequeña delante de él para protegerse las piernas de los mordiscos del animal.
Tipsipoozie
evidentemente pensó que aquello era un juego y se escondió tras el sofá, de donde salió disparado otra vez por sorpresa.

—¡El pobrecito sólo se puso como loco porque se lio con esos palos de golf! —observó Foljambe.

Pero Georgie, mientras ponía un poco de mermelada en un plato, no pudo evitar preguntarse si el mensaje de amor habría funcionado.

Cenó solo, pues Hermy y Ursy no aparecieron finalmente, y después se entregó a una limpieza general de sus cachivaches mientras las esperaba. Nadie se preocupaba nunca por la tardanza de las hermanas, pues tarde o temprano, generalmente tarde, la pareja siempre acababa llegando de sus cacerías de nutrias o de sus partidas de golf, ambas de lo más animadas por lo bien que se lo habían pasado, con las manos increíblemente sucias y con un apetito de estibador. Pero cuando dieron las doce, Georgie decidió abandonar cualquier idea de que pudieran llegar aquella noche, y habiéndole dado un poco más de mermelada a
Tipsipoozie
y tras haberle preparado una cómoda cama en la leñera, subió a su habitación. Aunque sabía que aún era perfectamente posible que pudieran levantarlo de su lecho al grito salvaje de «¡Yujuuuu!» con una lluvia de piedrecitas de grava en la ventana, y que él tuviera que bajar y calmar sus implacables apetitos, la perspectiva se le antojó improbable y no tardó en irse a dormir.

Georgie se despertó sobresaltado unas horas después. Algo había interrumpido su sueño y no sabía qué era. No se oía ningún chasquido de chinitas de grava en la ventana, ni los ecos de violentos timbrazos de bicicletas, ni alegres gritos feroces que perturbaran la decorosa calma de Riseholme. Pero él, desde luego, había oído algo. Un instante después aquel ruido se repitió. Georgie notó cómo el corazón se le subía a la garganta. Del salón de la planta de abajo le llegó claramente un sonido amortiguado. De inmediato comprendió, con fatal certeza, que se trataba de ladrones.

La primera emoción que se mezcló con su absoluto terror fue un verdadero pesar por que Hermy y Ursy no hubieran llegado todavía. Ellas habrían considerado el asunto tremendamente divertido, e incluso habrían ideado alguna maravillosa ofensiva con atizadores de chimenea y palos de golf y mancuernas de gimnasia. Incluso
Tipsipoozie
, muy poco tiempo antes aborrecido, a buen seguro habría sido de alguna ayuda en aquella crisis. ¿Por qué, por qué, oh, por qué no le había dejado dormir en su habitación en vez de haberle preparado la cama en la leñera? Habría dejado que el perro durmiera sobre su delicado edredón azul durante el resto de sus días si
Tipsipoozie
pudiera haber estado con él en ese momento, dispuesto a divertirse un rato con los ladrones de abajo. Por otro lado, los criados estaban en el ático, en la parte de arriba de la casa. Y Dickie, el chófer, dormía fuera, así que Georgie estaba completamente solo ante los intrusos, con la perspectiva de tener que defender su propiedad arriesgando su propia vida. En aquel preciso momento, mientras se incorporaba en la cama, pálido de terror, supo que aquellos sinvergüenzas estaban metiéndose sus joyas en los bolsillos. La simple idea de quedarse sin su pitillera Fabergé, y sin su caja de rapé Luis XVI, y sin su tacita cremera estilo reina Ana, sin las piezas que había atesorado durante todos aquellos años, hizo que le pareciera que la vida no valía nada. Le resultaría intolerable vivir sin aquellos objetos, así que saltó fuera de la cama, se encasquetó las pantuflas —dado que, hasta que no hubiera pergeñado un plan, lo más inteligente sería no encender la luz— y se encaminó hacia la puerta arrastrando cautelosamente los pies.

6

E
l picaporte de la puerta parecía helado en sus dedos, ya de por sí congelados por el miedo, pero permaneció firmemente aferrado a él, dispuesto a girarlo silenciosamente en cuanto hubiera decidido exactamente qué iba a hacer. La primera idea que le vino a la cabeza, junto con una intensísima sensación de alivio, fue cerrar la puerta, volver a la cama otra vez y simular que no había oído nada. Pero aparte de la extraordinaria cobardía que aquel comportamiento trasluciría —lo cual no le importaba mucho, dado que nadie más podía tener conocimiento de su culpa y él era perfectamente capaz de olvidarla sin mayores inconvenientes—, la simple idea de que los ladrones se marcharan tan tranquilos con sus propiedades le resultaba de todo punto intolerable. Incluso aunque no pudiera reunir suficiente valor para bajar las escaleras a pecho descubierto y armado con un atizador, al menos debería darles un buen susto. Ellos lo habían asustado a él, así que él, en contraprestación, los asustaría a ellos. No debían salirse con la suya, y si decidía no atacarlos sin ayuda, al menos podía golpear el suelo, o gritar: «¡Ladrones!» todo lo fuerte que pudiera, o gritar: «¡Charles! ¡Henry! ¡Thomas! ¡Venid!», como si estuviera solicitando la ayuda de un grupo de fornidos criados. La objeción que podía interponerse a esta idea, en cualquier caso, sería que Foljambe, o cualquier otro, pudiera oírle, y, en ese caso, si no bajaba luego las escaleras para entablar mortal combate, su cobardía quedaría expuesta ante otras personas, además de ante sí mismo… Pero mientras estaba en estas dudas, probablemente los ladrones se estarían llenando los bolsillos con sus más preciadas posesiones.

Intentó enviar un mensaje de amor a los ladrones, pero fue completamente incapaz de llevarlo a buen término.

Entonces el pequeño reloj que había sobre la repisa de su chimenea marcó las dos, una hora espantosa, alejadísima del amanecer.

Aunque había sufrido siglos de angustias y agonías desde que saltara de la cama, el verdadero paso del tiempo, mientras permanecía congelado amarrado al picaporte, revelaba que no habían transcurrido sino unos breves segundos. Entonces, haciendo un enorme acopio de coraje, tanteó el camino hasta la chimenea de la habitación y cogió el atizador. Las tenazas y el recogedor tintinearon traicioneramente, y deseó que los ladrones no lo hubieran oído, pues lo esencial de su plan (aunque todavía no tenía ni idea de qué plan era exactamente) debía radicar en el silencio. Tenía que guardar sigilo hasta que pudiera espantar a los ladrones por sorpresa. Si pudiera simplemente llamar a la policía, siempre podía bajar las escaleras corriendo con el atizador mientras profesionales representantes de la ley irrumpían en la casa. Pero desafortunadamente el teléfono estaba en la planta baja, y no era razonable pensar que los ladrones no se fueran a dar cuenta mientras él mantenía una conversación con la comisaría de policía.

Abrió la puerta con una maniobra tan eficaz que la operación no produjo ruido alguno. Tanto las bisagras como el picaporte se mantuvieron en silencio. Entonces se asomó fuera. El recibidor de la planta baja estaba a oscuras, pero desde la salita se filtraba una alargada franja de claridad. A todas luces, allí es dónde debían encontrarse aquellas peligrosas bestias, y allí también, ¡ay, Dios mío!, allí también estaba la vitrina con todos sus tesoros dentro. Entonces, de repente, escuchó una voz hablando muy bajito, y otra voz que le respondía. A Georgie se le cayó el alma a los pies, porque aquello confirmaba que debía de haber
al menos
dos ladrones. Todas las circunstancias parecían descorazonadoramente en su contra. Después se oyó una risa grave y cruel, y el inconfundible sonido de entrechocar cuchillos y tenedores, y el explosivo descorche de una botella. En aquel momento, el alma de Georgie se hundió un poco más si cabe, porque había leído en algún sitio que los ladrones más sinvergüenzas siempre cenaban antes de ponerse manos a la obra. Comprendió que se estaba enfrentando a una auténtica banda de profesionales. Además, aquel descorche explosivo indicaba claramente que habían abierto una botella de champán, y supo que aquellos granujas se estaban dando un banquete a su costa. ¡Y qué cruel por su parte darse aquel impío banquete en su saloncito, pues allí no había una mesa apropiada, y sin duda estarían organizando un desastre espantoso!

Una corriente de frío aire nocturno barrió las escaleras y Georgie vio cómo el rectángulo de luz procedente de la puerta del saloncito se iba reduciendo hasta que la puerta se cerró con un suave golpe sordo, dejándolo totalmente a oscuras. Fue entonces cuando su desesperación pareció agitarse y concentrarse durante un momento de valentía ficticia, pues dedujo sin el más mínimo atisbo de error que habían dejado la ventana del saloncito abierta, y que tal vez algunos breves instantes después habrían concluido su banquete y, con los bolsillos llenos, huirían internándose en la noche sin mayores contratiempos. ¿Por qué nunca había colocado campanillas en las contraventanas, tal como le había aconsejado que hiciera la señora Weston, que vivía aterrorizada por los ladrones nocturnos? Pero era demasiado tarde para pensar en aquello ahora. No parecía posible pedir a aquellos sinvergüenzas que salieran hasta que él hubiera puesto las campanillas, y entonces, cuando ya las tuviera colocadas y él estuviera listo, que volvieran a entrar de nuevo…

No podía dejarlos marchar, ahítos como estarían con su champán y cargados con sus tesoros, sin represalias de ningún tipo, así que manteniendo sus pensamientos firmemente apartados de revólveres y palos de golf y sacos de arena, bajó rápidamente las escaleras, abrió la puerta del saloncito y, blandiendo el atizador con su mano temblorosa, gritó con lo que acabó resultando una débil vocecilla:

—¡Si os movéis, os atizo!

Se produjo un instante de silencio mortal y, un poco después, cuando la luz dejó de deslumbrarle, Georgie vio lo que tenía delante.

A ambos extremos de su sofá Chippendale estaban sentadas Hermy y Ursy. Hermy tenía la boca abierta y sujetaba una magdalena con sus manos mugrientas. Ursy tenía la boca cerrada y los carrillos repletos. Entre ellas había un pedazo de jamón y un pan de molde, y un bote de mermelada y un queso Stilton, y en el suelo, abierta, estaba la botella de champán, y dos tazas de té rebosantes y burbujeantes. El corcho, el alambre y el papel de estaño, en un alarde de amabilidad, los habían tirado a la chimenea.

Hermy bajó lentamente la magdalena y lanzó una enorme carcajada; la boca de Ursy, agónicamente llena, explotó. Luego se recostaron contra los reposabrazos del sofá y estallaron en risas.

Georgie estaba enfadadísimo.

—¡Caramba, Hermy! —dijo, y en ese preciso momento se dio cuenta de que no era en absoluto una expresión lo suficientemente fuerte. En un instante de incontrolable irritación aulló—: ¡Maldita sea!

La primera que mostró indicios de recobrarse de la risa fue Hermy, que pudo recuperar el habla mientras Georgie se entretenía en cerrar la ventana. Ursy recogía pequeños trocitos de jamón y pan parcialmente masticados que estaban esparcidos por el suelo.

—¡Dios santo! ¡Vaya risa! —dijo—. ¡Georgie, no me negarás que esto es endemoniadamente divertido!

Ursy señaló el atizador.

—¿Nos va a atizar si nos movemos —exclamó—, o es que ha bajado a atizar el fuego?

—¡A mí no me preguntes! —gritó Hermy—. Ay, Dios mío, ese se ha pensado que éramos ladrones y ha bajado con su atizador, ¡qué muchacho tan valiente! ¡Esto es el no va más, te lo juro! Tómate un trago con nosotras, Georgie.

De repente, Hermy se quedó con los ojos abiertos como platos, con aire de terror, y señaló con el dedo el hombro de Georgie. Entonces estalló en otra andanada de carcajadas.

—¡Ursy! ¡Su pelo…! —gritó, y se tapó la cara con un cojín del sofá.

Naturalmente, con todo el ajetreo, Georgie no se había colocado el pelo mientras bajaba las escaleras. Nadie piensa en cosas como esas cuando se prepara para enfrentarse a pecho descubierto con unos ladrones… Y allí estaba su calva mollera, y su larga cabellera colgando por un lado.

Aquello era de lo más molesto, pero cuando ya ha tenido lugar un desastre como ese, lo único decente que puede hacer una persona es tomárselo con el mejor humor posible. Georgie no se mostró todo lo digno que pudo en aquella situación, dio un leve gritito y salió corriendo del salón.

—¡Ahora mismo bajo! —exclamó, y se pegó una costalada en las escaleras cuando subía corriendo a su dormitorio. Allí mantuvo una breve discusión consigo mismo. Cabía la posibilidad de dar un portazo, meterse en la cama como si nada hubiera pasado y comportarse muy amablemente por la mañana. Pero eso sin duda no serviría para nada; en adelante, Hermy y Ursy no dejarían pasar la oportunidad de burlarse de él siempre que pudieran. Desde luego, era mucho mejor tomar parte en la broma y participar en ella. Así que se cepilló el pelo colocándolo de un modo más o menos ortodoxo, se puso su batín más distinguido y volvió a bajar las escaleras con elegancia.

—¡Queridas mías, qué divertido! —dijo—. Cenemos. Pero vayamos mejor al comedor, allí hay una mesa. Cogeré una botella de vino, y algunos vasos, y meteré en casa a
Tipsipoozie
. Sois unas niñas pero que muy malas. ¡Imagínate, quién os manda llegar a estas horas! Supongo que vuestro plan era iros sigilosamente a la cama y bajar a desayunar temprano. Así me daríais una agradable sorpresa. Y ahora, contádmelo todo.

Así pues, al poco
Tipsipoozie
estaba dando buena cuenta de una buena ración de compota, que hacía las veces de mermelada, y los tres estaban cortando lonchas de jamón y embutiéndolas en bollos partidos a la mitad.

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